En 1975 las librerías de este país hicieron hueco a dos libros esenciales de nuestro canon, a dos joyas tan distintas como Mortal y rosa, de Francisco Umbral, y La verdad sobre el caso Savolta, de Mendoza. El cronista de Madrid y el de Barcelona. El escritor del ego inagotable y el discreto contador de historias. Dos extremos de la narrativa española, reconocidos finalmente ambos con el premio Cervantes.

Con Mendoza el panel de galardonados incorpora al primer escritor nacido en los años cuarenta que empieza a publicar en los albores de la Transición. ¿Quién le iba a decir al joven que escribía con 26 años su primera novela que se traía entre manos una de esas obras que marcan época? En un momento en el que la escritura experimental acaparaba todos los parabienes del mundillo literario, irrumpe un autor novel que decide rescatar el placer de narrar una historia con los ingredientes malditos de la intriga y el humor. Un nuevo escritor, de innegable base cervantina, que aterriza con el bendito descaro de la juventud, con la osadía del que no tiene nada que perder.

Hablamos de un novelista que se formó viendo películas de cine negro y leyendo a Julio Verne y Emilio Salgari y que no solo no oculta sus influencias sino que las celebra, las recrea y les da tantas vueltas como considere necesario; que para nada se avergüenza de su admiración por Pío Baroja o Benito Pérez Galdós por mal vistos que estuvieran entonces. Un creador, en definitiva, que apuesta por el gusto de contar enredos que atrapan desde la primera a la última página como los relatos clásicos de aventuras y misterio que unos pocos años después de la ópera prima de Mendoza reivindicó de forma inolvidable Fernando Savater en su ensayo La infancia recuperada.

No hay volantazos de estilo en la obra de Mendoza. Las líneas maestras de aquel primer libro –Barcelona, la ironía, el lenguaje cuidado, el suspense, la sátira, la parodia…- le han acompañado hasta la actualidad. Sin embargo, no somos pocos los lectores que nos vamos temiendo que ya no lleguen libros con la enjundia de La ciudad de los prodigios (1986) o Una comedia ligera (1996), con la inventiva de pastiches deliciosos como El misterio de la cripta embrujada (1979) o con la gracia irresistible de esa maravilla del humor patrio que es Sin noticias de Gurb (1991). Confiemos en que un premio tan merecido resulte más un estímulo que lo contrario.