En una infancia marcada por la rigidez de un padre intransigente, el descubrimiento a los nueve años de Bécquer acercó a aquel niño a la poesía alentado por un profesor que le enseñó los rudimentos de la escritura. En 1919 comienza en Sevilla a estudiar Derecho, carrera que concluiría tras la interrupción obligada por el cumplimiento del servicio militar.
En Sevilla asiste a las tertulias literarias organizadas por Pedro Salinas, que fue su profesor universitario y que le ayudó en las primeras publicaciones. En ese foro ahonda en los clásicos y descubre a autores contemporáneos a los que siempre admiró, como André Gide y Paul Éluard, al que pasados los años Cernuda traduciría.
En 1925 conoce a Juan Ramón Jiménez y publica sus primeros poemas en Revista de Occidente. Un año más tarde se traslada a Madrid y entra en contacto con el matrimonio de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, responsables de la revista Litoral, a los que le unirá una enorme amistad de por vida, incluso en el exilio final mexicano. También traba amistad con otras personas que le animan a seguir escribiendo, como Rosa Chacel y María Zambrano.
Perfil del aire, fechado en 1927 en la imprenta malagueña de Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, su primer libro como tal, no recibió elogio alguno, lo que no le desaminó pues siempre se sintió, y así lo manifestaba, razonablemente seguro de la calidad de sus escritos. En diciembre de ese año asiste en el Ateneo de Sevilla a los actos celebrados con motivo del tercer centenario de la muerte de Góngora, génesis de la Generación del 27.
Unos meses más tarde, y de nuevo con la intersección de Salinas, consigue un lectorado de español en la Universidad de Toulouse y viaja a París en donde se deslumbra ante el cine, una intensa afición que conservó hasta su muerte. De regreso a Madrid es habitual su asistencia a tertulias en compañía de Vicente Aleixandre y Federico García Lorca.
Cernuda nunca ocultó su homosexualidad y sus relaciones amorosas, no siempre comprendidas por su entorno y mucho menos por la España del momento, marcaron para bien y para mal su querencia por la vida, siendo fuente de inspiración de poemarios como Donde habite el olvido y Los placeres prohibidos.
En los años previos a la Guerra se involucra en las Misiones Pedagógicas con las que recorre Castilla y Andalucía. Durante ese proyecto conoce a Ramón Gaya y a Gregorio Prieto, publica en la revista Octubre de Rafael Alberti y Cruz y Raya, de Bergamín, e interviene, ya en 1936, en el homenaje a Valle-Inclán. En esos tiempos convulsos publica La realidad y el deseo, la primera edición de su obra completa hasta entonces.
Tras un breve período como agregado en la Embajada de España en París, en donde coincide con Aurora de Albornoz, otra de sus grandes amigas, vuelve a Madrid donde se alista en el Batallón Alpino, siendo destinado a la Sierra de Guadarrama. En abril de 1937 se traslada a Valencia, donde colabora en Hora de España, publica su desgarradora elegía A un poeta muerto, dedicada a Lorca, y participa en el II Congreso de Intelectuales Antifascistas.
El 14 de abril de 1938, Cernuda abandona España para siempre. Sus palabras en el momento de la partida llevan a pensar que intuía aquella marcha como definitiva: “Atrás quedaba tu tierra sangrante y en ruinas. La última estación al otro lado de la frontera, donde te separaste de ella, era sólo un esqueleto de metal retorcido, sin cristales, sin muros, un esqueleto desenterrado al que la luz postrera del día abandonaba ¿Qué puede el hombre contra la locura de todos? Y sin volver los ojos ni presentir el futuro saliste al mundo extraño desde tu tierra en secreto ya extraña”.
En el Reino Unido ejerce como profesor en distintos colegios, como tutor de niños españoles refugiados y como lector de español en las universidades de Glasgow, Cambrigde y el Instituto Español en Londres. En su período británico desarrollará una intensa labor como ensayista y traductor. En esos años culminará Las nubes, Vivir sin estar viviendo, Como quien espera el alba y los poemas en prosa marcados por sus recuerdos sevillanos de Ocnos.
