La de Millanes fue una de esas familias colonas que, a cambio de vivienda, tierras y algunos animales, cultivaron los campos, aportaron una parte al Estado y trataron también de obtener la propiedad de dichas tierras. A través de un largo monólogo el narrador cuenta a su pareja, con la que vive en Madrid, algo que le obsesiona desde que visitara, con un grupo de okupas y amigos nuevos, El Álamo, un pueblo de colonización que las autoridades franquistas crearon para resucitar el campo tras la guerra. Allí se le ‘aparecerá’ su bisabuelo, ese mismo que un día del verano de 1936 se esfumó sin dejar rastro, del que nadie parece querer nunca hablar y cuya verdadera andanza el lector descubrirá al final. Y esa ‘aparición’ la hará el bisabuelo en forma de zarza ardiente para darle un mensaje: «Trae hasta aquí a las hijas de mi hija». Hijas que son las tres tías del narrador y a las que debe convencer de que no está loco y que la misión es necesaria para completar la narrativa familiar.

Millanes lo ha vuelto a hacer y a la segunda era más difícil: sorprendió con su primera novela Tan jóvenes y la pena («recopilación de todo el ideario estético y político que tenía en ese momento») y resulta de nuevo pasmosa su capacidad para entregar otra obra que es a la vez arriesgada y accesible y que, en este caso, nace de su deseo de indagar en cuestiones tanto familiares como históricas. «Me interesaba mucho hablar de la propiedad. Empecé estudiando las ocupaciones del 36 de manera paralela a que iniciaba un proceso de investigación sobre la historia de mi bisabuelo, que fue un represaliado de la guerra. De alguna manera, estas dos investigaciones se fueron cruzando en el relato».

En literatura como prácticamente en cualquier arte cuesta mucho encontrar un tema virgen o poco frecuentado. En cierto modo lo ha conseguido, ¿no?

Es una de las pocas novelas que abordan el fenómeno de los pueblos de colonización. En general, la literatura se ha centrado más en la idea de los pueblos que desaparecieron bajo los pantanos con la construcción de los embalses, lo que ha generado una idea más melancólica debido a lo que se perdió. No hay, por contra, tanta narrativa que se centre en qué sucede con estos pueblos de nueva creación; qué pasa con estas nuevas colectividades que se forman al poner a vivir juntas, sin tener una cultura común previa, a familias de diferentes lugares. Tampoco hay nada que ponga todo esto en diálogo con lo que supuso antes la guerra, con esta idea de que los pueblos de colonización fueron un plan que se ideó durante la dictadura franquista para dar respuesta a unos problemas que venían del conflicto del 36.

¿Siempre tuvo claro que acabaría hablando de los pueblos de colonización?

Es una idea que siempre he tenido presente por motivos obvios. Me gusta decir que somos hijas de los planes de regadío, porque de ahí surgimos. Al final, nuestras casas y nuestra historia familiar brotaron de allí. Siempre tuve en mente los pueblos de colonización, no solo como un fenómeno cultural, sino incluso estético. He pensado con frecuencia en ello. Cuando empecé a trabajar en las ocupaciones del 36, me di cuenta de que la historia familiar estaba conectada de alguna manera con los sucesos de la guerra.

¿Se puede hablar de cierto paralelismo entre la ocupación como emancipación social de 1936 en Extremadura y la okupación como movimiento actual que, marcado por el desempleo, busca retornar a esas zonas deshabitadas?

Es diferente la ocupación de 1936 y la okupación con k que se da en 2024, porque al final hay un planteamiento ideológico. Dicho esto, es interesante saber que antes de la guerra hubo unos planteamientos sociales que a día de hoy se han perdido, que no cabían en la dictadura y que tampoco se recuperaron en democracia. Había entonces un engranaje y un tejido social y sindical muy fuertes. Es posible que sean un faro no tanto para seguir ideas políticas pero sí para tratar de desarrollar nuevas propuestas que sean válidas para la actualidad.

En su familia hay figuras masculinas pero al llevarla al papel ha decidido dar más protagonismo a la femeninas. ¿Por qué?

Me doy cuenta de que en ésta y en la novela anterior hay efectivamente una ausencia de hombres en la estructura familiar. No es tanto porque no los haya en mi familia, sino porque creo en esta idea de la memoria familiar y la gestión de la familia a través de los cuidados que, fundamentalmente, se han dado en el terreno de las mujeres; además es con ellas con las que he compartido más tiempo. La figura masculina queda diluida, no tanto porque exista un matriarcado como porque la estructura de la familia termina estando configurada por aquellas mujeres que son las que siguen manteniendo el contacto entre sí.

La propiedad y su impacto en el entorno familiar es el tema principal de Paisaje nacional.

He escrito una historia que reflexiona sobre la familia y especialmente sobre la cuestión de la propiedad. Este tema ha estado presente desde el principio en cómo he ido planteando las diferentes tramas, desde la relación del narrador con su pareja María hasta los conflictos entre las tres hermanas entre sí y los otros dos hermanos; también cómo convive este grupo de teatreros con los que parte la novela y cómo se van desarrollando sus intentos por encontrar un lugar donde vivir todas juntas. La propiedad es el tema que ha estado marcándolo todo.

Millanes Rivas. Foto: Ángela Donoso.

Sentencia el narrador que el dinero siempre es “un cáncer silencioso en la familia”. ¿Es la propiedad o el dinero el principal factor de riesgo para que un día se vayan al traste incluso las familias más sólidas o mejor avenidas?

