Residente en Berlín desde hace 11 años —allí escribe e imparte clases de escritura creativa—, a su paso por Madrid conversamos con ella con motivo del lanzamiento de El buen mal (Seix Barral), un libro que reúne seis relatos que, como marca de la casa, conducen al atrapante territorio en el que confluyen lo real con lo irracional, lo inesperado con lo inevitable, lo fantástico con lo evidente… de forma que cada historia se mece entre lo profundamente humano y lo desconcertadamente inhumano.
Pueblan sus libros personajes que se encuentran en un punto de no retorno, encandilados por el fulgor de la inminente tragedia. Atrapados en ese instante en que lo extraño asoma a sus vidas para transformarlas, dejando a algunos de pie frente al dolor, a otros dialogando con la culpa o la ternura y a todos atravesados por la incertidumbre.
Como señala su editora, Elena Ramírez: «La prosa de Schweblin combina tensión y verdad para construir un universo literario en el que los monstruos de la vida cotidiana nos miran desde tan cerca que casi podemos sentir su aliento. Su escritura provoca en el lector un estado de alarma que al mismo tiempo lo transporta a un mundo hipnótico tan reconocible como extraño… Trabajar con ella permite comprobar que para ella una coma puede suponer una noche sin dormir y un adjetivo o una frase, un profundo debate consigo misma. Por ello, el impacto que provoca su escritura es algo concienzudamente trabajado».
—La inspiración es tema que aflora en sus textos, ¿en qué se inspira?
Para mí las imágenes están siempre muy presentes. En general, ponen en marcha mi escritura. Pero con el tiempo me fui dando cuenta de que previo a la imagen hay algo todavía más importante, que pesa más, que tiene que ver con el hecho de que estandarizamos mucho los sentimientos, las emociones. Estaba triste, estaba desanimado… Es algo muy general cuando en realidad lo que sentimos es algo terriblemente específico. Por eso es incomunicable. Es demasiado específico. Me pregunto qué hacer con ese peso y empiezo a sospechar que lo que hace la ficción, o al menos la ficción que yo escribo, termina siendo una serie de comandos superespecíficos, uno detrás de otro durante veinte o más páginas que hacen que yo pueda poner ese sentimiento tan específico en alguien más; en un personaje. Me gusta aquella frase que afirma que un buen libro es un corazón que late en el pecho de otro. Por eso digo que la escritura funciona como una serie de comandos que el lector tiene que ir siguiendo para llegar a mi objetivo que es alcanzar la emoción final. Eso es lo que me hace y me inspira para escribir todo un texto. Nunca me siento a escribir hasta que no entiendo esa emoción final.
—Sus historias son muy perturbadoras presididas por conceptos y emociones intensas. Así el bien y mal, los miedos, la angustia…
Lo son. Pero si no fueran muy perturbadoras qué sentido tendría escribirlas. El mal conceptuado como lo extraño, como lo inesperado, como aquello no deseado. Esa fuerza puede llegar cargada de violencia. Y en la literatura la violencia entronca con el miedo y el terror. Cuando hablas o escribes de violencia se produce un choque de fuerzas entre lo que nos han dicho que somos, lo que consideramos que somos y quienes realmente somos. Diría que eso tiene mucho interés en relación con todo lo que estamos viviendo en la actualidad.
En cuanto a la angustia o la ansiedad, son elementos muy paralizantes. Te aceleran el corazón, pero en realidad te paralizan, te impiden moverte; no te dejan pensar. Y el miedo, que está conectado con la ansiedad, también paraliza. Pero cuando el miedo es más punzante, casi irresistible y te hace vibrar de dolor, puede provocar una reacción que te saca de la parálisis y te pone en movimiento. Gran parte del miedo contemporáneo está vertebrado por la anticipación de lo que podría pasar más que con lo que realmente está pasando. Tendemos a perdernos en la construcción del peor de los escenarios posibles. A menudo pensamos en lo peor que podría pasar y eso nos carga de miedos sobre cosas que en realidad no están ocurriendo. A eso le llamaría construir mala ficción. Hay algo para mí en el concepto de lo real que no acabo de entender. El que posiblemente es el más realista de los realistas norteamericanos, Raymond Carver, el escritor que fundó el realismo sucio, prácticamente siempre inicia sus cuentos cuando algo absolutamente extraño e inesperado pasa. ¿Entonces qué es el realismo? Además, hay algo en la literatura latinoamericana y sobre todo en la argentina, eso que conocemos como el género fantástico rioplatense, que versa en torno a lo extraordinario, aquello que acaso suceda, que es posible que ocurra, pero que no siempre es así.
