Pero, más allá de su biografía, lo importante del Peyró que escribe es que lo hace muy bien. Es un escritor distinto, con muy particular voz propia, al que leer con calma, entregados a su manera de contar “esa vida que va pasando sin parecer que pasa”, para decirlo con las palabras con las que, en su nuevo título, Ya sentarás cabeza (Libros del Asteroide, 2020), expresa lo que siente cuando va encontrando objetos olvidados en los bolsillos de las chaquetas que usó en otro tiempo.

Ya sentarás cabeza lleva como subtítulo Cuando fuimos periodistas (2006-2011) y es el diario del escritor en los años del inicio de su vida profesional, desde que tenía veinticinco hasta los treinta y uno. Son notas, nos dice en el prólogo, escritas con un propósito común: “No dar coartada filosófica a la amargura”.

Por lo que cuenta conocemos varias vertientes de su vida: la más personal e íntima, y la del periodista que intenta abrirse camino con dudas e ilusiones, también la del hombre que lee y escribe (“una vocación añadida al propio oficio”). Hay intuiciones que se convierten en brillantes aforismos, recuerdos de lecturas, o de momentos en soledad o con la familia o en el trabajo, retratos de personas y de ambientes, reflexiones sobre los placeres y los días que llegan y se van, algunos sin dejar huella, otros que tendrán peso en la vida por vivir.

Periodismo, política, vida

Hay mucho con lo que disfrutar en lo que se cuenta y, con una prosa magnífica de principio a fin, por cómo se cuenta. Nos encontramos, además de con estupendas semblanzas, con no pocas situaciones curiosas, algunas muy divertidas, en sus inicios como periodista y en su trabajo como ‘pluma para todo’ en la cúpula del Partido Popular. No obstante sería un error hacer una lectura superficial y conformarse con anécdotas o chascarrillos. En esas notas del diario hay mucho más.

Miguel Torga arremetía contra los que leían su diario buscando solo la infrahistoria de su recorrido vital y advertía a “los miopes o a los amantes de dimes y diretes” que no era una crónica de sus días sino una parábola de ellos. Sirva la advertencia del gran Torga también para la lectura del diario de Peyró.

Aunque “la memoria saca brillo a la vida”, en estas páginas hay una crónica a ratos muy amarga del mundo laboral, una mirada inteligente y crítica sobre la realidad que, muy a menudo, está tras los cristales de las oficinas de las empresas o de las sedes de los partidos políticos, una mirada también irónica, a veces humorística, mordaz, o compasiva.

Hay mucho sobre la condición humana en ese retrato del mundo del trabajo y de la política: las obsesiones, las apariencias, la ambición, el ejercicio del mando, las ilusiones y el compromiso, los celos, las conspiraciones… Un mundo donde todos, también los más jóvenes, esa generación de “hijos de UCD y del primer González”, se juegan mucho, a menudo sin sospecharlo siquiera.

La literatura de Ignacio Peyró, también cuando se detiene en hechos menores, nos gana siempre, porque transmite verdad, y lo hace con elegancia formal, gracia y belleza. Esa sensación de gozo y de sosiego que, por ejemplo, se tiene al leer a Pla o a Perucho, tan cercanos a Peyró, o los libros que reúnen las crónicas de Jorge Edwards; una literatura en la que nos sumergimos fascinados, ya no hay otra realidad que la que se nos está contando.

Los recuerdos tristes

Aunque en Ya sentarás cabeza hay mucho humor, algunas de las páginas más hermosas del libro están llenas de melancolía. Y es que, tal vez, como escribía Peyró en su libro anterior recordando los versos finales de Antonio Machado, “al cabo de los años los recuerdos tristes dan calor y hacen cierta compañía”.

En las muy conmovedoras palabras que dedica al recuerdo de su abuelo (“me dejó la pena: la mitad triste del amor”) afirma que nunca era más él que cuando estaba solo. Y esa reflexión sirve para el propio Peyró cuando escribe: nunca es mejor que cuando está solo, solo con sus recuerdos más personales, lejos del ruido y de la prisa.

Muchas de las que se leen con mayor emoción son páginas como esas dedicadas al abuelo y otras de esa misma naturaleza en las que evoca sucesos o personas, casi siempre del mundo perdido de la niñez, de la adolescencia o de la primera juventud. Por ejemplo cuando nos cuenta la historia de aquel chico al que llamaban Julapo, apartado y humillado en el colegio de ‘niños bien’ por su origen humilde (“Nada de mi dolor de hoy –escribe Peyró– puede pagar ni una sola tarde del suyo. Solo me queda la culpa, esa extensión fría, interminable. Ese espejo”).

