La ‘memoria del agua’ es una invención según la cual el compuesto surgido de la unión por un enlace covalente de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno es capaz de recordar a aquellas sustancias con las que ha entrado en contacto. En consecuencia, una vez añadida una sustancia a una solución acuosa, el agua siempre rememorará su presencia y sus propiedades. También en aquellos casos en los que la solución es sometida a un proceso de dilución y la sustancia añadida, que inicialmente representaba un porcentaje respetable en la masa acuosa original –por ejemplo, una proporción 1:10–, acaba teniendo un presencia nimia, infinitesimal, en el volumen final –1:100 tras la segunda dilución, o 1:1.000 tras una tercera–. Pero no importa. El agua, como dicta la premisa fundamental de la homeopatía, ha generado un vínculo con la sustancia y seguirá recordándola hasta el fin de los días. Un superpoder digno de elogio salvo porque no tiene ninguna validez científica.

La prestigiosa revista Nature publicó en el año 1988 un estudio dirigido por el francés Jacques Benveniste en el que se mostraban las propiedades terapéuticas de una solución acuosa ultradiluida. Concretamente, y partiendo de un volumen de un gramo de un anticuerpo –un anti-IgE de procedencia caprina– por cada litro de agua, la solución final resultante de una treintena de diluciones secuenciales mantenía sus beneficios medicinales. Tal es así que el artículo pasó a la historia, aun de forma efímera, como la primera demostración de la existencia de la memoria del agua. Una capacidad memorística, por cierto, sin parangón en el universo conocido. No en vano, para encontrar una de las moléculas del anticuerpo con el que se inició el experimento habría sido necesario ingerir una masa ingente de 30.000 litros de agua. Más que dosis infinitesimales, las cantidades de anti-IgE que nadaban en la solución ultradiluida pertenecían al mundo cuántico.

De la misma manera, debe también ensalzarse la celeridad a la que el agua forma sus recuerdos, dado que las estructuras ordenadas que se generan en su estado líquido no perduran, de llegar a hacerlo, más allá de unas fracciones de nanosegundos.

Dado el carácter imprevisible, e irrepetible, de las conclusiones, el artículo fue sometido al escrutinio de una investigación independiente que constató el escaso rigor científico, y por tanto la invalidez, del experimento. De hecho, se descubrió que el laboratorio responsable del estudio estaba siendo generosamente financiado por un gigante de la industria homeopática, lo que alimentó la creciente sospecha de que, más que de errores metodológicos, los resultados fueran consecuencia de un mero fraude.

Sin embargo, el auténtico padre de la homeopatía es Samuel Hahnemann, doctor alemán que en los albores del siglo XVIII, absolutamente desencantado con el ejercicio de una profesión en la que seguía primando la práctica de sangrías, decidió experimentar con cantidades diluidas al extremo de sustancias que, como el cianuro potásico o el arsénico, provocarían efectos perniciosos, cuando no letales, a sus dosis ‘naturales’.

La base que amparaba su trabajo era la ‘ley de similitud o de los semejantes’, por la que toda sustancia causante de síntomas en una persona sana es, a su vez y administrada en cantidades infinitesimales, capaz de curar dichos síntomas u otros similares en una persona enferma. A modo de ejemplo, un grano de café, estimulante universal, curaría el insomnio mientras disfruta de un baño en el Atlántico.

Sea como fuere, deben agradecerse los esfuerzos de Hahnemann, dirigidos a aminorar las dosis de las toxinas –y, por ende, de sus nocivos efectos adversos– con cada dilución, así como a erradicar los sangrados terapéuticos y demás fuentes de iatrogenia de la época. Como dicta la máxima de la Medicina, primum non nocere –‘ante todo, no dañar’–. El problema es que las sustancias testadas, presuntamente ultradiluidas, se encontraban ausentes. La constante de Avogadro garantiza que toda molécula-gramo de cualquier sustancia que sea diluida 13 veces en 100 mililitros de agua está abocada a su aniquilación. Non nocere, ne sana –no dañar, no sanar.

Constatada la amnesia del agua y el borrado de las sustancias inmersas, el supuesto beneficio de los productos homeopáticos, esto es, de las ‘bolitas’ de azúcar –en su mayoría sacarosa– impregnadas con un única gota de una o varias soluciones ultradiluidas, solo puede explicarse por el efecto placebo, razón por la que en ningún caso puede justificarse su consideración como ‘medicamentos’ por las agencias reguladoras. Menos aún cuando la presunta inocuidad de los productos homeopáticos no es tal y los pacientes que deciden no ya sustituir, sino complementar, sus tratamientos tradicionales con ‘terapias alternativas’ o ‘pseudoterapias’ presentan mayores probabilidades de enfermar y de reunirse con sus ancestros. Pero aún así, el 52,7% de los españoles sigue creyendo que las ‘bolitas’ de sacarosa tienen efectos positivos que trascienden el mero endulzamiento de sus paladares. Unas ‘bolitas’, además, que parecen tener el potencial de curarlo todo.

En definitiva, y siguiendo la tendencia observada de en los últimos años, en los que las Facultades de Medicina han comenzado a fulminar sus enseñanzas en homeopatía y el número de farmacéuticos renuentes a dispensar productos homeopáticos es cada vez mayor, debe exigirse, tal y como ocurre con los medicamentos y procedimientos terapéuticos ‘reales’, que la eficacia y seguridad de las ‘pseudoterapias’ sea demostrada a través de la investigación científica, que nunca de estudios sesgados y dirigidos para garantizar la obtención de unos resultados predeterminados. De hecho, ya existen evidencias rigurosas sobre los beneficios de algunas de estas ‘medicinas alternativas’ –como la acupuntura y el yoga– en el tratamiento de distintas dolencias. No así con los productos homeopáticos, cuya venta en farmacias debería estar vetada según la petición de la Organización Médica Colegial (OMC) a un Ministerio de Sanidad plenamente consciente de que la homeopatía no resulta eficaz en ninguna indicación o situación clínica.

La salud es el bien más preciado que atesora todo organismo viviente, por lo que debe esperarse de las instituciones sanitarias en las que hemos depositado nuestra confianza su máximo esfuerzo por primar la ciencia sobre la magia para salvaguardarla.