Desde entonces muchas cosas habían cambiado. De querer ser bombero había pasado a trabajar en una peluquería de poca monta en un barrio de Buenos Aires llamado Montserrat y, de soñar con una casa de ensueño a las afueras de la ciudad, ahora se conformaba con un pequeño altillo en el piso de arriba de la peluquería. “Así llego antes al trabajo”, trataba de consolarse.

Pero lo que más le frustraba al pobre Romino no era su peluquería. Ese local acristalado pintado de rosa chicle y siempre ambientado con una nube de laca permanente que acababa por drogarle a última hora de la tarde. Pues, desde un punto de vista objetivo, le había dado la llave del mundo y siempre le estaría agradecido por eso: tenía acceso al pelo de la muchedumbre.

Y es que, desde que comenzó a trabajar allí a los 18 años, poco después de que le rechazarán en el servicio militar por problemas de vista, aprendió a adorar ese negocio, heredado de su madre: “Unas ojeras catastróficas pueden pasar desapercibidas si las conjuntas con un buen recogido. Una nariz aguileña desaparecerá si cardas los laterales de una melena de media espalda. Un pelo mal cuidado no tiene perdón de dios”, ese era el lema de su madre, la gran Otiria Androide. Famosa en todo el barrio por sus lavados de cabellera conjuntados con moños kilométricos sujetos con un par de horquillas.

La selecta clientela, también heredada de la agenda de contactos de su progenitora, se había convertido en el eje sobre el que giraba la vida de Romino. Su familia postiza. Esta clientela había pasado de conformarse por madres treinteañeras que llegaban ansiosas de conversaciones marujiles al local después de dejar a los niños en el colegio, a abuelas cascarrabias que se quejaban porque la laca no les sujetaba el tupé.

Romino, en esencia, era en hombre bueno que se pasaba las noches de navidad colocando los peines por orden de altura, calidad y color, desde que su madre falleció, hace ya un par de décadas, por una intoxicación de tinte color caoba cuando confundió el bote del acrílico con un zumo de ciruelas.

La espina clavada que siempre había tenido Romino Piluco, en cambio, fue la mala suerte que había tenido en el amor. “Me considero una persona libre e independiente, ya sé peinarme solo”, y es que su madre le declaró oficialmente adulto cuando dejó de pasarle el cepillo de pelo todas las mañanas antes de encaminarle al instituto secundario. “Estás preparado para enfrentarte con tu arma frente al espejo”, le dijo tratando de poner algo de dramatismo caballeresco al simple hecho de que un niño de 15 años ya se peinara solo.

El caso es que, con 38 años recién cumplidos el pasado mes de junio, un buen géminis bipolar que se precie, Romino ya había pasado por un buen cúmulo de relaciones. Un buen cúmulo no, concretamente 15. Exactamente igual que el número de años que llevaba buscando a la peluca de su vida.

La media de tiempo que le duraba una novia era ocho meses, equivalente al tiempo que tardan en regenerarse unas puntas abiertas. La definitiva, si es que puede llamarse así, pensó que era Catalina Peloliso. Después del fraude de Teresa Puntasabiertas, Donata Alegría y Silvina Tintobrass, la señorita Peloliso, oriunda de Bahía Blanca y gran aficionada a los cambios de imagen radicales, sintió un flechazo cuando vio a Romino por primera vez a través del escaparate de su peluquería. “El rosa de la pared hace que se resalten más sus reflejos color miel”, es el primer pensamiento que acudió a su mente cuando lo vio cortando el pelo a la Señora Tresemmé. El cruce de miradas tardó unos minutos en llegar y a los pocos días ya estaban hablando del color de pelo que les gustaría que tuvieran sus hijos.

Estuvieron juntos casi medio año y superaron cosas muy fuertes, desde la aparición de una calva incipiente de Romino a la mala aplicación de un producto capilar en la cabellera de Cata, lo que generó que sus pelos se pusieran de un color verde pasto. Llegaron a plantearse vivir juntos, los productos de peluquería de Catalina bien podían equipararse a las armas nucleares que tenía escondidas Romino en los armarios del baño. Parecían hechos el uno para el otro.

Los fines de semana disfrutaban depilándose las cejas, repasando las puntas abiertas reincidentes de Romi o reaplicando el tinte de Cata. Las raíces canosas son algo impensable que Romino le aclaró que no toleraba en una relación. “No me importa que tengas largas las uñas de los pies, o que las piernas estén llenas de pelos rizosos y ásperos. Las raíces sí que no pueden pasar el límite de lo tolerable”. Le advirtió al mes de conocerla.

