Hablando de divulgar, y ya sea en medios, charlas, libros o redes sociales, el autor dedica un texto a dejar claro que desasnar al personal, entretenerle contando hallazgos de laboratorio, incluso divertirle con curiosidades científicas es tarea más que loable siempre y cuando tengamos claro que lo verdaderamente importante es haber enseñado antes ciencia en la escuela; que, como el mismo escribe, se aprenda “estudiándola regladamente desde la infancia”, que se conciba como un derecho fundamental que los poderes públicos están obligados a conseguir que sea efectivo. Por ahí –más que por ningún otro sitio– pasa que tengamos una sociedad instruida con ciudadanos cultos y críticos y, por tanto, capaz de afrontar el futuro en las mejores condiciones posibles.

Esta colección de ensayos, que fueron antes columnas publicadas durante dos años en el semanario mexicano El Ángel Metropolitano, la forman textos breves que hábilmente llaman la atención del lector desde las primeras líneas con una noticia, lectura, anécdota o experiencia personal, y que se despiden arriesgando una opinión siempre estimulante o deslizando alguna idea que invite a revisar la que uno pudiera tener, sobre todo, en los capítulos englobados en la sección Ciencia y Política, uno de los cinco bloques de un libro que además abre el apetito por conocer muchos de los ensayos citados, no todos de ciencia. De hecho, el profesor Moya no se cansa de recordar que la cultura no está completa sin la ciencia pero también alerta del error que supone ejercer como científicos sin interés por otros saberes.

Tiene páginas especialmente inspiradas sobre la defensa de multiplicar la labor investigadora en países sin excelsa tradición científica (“no habrá calidad en nuestra ciencia mientras la cantidad no se sitúe por encima de un umbral”); sobre la conveniencia de no compartimentar la ciencia básica y la aplicada para así agilizar los avances pero también sobre los riesgos que entraña la carrera por ser los primeros (“en ningún lugar está escrito que la ciencia debe hacerse deprisa y corriendo”); sobre la vigencia de la filosofía para contribuir a la explicación del mundo y sobre lo acertado de aproximar las ciencias, las humanidades y el arte (“podemos tener puntos de encuentro con los artistas si admitimos que también trabajamos con metáforas”); sobre los riesgos del cientificismo que “propicia el pensamiento único”; o sobre la relación entre ciencia y riqueza con el autor citando al premio Nobel de Medicina argentino Bernardo Alberto Houssay cuando decía que “la ciencia no es cara; cara es la ignorancia”. Otro gallo nos cantaría si las inversiones dieran resultados en menos de cuatro años.

El ensayo no pasa por alto cuestiones que resultan cada día más preocupantes como el cambio climático, el azote de los virus o la digitalización de nuestras vidas y la dictadura del algoritmo (“caminamos hacia una especie de infantilización que nos va ubicando más y más por debajo de nuestras capacidades”).

Libro éste de interés para todos los públicos, ojalá fuera, no obstante, materia obligada para nuestra clase política actual; y, más importante y difícil aún, ojalá lo tuvieran en cuenta.


Ciencia en pequeñas dosis. Reflexiones sobre ciencia y evolución
Andrés Moya
Editorial Cálamo
368 páginas
21,50 euros