—Siguiendo ese hilo, ¿cuál es el hilo conductor de los relatos de El buen mal?
Este último libro, estos seis relatos, me llevaron tres años, pero durante ese tiempo escribí muchos más cuentos. Pero un libro de cuentos no es una antología de cosas que voy escribiendo. Estos seis cuentos están juntos por una razón que apunta en un mismo sentido. Tienen una energía unificada hacia un mismo lugar. El relato que abre el libro, titulado Bienvenido a la comunidad, ordenó esa pregunta. Fue la unión de dos temas. Me venía preguntando por qué la muerte ocupa tanto espacio en la literatura. No importa en qué género te muevas, qué década o sobre qué cultura leas… La muerte está siempre ahí. Parece no haber otra cosa. La mayoría de las historias, de las ficciones, tienen la muerte como tema central, y sobre todo al final, como asunto que remata lo que se narra. Yo me pregunté si, al revés de lo usual, la muerte podía estar al principio sin vulnerar el límite de los fantástico.
También me pregunté si estamos comandados por fuerzas invisibles de las que a veces nos olvidamos. Nuestros miedos, las traiciones de las que venimos, los asuntos familiares… Todavía creemos que nuestras verdades son el mundo. No entendemos que una cosa es el mundo y otra son nuestras verdades. Todas estas fuerzas invisibles nos empujan, nos condicionan, nos hacen creer qué es lo que somos, cuando no es exactamente así. Me preguntaba cuáles son otras fuerzas que de pronto un día colapsan esas fuerzas invisibles. Las ponen en jaque. Ese momento, que a veces sólo se produce una vez en la vida, en el que de pronto rompes todas las tensiones. ¿Esas otras fuerzas son las buenas o las malas? El corazón de los seis cuentos está atado a esas preguntas. Por eso hay muchos vasos comunicantes entre esas seis historias. De hecho, hubo un momento en el que estaba trabajando con las seis a la vez y creo que eso se nota en la atmósfera del libro.
—¿Se siente fundamentalmente una escritora de relatos?
No pienso en la extensión cuando escribo. Para mí que una historia tenga veinte o doscientas cincuenta páginas no es más que un aspecto de lo que había que contar. Tengo claro cuando escribo cada texto el lugar adonde voy, también algunas imágenes que tienen que ver con la cosa física del texto, dónde pasa, cómo pasa, con quién pasa, pero lo más fascinante en la ficción es verlo pasar. Quiero ver cómo colapsa cada cosa con la otra y cómo evoluciona frente a mí misma y frente al lector. Es ahí donde a mí me gusta perder el control y por eso no puedo decir si este problema va a luchar contigo misma veinte páginas o muchas más. En el momento en que ese problema se soluciona el texto está terminado. No voy a forzarlo para terminar antes o después.
Pero contestando a la pregunta me gusta decir que soy una escritora de cuentos a la que, de vez en cuando, le sale torcido un texto y necesita doscientas páginas más para narrarlo y termina escribiendo una novela. Por otra parte, siento que cuento y novela tienen distinta intensidad. Hay algo en el formato que tiene que ver con la intensidad y la tensión y cuando escribo novela percibo, por así decirlo, una intensidad menor. Puede que por eso mis novelas no tienen una gran extensión.
—Es decir, ¿escribir textos cortos no es por pereza del escritor?
No, qué va, no es por pereza. Escribir corto lo veo como un problema para el escritor. En cierto modo encontré la respuesta a eso con el cine. Amo el cine y como espectadora de las películas en las plataformas sí tengo que elegir entre ver una serie muy buena o una película muy buena siempre me quedo con la peli. Salvo si estoy terriblemente cansada y no puedo ni pensar, entonces veo una serie porque en el capítulo cuatro de la temporada tres ya sé donde estoy situada, quién es el bueno, cuáles son los límites del género, qué puede y qué no puede pasar. Es muy cómodo porque lo sé todo o casi todo. El problema con el cuento, tanto para el que lo escribe como para el que lo lee es que es muy exigente en el sentido de que cada vez hay que volver a empezar todo. Le envidio a los escritores de novela su tiempo de escritura porque a mí me hace feliz escribir y pienso que si inviertes dos años en escribir una novela al levantarte y continuar ya sabes quién es el malo, quién el bueno… el cuentista eso no lo sabe nunca porque está tres meses pensando en lo que va a escribir, lo escribe en una semana y después lo está trabajando otros cuatro meses. Al menos así trabajo yo, de forma que la distancia de escritura es muy breve. Eso que tanto disfruto se me va de las manos.