Tardó otros cinco meses más en abandonarle, poco después de que él anotara en el espejo de la entrada, lugar donde se daba el último retoque al flequillo antes de salir a la calle, una última sugerencia: “Cariño, esta noche al volver a casa péinate mejor que ayer que estoy de mal humor”. Esa noche cuando Romino estaba sirviendo el vino de la cosecha del 86 con el que esperaba a su amada, recibió una llamada: “Romino Piluco ya no lo aguanto más, métete el secador por donde te quepa”.

Después de este último batacazo, Romino Piluco volvió a entrar en la rutina que tomaba su vida cuando acababa de romper con alguien. Lo primero, era raparse el pelo: “Si ésta es la única manera de echar a los piojos, también es la única forma de liberarte del espíritu de una ex novia”, pensó muy sabiamente.

Había adquirido esta costumbre desde que una de sus novias, Esmeralda Morena, le dejó estampado la palabra perdedor en la parte de la coronilla para vengarse de los malos momentos que le hizo pasar en la primera cena familiar a la que le invitaba, cuando se puso a gritar en mitad de la velada: “Amo a Esmeralda, pero lo que menos me gusta de ella son los pelos de rata que tiene cuando acaba de salir de la ducha”.

Desde entonces, las rupturas con Federica Dedosgrandes, Claudia Cortedechico o Marina Risafácil habían sido mucho más sencillas después de acabar con ese pelo que les había visto pasear tan felices por las calles de Buenos Aires. Cuando ya las puntas de los pelos le empezaban a caer de nuevo por la frente, Romino sentía que estaba preparado para enfrentar una nueva relación.

Pero, en esta ocasión, las cosas estaban marchando de una manera diferente. Por cada centímetro de pelo que le crecía, Romino más echaba de menos a Catalina. Sus consejos de belleza, observar la manera con la que se acomodaba el moño en un sombrero en los días de lluvia o los rulitos que le hacía mientras veían la tele un viernes por la noche, habían marcado un antes y un después en la rutina de este bonaerense cercano a la cuarentena.

Sentado en el sillón del balcón, mientras la brisa invernal le acariciaba la cara, Romino sintió que su madre le gritaba desde lo más alto: “Romi, reconquístala”.

Desde que tuvo esa visión, Romino invirtió todo su tiempo y energías en recuperar el amor de Catalina. Le enviaba botes de laca y cestas con paquetes de tinte y peines de royo, todos los días a la oficina; le grababa mensajes en el contestador del móvil con consejos sobre cómo prevenir la aparición de canas; y, la prueba definitiva, fue enviarle una invitación al salón de belleza más exclusivo (y caro) de toda la ciudad: el de Roberto Suburbio.

Nunca obtuvo respuesta de ella, hasta que un domingo por la tarde, justo cuando ponían el programa “Peluqueros desbocados” en la televisión, alguien llamó a la puerta.

-¿Quién es?

-¿Es usted Romino Piluco? Traigo una carta certificada para usted – Romino recogió el sobre y firmó apresuradamente el resguardo del repartidor.

La misiva rezaba tal que así: “Romino, muchas gracias por la invitación al salón de belleza del gran Suburbio, ha sido la experiencia de mi vida. Nada más salir de allí con mi nuevo look, Roberto me invitó a un tratamiento capilar gratis y, bueno, desde entonces estamos saliendo juntos. Sé que es el hombre de mi vida. Y, sólo quiero darte las gracias y desearte una buena búsqueda de tu peluca perfecta. Yo ya encontré la mía”.

Romino se sintió a morir. ¡Había entregado en bandeja a la mujer de su vida al peluquero de los famosos de Buenos Aires! Dado que los cortes de pelo mensuales no habían ayudado a que Romi superara lo de Catalina decidió darse un baño: “Si extirpándome los resquicios de felicidad de la cabeza no logro librarme de su recuerdo, a ver si lo consigo con una buena jabonada”, pensó.

Cuál fue su mala suerte que al salir de la bañera y comenzar a secarse el pelo, el cable del secador se enredó en sus pies y antes de que pudiera reaccionar se cayó en la bañera llena de agua, donde el peluquero Romino Piluco murió electrocutado a los 38 años de edad, en el altillo de su peluquería del barrio Montserrat de Buenos Aires.

La mejor muerte para un peluquero de profesión como él, pensaba Romino mientras sentía que las chispas le chamuscaban lo poco que le quedaba de pelo (y de cerebro), pues había cumplido el último deseo de su amada el día que le abandonó: “meterse el secador por donde le quepa”.