A veces no basta con tener una vida interesante para contar –o cantar– cosas interesantes. Son necesarios más ingredientes. Charles Chaplin, con un montón de películas geniales a su espalda y mil historias y personalidades de renombre mundial cruzándose en su biografía, nos legó un libro de memorias más antipático que memorable. Chaplin y muchos otros como él persiguieron algo tan humano como salir siempre bien en la foto: no hay reverso, apenas se equivocan y rara vez son mezquinos con su entorno.

No es que Carbonell haya optado por mostrarse descarnado sin interrupción; al contrario, no pierde oportunidad de lucir ingenioso y buscar la sonrisa del lector. Cuando echa la vista atrás procura manifestarse humano, falible: se describe a sí mismo como un Tony Manero con acento gaditano que deslumbra con sus bailes en las discotecas y se lleva de calle a las chicas más guapas del garito, pero también como un treintañero incapaz de mantener una relación sentimental propia de adultos, un tipo escasamente cálido con una familia que le quiere o un gorrón sin remordimiento de amigos como el Gran Wyoming, que le aloja en su casa hasta que un día se harta y le informa de la existencia de unos sitios llamados pensiones.

Es, a mucha honra y en el mejor sentido de la palabra, un payaso loco que siempre ha exhibido con orgullo su condición de bufón: así ha sido desde que empezó, en compañía de su compadre Pedro Reyes en la Huelva de los años setenta imitando a los viandantes como mimos callejeros, hasta convertirse en una de las figuras primero temidas y después admiradas de la televisión a través de su papel de reportero tocapelotas del programa Caiga Quien Caiga. La atracción por la locura es, para un hombre nervioso que se come las uñas, poco menos que una necesidad que debe ser cubierta “para esconder la estupidez bajo el manto protector de lo extravagante”.

Siendo como fue un nombre clave de la Movida madrileña, resulta normal que por el libro pulule mucha personalidad de la época como Alaska, Poch o su amado Javier Krahe. Pudo ser una de las víctimas mortales de la irrupción del SIDA. Convencido de que tenía el bicho dentro, tardó mucho en reunir el valor necesario para saber si convivía con el virus que se llevó por delante la alegría loca de los años ochenta y que puso el punto final a aquel fenómeno. “Cantar, salir, vestirse, pintarse, cardarse, dar la nota, ¿para qué? Para follar. Y eso se había acabado”.

Las drogas y su trabajo como actor son temas recurrentes en el libro: las primeras le ayudan a descansar y abandonar un rato la realidad. El consumo de alcohol y sustancias varias representan también un billete que adquiere a menudo para viajar y explorar el subconsciente. Por eso extraña un tanto que el gran kamikaze que en este asunto no le hace ascos a casi nada nos acabe aclarando que siempre ha tenido la precaución de controlar cómo y con quién se ponía hasta arriba. Habrá que creerle porque sigue felizmente entre nosotros.

El veneno teatral se lo inoculó su primera pareja artística y hermano del alma Pedro Reyes, que falleció cuando el libro estaba a punto de entrar en imprenta. De él aprendió que la grandeza de cualquier espectáculo artístico estaba en la mirada y a su vera descubrió que la autenticidad, tan sobrevalorada en la vida real, es en cambio indispensable cuando te subes a un escenario. Carbonell es uno de esos falsos perezosos que se jactan de su condición de indolente al tiempo que nos va contando discos, giras internacionales, libros, guiones, obras de teatro, películas, programas de televisión… Y todo realizado bajo un régimen de estricta anarquía. Pero, como él mismo escribe, “el arte es el oficio ideal para los vagos que quieren trabajar a todas horas”.

Merece la pena adentrarse en El mundo de la tarántula y conocer la trastienda de programas ya míticos como La bola de cristal o Caiga Quien Caiga, los encuentros y desencuentros delante y detrás de las cámaras con políticos como Esperanza Aguirre o Mariano Rajoy o actores como Fernando Fernán-Gómez o Juan Luis Galiardo, o el modo en que se le ocurrieron canciones como Mi agüita amarilla o Ay qué gustito pa mis orejas. Deja para el final lo mejor del libro: las páginas, de elevada intensidad emocional, dedicadas a su hermana Nuria, afectada por el síndrome de Prader Willi, fallecida durante la escritura de una obra que presumíamos divertida pero que sorprende también por conmovedora.


PABLO CARBONELL. EL MUNDO DE LA TARANTULA.El mundo de la tarántula
Pablo Carbonell
Editorial Blackie Books
384 p
19,90 euros