Es previsible por más razones, por sus robos/homenajes a los cineastas que ama, por la manera en que dialogan sus personajes, la forma en que estructura sus historias o el modo en que utiliza el cancionero pop. Es siempre reconocible –ya sea un western o una de artes marciales– y a estas alturas no manifiesta síntoma alguno de agotamiento. Bueno, todo esto para decir que si Tarantino escribe un libro con sus reflexiones sobre el séptimo arte está muy bien que sea tan previsible como su trabajo tras la cámara: entretenido, libre, divertido, descarado, disfrutón… También que concuerde con la imagen pública que proyecta, enfermizamente erudito y con todos los fuck you que sean necesarios. Sus Meditaciones de cine responden a ese perfil pero están muy acotadas a los años en que pasó de la infancia a la adolescencia obsesionado con unas cuantas películas, guionistas, actores y directores.

El principio y el final del libro es lo más parecido a unas memorias que tenemos por ahora del director de Kill Bill. Es en ese principio tan autobiográfico cuando nos informa de que con apenas ocho años su madre y su padrastro toman una decisión que marcará su vida: le llevan al cine de sesión doble a ver películas de adultos a condición de que no sea un incordio. Aquella decisión materna le puso en contacto con la serie B y lo que nuevo conoceríamos como el Nuevo Hollywood, con la obra setentera y violenta de los Martin Scorsese, Don Siegel, Sam Peckinpah, John Boorman, Brian De Palma o John Flynn, entre otros.

La inteligencia de sus análisis y el entusiasmo (contagioso: dan ganas de revisitar casi todos los títulos que repasa) no remiten en ningún momento lo largo de todo el texto. Reconocemos su voz. No cuesta nada imaginarle acelerado, gritón, cachondo, palabrotero pero sobre todo sagaz, original y contundente mientras nos explica las claves del éxito de Steve McQueen (“que era sencillamente estar, sencillamente llenar el encuadre con él”); enumera las razones por las que Harry el sucio no es una película fascista pero sí agresivamente reaccionaria; expresa su aversión a los críticos que se ponen por encima de las películas y que parecen odiar su trabajo; aclara por qué Taxi driver es “una obra maestra valiente” y su director un cobarde incapaz de defenderse cuando le preguntaban en las entrevistas por la extrema brutalidad de su final; defiende la grandeza de Sylvester Stallone como actor, guionista y director de Rocky II y La cocina del infierno; y recuerda con una nostalgia tipo José Luis Garci las diferentes salas que en Los Ángeles fueron su verdadera escuela.

Entre las ventajas de ser Tarantino está que si tienes alguna duda relativa a una película puedes llamar a Robert De Niro, Walter Hill, Martin Scorsese o Paul Schrader, al que le caen tantas críticas por la dirección de Hardcore, un mundo oculto como piropos por el guión de Taxi driver. Los lectores comprobarán rápido que no pueden pasar por alto las notas a pie de página y que no solo conoce el cine español de acción y terror sino que el Matador de Pedro Almodóvar debe de ser de las pocas cosas que salva del cine de los ochenta.

“Yo era un joven entusiasta del cine en una época en que las películas eran una pasada”, escribe Tarantino y el libro es la demostración de que sigue opinando lo mismo. Entre tantas cosas malas que nos trajo el confinamiento en pandemia, una especialmente buena: puso a Tarantino a escribir sobre las películas que le cambiaron la vida y que siguen dentro de él.

Meditaciones de cine
Quentin Tarantino
Traductor: Carlos Milla Soler
Editorial Reservoir Books
432 páginas
20,81 euros