Ilustrado por las imágenes en blanco y negro —limpias, luminosas— de Rodrigo Valero, este Vidario comienza un 11 de marzo de 2020 con el sonido de un motor. El del coche que transportaba al autor y a su familia huyendo de Madrid para poner rumbo a Mojácar. «Comenzaba a sentirse el estremecimiento general de la primavera, aunque esta vez lo hacía de una manera distinta: el virus pestífero había invadido ya de forma sigilosa medio planeta y presentado sus aviesas credenciales en España, con más de 2.000 contagios registrados».
Encabezado con una cita cervantina —»De todos los sucesos sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria, ni aun se me irá en tanto que tuviere vida»—, el libro «quiere ser un reconocimiento a las personas con las que compartí silencios e inquietudes, horas calmas y momentos inciertos durante el año de la peste. Todas ellas me ayudaron, siendo conscientes o no de ello, a sobrellevar la encerrona y convertirla en una travesía menos inútil, en una experiencia lo más provechosa posible».
Más que oportuna dedicatoria para quien pone las cartas boca arriba desde el primer envite pues «conviene aclarar que nosotros no llegábamos a la llamada Axarquía almeriense como turistas, ni tampoco como forasteros que, de cuando en cuando, viajan a su segunda residencia, y mucho menos nos sentíamos extranjeros en una tierra que a lo largo del último medio siglo ha ido conquistando a gentes de otros lugares. Nosotros pertenecemos a este territorio desde el principio de nuestro existir y cada una de nuestras biografías es un puente colgante entre Madrid y la llamada Tierra de Mojácar, que es nuestro paisaje afectivo, la medida de nuestras huidas y de nuestros regresos, la referencia de todas nuestras distancias y querencias».
Salir pitando
«Durante todo el trayecto tuvimos la sensación de estar cruzando sobre un puente suspendido en el vacío de lo desconocido y sospechábamos que su estructura no era lo suficientemente sólida, porque estaba hecha a base de materiales mucho más precarios de lo que pensábamos. Sin embargo, como no queríamos abandonarnos al polvo de la desesperanza, nos ilusionábamos con la idea de que, cuando consiguiéramos cruzarlo, probablemente nos encontraríamos ante un mundo distinto… En esta ocasión, la vuelta a la tierra de la infancia tenía más que ver con el ‘salir pitando’ de toda la vida. Pronto nos dimos cuenta de que, ahora, estábamos todos en el mismo bote, en la misma arca de Noé, y se estaba haciendo noche cerrada en la Tierra. El problema estaba dejando de ser únicamente sanitario para convertirse en un problema social y político, y su solución requería la solidaridad y la cooperación de todos, en todo el mundo».
Como recuerda el autor, que divide su libro en cuatro capítulos que responden a las estaciones del año, «desde la misma noche del día 14 de marzo se quebró el pálpito de los días, pero dos semanas después, con el endurecimiento de las medidas restrictivas, el país entero quedó definitivamente paralizado. Todo el mundo debía permanecer confinado en casa, menos los sanitarios, los militares, los miembros de las fuerzas armadas y aquellos empleados de servicios declarados ‘esenciales’ por el Ejecutivo. El virus rompió las costumbres y el ritmo circadiano de las personas, al tiempo que rebajó el pulso hipertenso de una naturaleza sometida al estrés humano. El silencio se había vuelto atroz y hasta la más elemental de las partículas elementales parecía haber enmudecido. Algo así debió de ser el rumor del mundo antes de su creación, el vacío llenando la nada de ladridos silenciosos».
Con una sinceridad descarnada, Pepe de Piedad desnuda sus gestos de defensa —»serie de fenómenos extraños en mis afueras, y también en mis adentros«— con los que mitigar la nueva y terrible realidad, ya fuera el abrazo al alba con un algarrobo, la cita con un camaleón verde que se aquietaba puntual entre las ramas de un dondiego, la visita de un gorrión, al que yo le iba susurrando la leyenda del tiempo»… o, al crepúsculo, el batir de palmas de agradecimiento a quienes se estaban materialmente dejando la piel, «lo que permitía transformar el calvario de cada día en un domingo de resurrección».
En pleno caos sucederá la lucha contra los jabalíes que cercaban la casa del escritor, los paseos reales por el entorno de la Alquiria y los imaginarios pues «ante una errancia tan limitada, traté de alimentar las fantasías del peregrino que todos llevamos dentro con las experiencias vividas por otros viajeros fantásticos que supieron descubrir otros lugares lejanos sin salir de un salón, de un dormitorio, de una celda… Quien primero me vino a la cabeza fue el poeta Marcos Ana y me alentaba saber que, tras abrirse la puerta de la prisión que lo tuvo recluido desde los 18 hasta los 41 años (‘decidme cómo es un árbol…, cómo es un beso de mujer’), contaba que al dejar la cárcel se convirtió en un ciudadano de la Vía Láctea y desde entonces no había parado de viajar».