El dinero y el patrimonio terminan comprometiendo el amor que está gestado en estas relaciones familiares. Me interesaba explorar esto a través de la relación entre tía y sobrino. Cuando el valor que tenemos en la sociedad, y aquí incluyo la familia como una sociedad pequeña, está estipulado por la posesión y por lo que se tiene, entonces es normal que el dinero acabe teniendo ese papel tan determinante. Lo que pasa en esta familia es que quien va a tener acceso a la herencia material es quien se queda con el relato familiar.

La novela es también una reflexión sobre el pasado desde la perspectiva de alguien nacido en 1994. ¿Es bueno que las nuevas generaciones de escritores aporten una mirada propia, ofreciendo su visión de eventos históricos que pueden parecer ya demasiado lejanos en el tiempo como hicieron antes otros novelistas que tampoco vivieron aquella época?

Hay cosas que por muy lejanas que nos parezcan tienen una vigencia total. Cuando Javier Cercas escribió Soldados de Salamina lo había titulado así porque quería trasladar la idea de que para su generación la guerra era una cosa tan antigua como la batalla de Salamina. Mi generación no percibe la Guerra Civil como algo tan distante; al contrario, se entiende como algo que está afectando muy directamente al momento que vivimos, que es un momento de crisis identitaria, crisis cultural, crisis política… con la idea de que todo mana desde allí. De hecho, no creo que la guerra sea un tema resuelto, lo veo más bien como un proceso traumático que de alguna manera estamos heredando. Y me interesa cómo esta generación de bisnietas se interesa por aquella etapa con un lenguaje y una distancia nuevas, con planteamientos distintos a los ya conocidos.

Cuando en el libro se habla de la guerra se hace para recordar que sirvió -y le cito- “para matar a los trabajadores que ocuparon o apoyaron las ocupaciones, y para restaurar el orden anterior a la propiedad”. Recuerda esto a aquel final que le puso Fernando Fernán Gómez a su obra de teatro Las bicicletas son para el verano, cuando el padre protagonista le dice a su hijo que con la conclusión de la guerra no llega la paz, sino la victoria. ¿Tenía la intención de que este mensaje quedara claro en la novela?

Personalmente, me aburre mucho perpetuar esta idea de la Guerra Civil Española como una lucha fratricida, cainita, con las dos Españas matándose todo el rato. Coincido con las ideas del activista inglés del siglo XVII Gerrard Winstanley, mencionado en la novela, que afirmaba que igual que las leyes sirven para defender la propiedad las guerras sirven para poder decidir a quién pertenece la tierra. De alguna manera y de forma más o menos consciente, eso es lo que acabó sucediendo: tras la guerra llegó un nuevo estatus que marcó las siguientes décadas. Hablo de la guerra civil como un fenómeno de expolio más que como un hecho triste.

Hablando de ese carácter cainita que acaba de mencionar, en la novela hay un ejemplo de lo contrario: una historia de amor entre la hija de un asesino y el hijo de un asesinado. Aun así, ¿no cree que el horror de la guerra es aún más terrible en los pueblos, en lugares más pequeños, allí donde las rencillas personales y las envidias estallan más fácilmente que en la ciudad?

En las comunidades pequeñas se pueden sanar más fácilmente esos conflictos pero también es cierto que se puede perpetuar el silencio con mayor eficacia, que es lo que ocurre con el bisabuelo de la novela. Ese no saber qué pasó realmente con él durante tanto tiempo más allá de un par anécdotas que van pasando de generación en generación sin que nadie se pregunte nada.

En la novela hay una alusión, no expresa, a El ángel exterminador de Luis Buñuel y una cita a El grito de Antonioni. Hay pasajes y frases que recuerdan El extraño viaje de Fernán Gómez o Surcos de Nieves Conde. ¿Qué peso tiene el cine en su formación?

Estudié Comunicación Audiovisual porque el cine era, junto con la escritura, una de mis pasiones. El formato cinematográfico siempre me ha interesado mucho. Aunque no me dedico profesionalmente a ello, sigo recurriendo al cine a la hora de buscar y elaborar atmósferas específicas en mi trabajo. Películas como El ángel exterminador o El grito de Antonioni sirven como ejemplos y herramientas que pueden enriquecer la experiencia del lector.

Hay en cambio menos presencia de la música en Paisaje nacional. Hablaba de la copla en su anterior novela y además es integrante de una banda de queer punk, Campamento Chippewa. ¿Acaba escribiendo una novela más musical?

En este caso puedo contestar que rotundamente sí. Es algo que me interesa además como recurso que está puesto ahí porque el autor es consciente de que el lector de 2024 tiene a mano la posibilidad de escuchar de inmediato lo que ‘suena’ en el libro. Con un móvil cerca, tenemos la opción de completar la experiencia buscando y reproduciendo la canción citada. La música es un recurso que está en el cine y en el teatro porque es muy efectivo y hoy en día podemos incorporarlo más fácilmente a la literatura.

¿Qué autores de su generación le interesan?

Citaría a poetas como Aníbal Martín, Laura Casielles o María Sánchez, que además me interesan por los lugares desde los que están escribiendo. También desearía mencionar el trabajo de Brigitte Vasallo por los temas que aborda. Me gusta los asuntos que toca y cómo lo hace el novelista Munir Hachemi, autor de Cosas vivas y El árbol viene. O a Cristina Morales que tiene novelas muy distintas, pero todas con una impronta muy suya, con un lenguaje particular que lo vertebra todo.


Paisaje nacional. Millanes Rivas. Editorial Alianza. 240 páginas. 17,57 euros