O cuando recuerda a Andrés, el tractorista de la finca familiar, el hombre que veía escorpiones, con sus quintos de Mahou y sus Ducados, “grave de voz y de ceño, pelo crespo, espaldas amplias, algunos dientes ya caídos, fumador en el crepúsculo, tenía algo de figura tutelar de nuestra infancia”.

O también cuando escribe sobre las primeras muertes de los que fueron, hace no tanto, sus compañeros de clase. La de Tito, el primero, aquel chico que casi siempre sonreía, del que solo vuelve a saber muchos años después cuando le dijeron que eran los restos de su coche los que aparecían en la foto del periódico que daba cuenta de un accidente mortal. También por el periódico supo de la muerte violenta de JD, otro antiguo condiscípulo, y recuerda cómo fue precisamente JD, al hablarle de la muerte de un hermano, el que le hizo pensar por vez primera, hace muchos años, hasta dónde llega el dolor de una madre (“la puñalada del dolor –ya para siempre– de una madre”).

Copas, paisajes, libros

En el prólogo de su espléndido Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida (Libros de Asteroide, 2018), Peyró contó que quiso escribir uno de esos libros que reivindican –“por decirlo al modo de Juan Perucho”– una estética del gusto y una belleza del vivir y para hablar, a partir de la cocina, “de la vida y de los afectos”.

También en Ya sentarás cabeza hay muchas anotaciones sobre comida y muchas sobre bebida, sobre largas sobremesas (“benditas esas tardes que se prolongan hasta la noche”) y sobre noches que terminan muy tarde y con mucho alcohol, con esa última copa innecesaria e inevitable de la que escribía Carlos Barral, muchas noches acaban siendo de tedio y embriaguez; a menudo, dice Peyró con no poca lucidez, no son sino un modo de retrasar el final de esos “días tan malos en los que nos resistimos a ir a dormir para no reconocer nuestra derrota”.

En el libro también hay recuerdos de lugares y de momentos, de libros y de escritores. Escribe sobre lo efímero y lo permanente, sobre días en el campo, en los que buscar “esa soledad mínima de no ver a nadie, de que le dejen a uno en paz”, y de los veranos felices en Extremadura; y de una vuelta con tiempo y calma por Mallorca, “justo en el momento en que los almendros entregan la flor al frío”; del deslumbramiento por Oporto y Vila Nova de Gaia; del Madrid barriosalmantino, el mismo –como recuerda Peyró– de Romanticismo, la gran novela de Manuel Longares; o de un paseo cerca de la Plaza Mayor, en la que conviven la librería Méndez (“una de las pocas admirables que quedan”) y la pastelería El Riojano.

Nos habla del placer de las desprestigiadas tardes de los domingos; de la desolación que queda, tras el cierre de los trenes rurales, en las “estaciones abandonadas convertidas en palomares de tristeza”; y de las viejas canciones y el amor por el fútbol (“el fútbol es la infancia”); y de la degradación del paisaje a que conduce “la arquitectura del poder sin conciencia de la propia dignidad”.

Hay, además, muchos comentarios y semblanzas de escritores, y sabemos o intuimos la admiración del autor por, entre otros, Jiménez Lozano, Valentín Puig, Galdós, Eliot,  Larkin, Cernuda, y también por Modiano, Simon Leys, Valery Larbaud (sobre todo el de Fermina Márquez) y por Leopardi (en la traducción de Eloy Sánchez Rosillo); también del desdén o desinterés por otros (duelen las breves menciones a Antonio Gamoneda o Claudio Magris).

El diario que, ordenado y pulido, llega a ser el libro que leemos finaliza cuando el autor va a empezar su trabajo en Presidencia. Es enero de 2012, llega Rajoy a La Moncloa. A partir de esa fecha empieza otra historia, tal vez, nos dice, la contará en otro libro. Seguro que ha sobrevivido bien a la experiencia, él sabe que “siempre hay que estar alerta contra nosotros mismos”.

Esperemos ese libro, ese o cualquier otro (tal vez, ha dicho, el siguiente será uno sobre Londres), lo importante es que llegue y que podamos disfrutarlo tanto como este Ya sentarás cabeza. Jünger escribió en sus diarios de guerra que cuando leía buena literatura experimentaba el sentimiento de que eran cosas suyas las que se contaban, más aún, cosas esencialmente suyas las que allí se estaban tratando, y que ese sentimiento debe procurarlo el autor. Y eso sentimos leyendo a Ignacio Peyró, que su mirada y sus palabras nos conciernen y nos importan, tal vez porque ama la literatura y la vida, “¿qué es escribir –se pregunta– sino amar la vida”.