—En su prosa también hay mucho de filosofía, ¿Le interesa especialmente? ¿Cree en el determinismo; en el destino?
Me encanta la pregunta porque me interrogo sobre eso todo el tiempo. Ojalá lo que yo esté generando no sea tanto andar filosofando mientras escribo sino dándole espacio al otro para que se haga determinadas preguntas. Considero leer y escribir como un ensayo emocional y físico. Lograr que el lector se pregunte: ¿cuánto me podría doler esto?, ¿sobreviviría a algo así?, ¿qué decisiones tomaría?, ¿me mataría eso que está viviendo el protagonista? Que quien lo lea pueda meter el cuerpo y la cabeza en lo que tiene delante.
—Como narradora «distinta», algo en lo que coinciden quienes acceden a su literatura, ¿dónde cree que radica la raíz de esa rareza?
Vengo de una familia y de una tradición que entronca con el cuento extraño. Mis maestros, los autores argentinos rioplatenses que leí cuando ellos tenían la edad de mis padres y de mis abuelos son grandes cuentistas y grandes narradores de lo extraño. También hay una cuestión personal, porque siempre me sentí un poco bicho raro tratando de entender qué les pasaba a los otros que estaban tan obsesionados con la gran ficción de todas las ficciones que es la idea de la normalidad. Porque si hay una ficción sobre todas las demás es ese espacio. No hay nada más inexistente que la realidad, que la normalidad. Lo necesitamos porque al estandarizarlo todo, al automatizarlo, la vida se nos hace más fácil. Si tuviéramos que pensarlo todo mil veces, si todo fuera único, en solo un día caeríamos en la desesperación. Literalmente estás tú, que eres único, auténtico, absolutamente subjetivo y original, y después está el otro que es todo lo contrario. En el medio de los dos hay un punto que nos inventamos y eso es la normalidad. Por eso esa cita de Silvina Ocampo que abre el libro: «Lo raro siempre es más cierto». Lo raro somos nosotros y, por supuesto, a nivel literario es lo más cierto, en el sentido de que es lo que de verdad sucede y conecta. Si quieres tocar al lector lo que necesitas es generar un personaje único, auténtico, vulnerable, extraño… Alguien que tiene agujeritos y espinas por todos lados. En el momento en el que quieres escribir desde lo normal no sucede nada interesante.
—Su escritura está salpicada de términos argentinos, bonaerenses, ¿le preocupa que puedan perderse en esa forma de lenguaje el resto de lectores?
Esa es una cuestión que me planteo con frecuencia. Hace doce años que vivo en Berlín pero allí llevo una vida bastante porteña. La realidad es que vivo en una especie de dos burbujas, una que habla en inglés y otra en español. Un español de todos lados, porque mis mejores amigos son guatemaltecos, colombianos, mexicanos, venezolanos, españoles… eso transforma continuamente mi porteño, que ahora no sólo es raro para los españoles, sino también para mí. Hay palabras que no son mías y que una vez que las entiendes te las apropias porque es bueno apropiarse de algo que puede nombrar aquello que no sabías nombrar antes. La lengua que es mi herramienta de escritura cambia. En el momento en que pongo las manos sobre el teclado lo primero que me sucede es que estoy en Argentina. Ese es mi mundo. Soy una autora argentina aunque no viva allí.
Por otra parte, como yo siempre estoy pensando en el lector, en qué le pasa a ese otro que se mete en mi texto, no me gustaría hacer ningún gesto distractivo. Por eso a veces me pregunto si no estoy distrayendo al colocar esa palabra en un determinado sitio. Hay dos opciones ante una palabra que no se conoce, que no se entiende: o el lector se levanta y va al diccionario o se sitúa en una lengua que no es la suya. Por eso es difícil llegar a una conclusión definitiva. Para mí el lenguaje es algo incómodo. Por un lado es lo que somos. Podemos trasmitir un idea o una emoción porque tenemos un lenguaje común, y a la vez decir lo que realmente estás pensando es casi imposible. Quizás la única manera es esta herramienta increíble de la ficción, en la que puedes ordenar al otro en sus movimientos durante tanto tiempo y con tanta precisión que al final puedes concretar. Clarice Lispector decía: «La palabra es mi dominio sobre el mundo», algo con lo que me siento absolutamente identificada. La palabra y la escritura permiten suspender el tiempo. Darle tiempo al pensamiento. Condensar el pensamiento del escritor y dárselo como un regalo al lector.
