Aparte del cabello revuelto y la mirada demente, se pueden juntar unos cuantos rasgos más que son comunes al estereotipo del que investiga en los límites de la cordura. Eso es precisamente lo que ha hecho el matrimonio formado por los divulgadores italianos Luigi Garlaschelli y Alessandra Carrer en un ensayo que repasa historias tan alucinantes que solo pueden ser reales; historias de tipos que petrifican cadáveres y se hacen una mesita con piernas humanas, que viven obsesionados con resucitar a los muertos, que sueñan con cruzar mujeres con orangutanes o tener por fin éxito con un trasplante de cabeza, que atesoran mentes brillantes al servicio del espiritismo o que confían ciegamente en las bondades de la lobotomía para corregir trastornos mentales.

Una galería de chalados a veces entrañables, a veces malvados, a veces geniales y mayormente peligrosos por nobles que sean sus objetivos. Todos aportan algún atributo esencial al estereotipo. Una vez irrumpen, la congoja suele estar justificada. Tan pronto como toman conciencia de que tienen algo grande entre manos actúan persuadidos de que el fin justifica los medios. Da igual que la metodología se salte la legalidad, resulte cruel o sea poco ética si con ella avanzan en sus investigaciones. Y así pasan a un segundo plano la familia, los placeres de la vida e incluso el cuidado personal. Los hay cirujanos, químicos, sexólogos o físicos pero si hay una rama que predomina es el campo de las neurociencias. Sabida es la debilidad del científico loco por el control de la mente ajena. Nada les seduce más que la posibilidad de jugar a ser dioses, creadores capaces de dominar voluntades, cuantas más mejor.

Varón, blanco, madurito y con acento alemán son otras características que se repiten teniendo en cuenta el momento y el lugar en que estas personalidades fueron predominantes. Así lo creen los autores de este libro señalando que “su época dorada se situó entre el siglo XIX y los primeros decenios del XX, periodo que conoció la mayor expansión de la ciencia moderna. Entonces, la naturaleza se exploraba de manera sistemática, tenaz, imaginativa y visionaria, aunque sin demasiadas preocupaciones por los métodos empleados. Experimentos no habituales y espeluznantes con cadáveres o animales, que, vistos hoy día, parecerían seguramente poco éticos, son ya cada vez menos frecuentes”. Y es probable, como auguran, que no veamos ya nunca más científicos locos como los de hace un siglo, y añaden que el que quiera buscar individuos parecidos –en su versión más siniestra- deberá sumergirse en el mundo de las seudociencias médicas, allí donde habitan, sobre todo, charlatanes y abundan los miserables que sacan tajada económica de la desesperación de los enfermos y sus familias.

Por el ensayo de Garlaschelli desfilan asimismo científicos cuyos pasotes fueron un punto de partida para hallazgos posteriores de los que felizmente hoy todos nos beneficiamos. Por ejemplo, es muy posible que sin aquellos que trataron de resucitar a los muertos con estimulaciones eléctricas, hubiéramos tardado más en disponer de los desfibriladores que hoy salvan vidas en lugares públicos o de poder tratar los temblores del Parkinson o los dolores que provoca la migraña. Locura y genialidad más de la mano que nunca.

El “científico loco”
Una historia de la investigación en los límites
Luigi Garlaschelli | Alessandra Carrer
Traducción: Carlos Caranci Díez-Gallo
Editorial Alianza
288 p
10,50 euros

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