En su libro sobre Madrid, en el capítulo dedicado al museo, Andrés Trapiello celebra los textos de Gaya sobre el Prado, que acaba de recopilar la editorial Pre-Textos con el título de Roca Española, y coincide con él cuando sostiene que en el fondo “la españolidad, lo que esto pueda significar, está más y mejor expresada en ese museo, en todo cuanto allí se custodia, que en sus ministerios, palacios y bolsas, y que sus tesoros espirituales son más valiosos que los sepultados en las cajas fuertes del Banco de España”. Azaña lo dijo más corto: “el Prado es más importante que la Monarquía y la República juntas”.

Un año después de celebrar los doscientos de su fundación, el Prado sigue y seguirá siendo fuente de inspiración para multitud de autores. Uno de los últimos en enseñarnos a ver con ojos nuevos las obras de la colección permanente ha sido Eduardo Barba Gómez, que en El jardín del Prado nos ayuda a corregir un déficit muy común descrito en Estados Unidos en los noventa y conocido como plant blindness o cómo somos capaces de no prestarle la más mínima atención a la botánica aunque nos suelten en mitad de un bosque. No digamos ya delante de un cuadro. Da igual que éste sea nada menos que el Tríptico del Jardín de las Delicias de El Bosco, que incluye entre sus plantas –aparte de la aguileña o el drago– una enteramente comestible con presuntos poderes antidepresivos: la flor de la borraja. Este profesor de jardinería se empeña y consigue que no volvamos a pasar por alto la higuera de La Anunciación de Fra Ángelico, las flores de la milenrama a los pies de San Juan Evangelista en El Descendimiento de Rogier Van Der Weyden o los geranios que pintó Mariano Fortuny en el cuadro Los hijos del pintor en el salón japonés.

Cuesta creer que hace tres años a Ximena Maier se le pasara recopilar en su Cuaderno del Prado la variedad de plantas que crecen en los mejores lienzos, teniendo en cuenta que reunió y dibujó colecciones de cabezas cortadas, pájaros, platos de comida, libros, tocados y peinados, coronas y diademas o zapatos, sobre todo masculinos porque hasta el XVIII debía de ser un tabú pintar el calzado femenino.

La de Maier es la visión en dibujos, notas y apuntes de una ilustradora que ama el museo y lo demuestra con creces, descaro y mucho humor; también con consejos –la mejor manera de ver Goya, cómo aprovechar bien dos horas–, con listas sobre los cuadros con los hombres más guapos (“el pelirrojo del fusilamiento de Torrijos, el Adán de Durero…”) y con una enamorada excursión a la trastienda del edificio, allí donde se restauran no solo pinturas sino también papeles, marcos y esculturas. “Si te topas con un Tiziano o un Rubens en caballetes a ras de suelo, sin marco, sobre un fondo en que se ven botes de barniz y un microondas, cuando vuelves a encontrártelos en la sala te parecen de tu familia”.

Entre los libros sobre el Prado probable y lógicamente las guías sean el subgénero más común. Como la de Maier, la del escritor y pintor Eduardo Arroyo, titulada Al pie del cañón, va también sobrada de personalidad, dialoga con las Tres horas en el Museo del Prado de Eugenio d’Ors y defiende la idea de que el Prado ni es un museo ni es una galería de pintura, sino una casa que pertenece a los pintores, que no se ha hecho con el esfuerzo de sociedades pudientes sino que es obra de artistas. “La hicieron para nuestro deleite y nuestro tormento. Es la casa de los pintores”.

Lo cierto es que algunos de los protagonistas de Diez artistas y el Museo del Prado, obra primorosamente editada por La Fábrica y publicada hace unos meses, confiesan efectivamente sentirse allí tan a gusto como en el salón de su hogar. María de la Peña conversó con el fotógrafo Alberto García-Alix, las escultoras Cristina Iglesias y Blanca Muñoz, y los pintores Miquel Barceló, Rafael Canogar, Carmen Laffón, Eduardo Arroyo, Antonio López, Soledad Servilla y Juan Uslé para contarnos la relación de todos ellos con el Prado, el primer recuerdo, las manías y rituales al adentrarse en sus salas, las pinturas que echan de menos y de más cuando lo recorren, las anécdotas, las epifanías, las obsesiones y las obras predilectas. Emerge entre sus páginas la demostración de hasta qué punto el arte del pasado sigue inspirando y reconfortando a los artistas del presente. O como dice Barceló, “la pintura alimenta a la pintura”.

En muchos de los libros citados hasta aquí se repite el poder de fascinación que Velázquez en general y Las meninas en particular siguen ejerciendo en sucesivas generaciones de creadores. Uno de los grandes cómics recientes, prácticamente un clásico instantáneo de la novela gráfica de este siglo, escrito por Santiago García y dibujado por Javier Olivares, tiene como protagonista a este cuadro milagroso y enigmático, fetiche absoluto del Prado.

Y es que no hay género que no acabe por rendir tributo a nuestro Museo más visitado: del relato (Un novelista en el Museo del Prado, de Manuel Mujica Lainez) al verso (Nueva guía del Museo del Prado, de José Ovejero) pasando por la historia (La familia del Prado, de Juan Eslava Galán), el teatro (Noche de guerra en el Museo del Prado, de Rafael Alberti) la denuncia (Las invisibles. ¿Por qué el Museo del Prado ignora a las mujeres?, de Peio H. Riaño) e incluso el diagnóstico médico (La medicina en el Museo del Prado, publicado en el año 1933 por el doctor José María Bausa). Así que, contradiciendo al gran Ramón Gaya, un tesoro sí pero a la vista de todos y felizmente inagotable.


Roca Española

(El Prado de Ramón Gaya)

Edición de Rafael Fuster

Editorial Pre-Textos

128 páginas

17 euros

El jardín del Prado

Eduardo Barba Gómez

Editorial Espasa

240 páginas

21,90 euros

Diez artistas y el Museo del Prado

María de la Peña

Editorial La Fábrica

232 páginas

31 euros

Madrid

Andrés Trapiello

Editorial Destino

560 páginas

24,90 euros