[Y al preguntarle cómo ve la situación actual de su país, Schweblin se detiene, piensa, tarda en comentar que responder a eso es muy difícil: «No pocos lectores me han dicho que el cuento que cierra El buen mal, titulado El Superior hace una visita es sobre Milei. En ningún momento esa idea estuvo en mi cabeza, aunque ellos insisten y la verdad es que el relato presenta un hogar donde todo está ordenado y de pronto algo irrumpe de forma violenta. Una violencia que comienza en tono amable para después estallar y cambiarlo todo radicalmente. El propio presidente dice con sus propias palabras y toda tranquilidad que estamos en una batalla cultural. No sé si contra la cultura, sino ante otro tipo de cultura. Es muy fuerte lo que estamos viviendo. No soy capaz de decir algo al respecto con claridad aunque ir contra la cultura en un país en el que la cultura ha sido siempre un lugar de resguardo y de brutal resistencia no es nada inteligente, pero ya hemos pasado antes muchas veces por estos ciclos y nos volvemos a poner de pie».]
—¿Se siente parte implicada en la reivindicación de la mujer como escritora?
La literatura es ponerse en los zapatos del otro y escribir lo que todavía no te pasó. Yo escribí sobre la maternidad y no soy madre. Hay quien me lo plantea como si no fuera mi derecho. En ese sentido, hay hombres que escribieron sobre personajes femeninos con todo su derecho. Lo que hace genuino el movimiento que hace que la mujer ocupe cada vez más espacio en la literatura es que de ninguna manera sentí que fuera artificial el empuje hacia ese lugar. Creo que es natural esa recuperación de las escritoras que hasta no hace mucho estaban en una especie de sótano. Dicho esto, también añadiría que no estoy muy de acuerdo con eso que se escucha respecto a que lo mejor que se está escribiendo ahora es obra de mujeres. Las mujeres hasta hace poco representaban una minoría en el mundo literario y cualquier minoría que irrumpe en un ámbito trae novedad, cosas de las que no se había hablado antes, trae nuevos puntos de vista y eso se lee con frescura y emoción, con unas ganas y una necesidad que hace que el foco se ponga en ese lugar. Pero eso no implica necesariamente que se escriba mejor. Hay de todo.
—¿Está de acuerdo con quienes afirman que el peso del boom latinoamericano ha sido paralizante para las generaciones de escritores posteriores?
Parece que sí. Pero la generación siguiente al boom no es la mía, sino la de mis padres. Los de aquel movimiento fueron nuestros abuelos y con los abuelos se tiene otra relación llena de regalos, atenciones, comprensión. No se pelean contigo. Les vas a decir toda la verdad y ellos también te la van a decir. Esa especie de parálisis la escuché en los escritores que podían haber sido mis padres, pero a los de mi generación no creo que nos pase, más bien al contrario. Nunca he sentido la necesidad de contradecirlos. Me enamoré de la literatura leyendo a García Márquez, a Bioy Casares, cuyos libros encontraba en la biblioteca próxima a mi casa o en el supermercado al que iba con mi madre.
Amable y audaz, también directa y, como su escritura, inquieta, confiesa tener sobre la mesa varios proyectos a la vez: «Siempre me pasa eso. Ahora estoy trabajando en una novela y sigo escribiendo cuentos. Como escritora soy incapaz de centrarme en una sola cosa. En una sola obra. Así voy».
Samanta Schweblin debutó en 2002 con El núcleo del disturbio. Sus dos primeros libros de relatos, antologados en Pájaros en la boca y otros cuentos, obtuvieron los premios Fondo Nacional de las Artes y Casa de las Américas. Su primera novela, Distancia de rescate (2014), fue nominada al Premio Booker Internacional y obtuvo los premios Shirley Jackson y Tournament of Books como mejor libro publicado ese año en Estados Unidos y llevada al cine por Claudia Llosa.
En 2018 publicó su segunda novela, Kentukis, nominada también al Booker. Siete casas vacías (2015), su siguiente volumen de cuentos, obtuvo los premios Narrativa Breve Rivera del Duero y el National Book Award. También ha logrado los premios Haroldo Conti, Juan Rulfo y O’Henry y, por el conjunto de su carrera, el Konex de Argentina y el Iberoamericano José Donoso. Sus relatos han sido publicados en las revistas The New Yorker, Harper’s Magazine, Granta, McSweeney’s y The Paris Review.