Entre tanto, las noticias, oídas sin querer ser escuchadas, boqueaban a diario el recuento de víctimas que iba dejando a su paso el espectro de la guadaña, «pero nos resistíamos a la matraca de las estadísticas, porque en una situación así no hay manera de sumar individuos: uno más uno somos todos. Cuando el hambre de los cementerios de las grandes ciudades había sido saciada de manera pantagruélica, las campanas de la iglesia-fortaleza de Santa María balbucearon el tañido del primer muerto en Mojácar y, al oírlas, resonaron en mi cabeza los versos de John Donne: Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,/ porque me encuentro unido a toda la humanidad;/ por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas;/ doblan por ti».
A mediados de junio, cuando oficialmente se puso fin a los tres meses de Estado de Alarma, «tras dejar atrás los días del encierro y recuperar las fuerzas mermadas, fuimos tomando consciencia del valor que supone realizar a voluntad cosas tan sencillas como poder entrar o salir de nuestras casas, caminar por las calles, ir al monte o a la playa, dar una vuelta por el campo… Nunca como ahora se hacían tan presentes las palabras de don Quijote: La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos. Con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad se puede aventurar la vida«.
Se adentra el autor en una contenida nostalgia a través del capítulo que titula Verano por el que desfilan miembros de su familia y amigos pues, «aunque cada vez parezcan estar más al norte de este otoño que ahora somos, la infancia fue anteayer, la adolescencia anoche y la juventud, hace nada. Curiosamente, con el paso del tiempo, se me hace más corto el viaje de regreso a aquellas tardes infantiles pasadas levantando castillos de arena que sorprendentemente no se habían desmoronado a la mañana siguiente, y, ni qué decir tiene, el periplo a aquellos días en los estertores de la dictadura cuando creíamos estar hechos para la noche interminable y ser capaces de prohibir lo prohibido. Cuando entonces, nos movíamos a pie, en bicicleta, en alguna motocicleta prestada o en autostop, y, antes de que las utilizáramos para estudiar, descubrimos que las dexedrinas servían para llegar hasta la hondura de la noche en busca de más vida».
Segunda ola
Como tan lamentablemente como recordase pueda, el 25 de octubre de 2020 se decretó el segundo Estado de Alarma, con la intención de prolongarlo durante más de seis meses, una cuarentena excepcional en la que se pedía a la población un «intenso ejercicio de resistencia y disciplina» hasta alcanzar el objetivo de aplanar la curva de contagios.
Hasta esa fecha se habían acumulado en España más de un millón de contagios, mostrando una de las más elevadas incidencias del planeta. El nuevo tsunami inundaba todas las comunidades; incluso, en algunas de ellas, se registraban más excesos de muerte, más ingresos hospitalarios y más fallecimientos que en la primera ola. Aunque se había ido acumulando cada vez más conocimiento, todavía algunas decisiones tenían un carácter experimental y la negra sombra que creíamos huida había vuelto a los pies del cabecero para burlarse de nuestro deseo.
«Conforme se fueron despeñando por el calendario los días cada vez más fatigados del otoño con su deshojar de ramas, fui reorganizando mis sentimientos y emociones, procurando fortalecerme en la lucha que mantengo contra el miedo, de la que nadie es testigo, y acertar con la mejor manera de hacer convivir en uno mismo la extraña realidad impuesta por la COVID-19 con la pura imaginación, que es la suma irrealidad, sin echarle la culpa a nadie de lo que nos está sucediendo a todos».
Entre recuerdos, vida y muerte, cruza también el invierno meditado y vivido por José González Núñez: «Al finalizar el invierno, en España las muertes contabilizadas ascendían a más de 50.000, se estimaba en una media de once o más los años de vida perdidos por persona fallecida y el número de contagios superaba los dos millones… Mientras se producía la vacunación masiva de la población, continuaba la farsa política y sus principales actores seguían sin abandonar la escena del garrotazo goyesco, a la espera de un libreto con el que representar una nueva ficción de normalidad».
Con Estación término concluye el relato con una irrefutable declaración de principios: «El vidario, como la pandemia, llega a su fin, pero antes quiero dejar constancia de la ayuda inestimable que los libros han supuesto en la travesía de esta ciénaga que se nos avecinó un día malaventurado de marzo del pasado año. Cuando la realidad se quiebra, la literatura es uno de los puntales más sólidos que permiten mantener en pie nuestro propio edificio personal».
Así es. Así tenía que ser. Lector de gusto y calado, deambulan por el libro de Pepe de Piedad a lo largo del año de la peste citas y andanzas de un generoso puñado de referentes que contribuyen a que estemos ante un libro del que reflexionar y aprender. Ahí quedan las huellas de Poe, Yourcenar, Hesíodo, Lao Tsé, Proust, Pessoa, Onetti, Vargas Llosa, Muñoz Rojas, Primo Levi, Epicuro, Szymborska, Machado…
Vidario del año de la peste, libro-refugio de soledad y soledades, «en el que he tratado de no hacer trampas a la memoria, pero también he procurado que el recuerdo de este tiempo no sea un fardo excesivamente pesado para el que está por venir. Pese a todo, creo con fuerza y con todos los quizás que sea menester en el espíritu indomable del ser humano, que no se da por vencido ante la adversidad».
Que así sea, José González Núñez. Pepe de Piedad. Pepe.















