Como la mayoría de los niños estadounidenses, Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) creció jugando con pistolas de juguete e imitando a los vaqueros de las películas del Oeste. Pero también aprendió que las familias pueden quedar destrozadas como consecuencia de la violencia: su abuela disparó y mató a su abuelo cuando su padre tenía solo seis años, algo que afectó a la vida de toda la familia durante décadas.

Auster relata así aquel decisivo episodio: «El 23 de enero de 1919, dos meses después del final de la Primera Guerra Mundial, al comienzo de la tercera ola de la pandemia de gripe española que se había desencadenado el año anterior, y solo una semana después de la ratificación de la Decimoctava Enmienda de la Constitución, que prohibía la producción, el transporte y la venta de bebidas alcohólicas en Estados Unidos, mi abuela mató de un tiro a mi abuelo. Su matrimonio se había roto en algún momento de los dos años anteriores. A raíz de la separación, mi abuelo se había mudado a Chicago, donde se instaló a vivir con otra mujer, pero aquel jueves de 1919 por la tarde volvió a Kenosha para entregar unos regalos a sus hijos, y mientras estaba haciendo la visita, que sin duda él suponía breve, mi abuela le pidió que arreglara un interruptor de la luz en la cocina. Quitaron la corriente y, mientras el penúltimo Auster hijo le sostenía una vela en la habitación a oscuras, mi abuela subió a la planta superior para acostar al menor de sus pequeños (mi padre) y coger la pistola que guardaba bajo la cama del niño, después de lo cual volvió a la planta baja, entró de nuevo en la cocina y realizó varios disparos contra su esposo, de quien estaba separada, dos de los cuales lo alcanzaron en el cuerpo, uno en la cadera y otro en el cuello, que debió de ser el que lo mató… Mi padre tenía seis años y medio, y mi tío, el chico que sujetaba la vela y fue testigo del asesinato, nueve”.

Con esos antecedentes, Auster se declara natural y especialmente legitimado para mostrarse implacable al analizar los porqués y las dramáticas consecuencias de la violencia armada en su país. Su maestría narrativa, unida a las impactantes fotografías de Spencer Ostrander, cuyas imágenes muestran la actual descarnada desolación de lugares –colegios e institutos, centros comerciales, iglesias, bares, cines…–  en los que se produjeron matanzas en las últimas décadas, construye un obra directa, sincera y clarividente en la que confluyen la biografía, las anécdotas, la historia y el certero análisis de los datos.

Un país bañado en sangre abarca desde el origen de Estados Unidos, marcado por la violencia salvaje contra la población nativa y la esclavitud de millones de personas, hasta los tiroteos masivos que dominan la actualidad informativa, en un círculo vicioso que se alimenta a sí mismo.

«Cuando hablamos de tiroteos en este país invariablemente centramos el pensamiento en los muertos, pero rara vez hablamos de los heridos, de los que han sobrevivido a las balas y siguen viviendo, a menudo con devastadoras heridas permanentes… Luego están las víctimas a las que las balas no han lastimado pero que continúan padeciendo las heridas internas de la pérdida de seres queridos», comenta Auster para lamentar las secuelas que en su padre dejó el asesinato de su progenitor: «En 1946 se casó con mi madre, mujer a quien presuntamente adoraba pero no podía amar, porque para entonces era un hombre solitario, fracturado, cuyo paisaje interior era tan tenebroso que vivía distanciado de los demás, cosa que no lo hacía apto para el matrimonio, de modo que mis padres acabaron divorciándose, y, siempre que pienso en la fundamental bonhomía de mi padre y en lo que podría haber llegado a ser de haberse criado en otras circunstancias, también pienso en la pistola que mató a mi abuelo: la misma arma que destrozó la vida de mi padre».

Los datos sobre los que el escritor informa son escalofriantes. Actualmente hay 393 millones de armas de fuego en poder de residentes en Estados Unidos. Cada año, unos 40.000 estadounidenses mueren por heridas de arma de fuego, lo que equivale al  número de muertes causadas por accidentes de tráfico en las carreteras y autovías de todo el país. Además, cada día se producen más de 200 heridos por bala: en torno a 80.000 al año.

«La relación de Estados Unidos con las armas de fuego es cualquier cosa menos racional, y por tanto poco o nada hemos hecho para solucionar el problema», lamenta Auster que cierra su valiente, esclarecedor Un país bañado en sangre refiriéndose al conflicto secular entre la necesidad de proteger los derechos individuales y las libertades e intereses del bien común: «En ningún sitio es ese conflicto más intenso que en el actual debate sobre las armas, porque la línea divisoria filosófica entre los dos bandos es tan profunda que durante muchas décadas ha impedido que las fuerzas en favor y en contra del control de armas se sienten juntas para elaborar una solución transaccional que haga frente a la desgarradora catástrofe del exceso de violencia armada que continúa extendiéndose por todos los rincones de Estados Unidos. El punto muerto es amargo y feroz en su animosidad mutua, tanto que en los últimos años ambos bandos se han alejado mucho de lo que parece una simple oposición a la postura del otro: cada uno habla en un lenguaje diferente. Mientras, millón y medio de norteamericanos han perdido la vida a balazos desde 1968».