Lo que sí es la autoedición es un discreto, pero floreciente, negocio. La mayor empresa de autoedición del país se precia de publicar –es un decir– dos mil quinientos títulos al año. De ellos llegará a las librerías apenas un puñado de ejemplares –justo el puñado que permite a esa empresa aseverar, en sus folletos, que “distribuimos a librerías”. Es aquí cuando empezamos a sospechar que, a lo mejor, la autoedición es un discreto, pero floreciente, timo.

En esta contradicción me apetecía hurgar a mí: la de un sistema ineficaz por el que, sin embargo, apuesta cada vez más gente. No soy experto en el fenómeno. Aunque sí me es próxima la del autor que busca publicar. Tras unos años en contacto con el sector editorial monté una agencia literaria. Pequeña, pero que me permite estar en contacto con autores de todo tipo. Y saber que la autoedición es algo que muchos de ellos, en algún punto, han barajado.

Hay motivos para ello. El primero es que la búsqueda de editorial tiene bastante de travesía en el desierto, para la que uno rara vez está equipado. El fútbol, en esto, es una pasión mucho más sana que las letras: porque te acerca el desengaño mucho antes. Recreo a recreo. La inmensa mayoría de los niños ya saben, desde muy pronto, que no son Vinicius Jr. Mientras, el niño escritor puede plantarse en los cuarenta sin sospechar que no es Cortázar.

De que no eres Cortázar solo hay un modo de enterarte, que es escribiendo una novela. Es, como se ve, un dato caro de obtener. Una novela es una inversión considerable; una inversión de tiempo y dinero pero, sobre todo, una inversión emocional. Uno manda su manuscrito a las editoriales como quien manda un hijo al frente –si el símil no resulta, en estos tiempos, demasiado helador.

Y el envío da comienzo a una incertidumbre que puede durar, tranquilamente, años. En la edición se manejan plazos ridículos, porque es un negocio de márgenes ridículos y dotación humana a juego. Uno acaba por entender que al otro lado de la línea no hay un psicópata insensible sino, más frecuentemente, alguien luchando por su vida bajo un alud de correos y manuscritos.

En normal, pasado un punto, buscar atajos.

Más aún si, a la impaciencia, se suma la duda. Las anécdotas sobre los rechazos editoriales a los grandes maestros, o a autores que luego fueron superventas: de Proust a J. K. Rowling. El discurso contra los derechos de autor y la industria cultural. Cuestiones que abonan, en definitiva, una misma idea: la de que la edición es un filtro prescindible. Una válvula averiada. 

Sin embargo, no hay atajo que valga.

Quizá el autor no necesite al editor para convertir su texto en un objeto físico (o en un archivo con ciertas características, llamado ebook). Pero es que el autor no necesita un fabricante de libros. El autor necesita, ante todo, un prescriptor de contenidos que le avale.

La edición está en crisis. Y los prescriptores no son, ni de lejos, tan fiables como hace años. Pero esto no los hace menos necesarios. Más bien al contrario. La sobreabundancia de contenidos y la carestía de tiempo los hacen más necesarios que nunca para el creador. Salvo en el caso, posible aunque infrecuente, de que el creador pueda prescribirse a sí mismo.

Y no. Prescribirse a uno mismo no tiene que ver con inundar de spam las redes. Ni con freír al librero para que te haga un hueco en su vitrina (un llamamiento a rebajar la intensidad de ese escrache, desde aquí). Tiene que ver con tener cierta proyección pública previa, o cierta autoridad reconocida en algún nicho. No es algo que pueda improvisarse para vender.

Quizás este no sea el mensaje más grato, pero es el único honesto. Si usted ha sufrido un desengaño editorial y siente que debe seguir intentándolo, no deje de hacerlo. Pero no se gaste el dinero en autoedición. Gásteselo en algo útil de verdad. Un taller de escritura (los hay estupendos). Más tiempo para escribir y reescribir (y esto puede significar desde una niñera los jueves, a una moto o una olla exprés). Un viaje con su señor/a, que se merece un premio por aguantarle.

Y, si este consejo no diera resultado, queda algo aún más liberador y eficaz: un consuelo. El que ofreció Wislawa Szymborska, cuando trabajaba en una revista literaria, a cierto autor que pidió publicar un texto:

“«No me quitéis la esperanza, por mínima que sea, de ser publicado, y si no, al menos, consoladme…» Tras la lectura de su texto nos vemos obligados a elegir lo segundo. Así que, ¡atención! Ahí van nuestras palabras de consuelo. Le espera a usted una vida fantástica, una vida de lector, y de lector de los mejores que hay, de lector desinteresado; la vida de un amante de la literatura, un amante que será siempre el miembro más fuerte de la pareja, es decir, no el que tiene que conquistar, sino el que es conquistado. Leerá usted de todo por el puro placer de la lectura. No tendrá usted que estar pendiente de «recursos», ni dar vueltas sobre si se podría escribir mejor o igual de bien, pero de otra manera. Nada de envidias, ni de crisis emocionales, ni de suspicacias propias de un lector que también escribe”. […] “¿Y qué? ¿Se siente usted ahora como un rey? Eso esperamos”. (Correo literario, Nórdica Libros, 2018).

Envuelta en una causticidad muy propia, Szymborska nos recuerda una verdad universal: que ser feliz no va de cumplir sueños. Va de hacer limonada.