(Quizá mis lentos ojos no verán más el sur
de ligeros paisajes dormidos en el aire,
con cuerpos a la sombra de ramas como flores
o huyendo en un galope de caballos furiosos).
En 1947 da el salto definitivo y emprende su exilio norteamericano. Como profesor de literatura en Massachusetts permanecerá hasta 1952. Pero serán decisivos sus tres viajes a México entre 1949 y 1951 a la hora de tomar la decisión de vivir en un país que habla su idioma. Un lugar en el que, así lo dejó escrito el poeta, la hospitalidad del presidente Lázaro Cárdenas y de sus gentes hacía mucho más liviano el exilio.
En ese tiempo es invitado por la revista Orígenes a impartir un ciclo de conferencias en Cuba, donde se hace amigo de Lezama Lima y se reencuentra con María Zambrano. De vuelta a México retoma su amistad con Octavio Paz y el matrimonio Altolaguirre, a cuya casa en Coyoacán se traslada a vivir en 1953. La Universidad Nacional Autónoma de México será su lugar de trabajo e investigación sobre la lengua española.
Prácticamente nadie reivindica su figura en España hasta que en 1955 el Grupo Cántico, integrado por jóvenes poetas cordobeses, llama la atención sobre “una obra capital para la literatura”. En ese tiempo Cernuda inicia la escritura de Desolación de la quimera, que verá la luz en 1962, Poemas para un cuerpo (1957) y la tercera edición revisada y ampliada de La realidad y el deseo (1958). En 1959, con motivo de la desaparición de Manuel Altolaguirre, edita las Poesías completas del fallecido.
Entre 1961 y 1962 es profesor visitante en San Francisco y un año después, tras viajar a Los Ángeles para impartir un curso sobre literatura española en la Universidad de California, muere en Ciudad de México el 5 de noviembre de 1963 en el domicilio de su incondicional amiga Concha Méndez. Tres días después fue enterrado en la sección española del Panteón Jardín de la capital mexicana.
El pensamiento de Cernuda, en línea con el sentimiento romántico de autores como Holderlin, Novalis, Heine o Bécquer, considera que el artista es un ser solitario dotado de un don sobrenatural que le permite ver y expresar lo que otros no pueden
Grande entre los grandes, su figura y su meditada obra reflejan un espíritu que mezcló en altísima literatura la esperanza y el gozó de la vida, con la desolación que los actos de los seres humanos y la propia existencia a menudo comportan. La evidencia de esa antítesis así sentida explica que a partir de 1936 diera como significativo título al conjunto de su producción: La realidad y el deseo.
Como transparente muestra de su producción rescatamos Cómo llenarte, soledad:
Cómo llenarte,
soledad,
sino contigo misma…
De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
quieto en ángulo oscuro,
buscaba en ti, encendida guirnalda,
mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
y en ti los vislumbraba,
naturales y exactos, también libres y fieles,
a semejanza mía,
a semejanza tuya, eterna soledad.
Me perdí luego por la tierra injusta
como quien busca amigos o ignorados amantes;
diverso con el mundo,
fui luz serena y anhelo desbocado,
y en la lluvia sombría o en el sol evidente
quería una verdad que a ti te traicionase,
olvidando en mi afán
cómo las alas fugitivas su propia nube crean.
Y al velarse a mis ojos
con nubes sobre nubes de otoño desbordado
la luz de aquellos días en ti misma entrevistos,
te negué por bien poco;
por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
por quietas amistades de sillón y de gesto,
por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
por los viejos placeres prohibidos
como los permitidos nauseabundos,
útiles solamente para el elegante salón susurrado,
en bocas de mentira y palabras de hielo.
Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
que yo fui,
que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
limpios de otro deseo,
el sol, mi dios, la noche rumorosa,
la lluvia, intimidad de siempre,
el bosque y su alentar pagano,
el mar, el mar como su nombre hermoso;
y sobre todo ellos,
cuerpo oscuro y esbelto,
te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
y tú me das fuerza y debilidad
como el ave cansada los brazos de la piedra.
Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones,
contemplo sus blancas caricias;
y erguido desde cuna vigilante
soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,
por quienes vivo, aun cuando no los vea;
y así, lejos de ellos,
ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
roncas y violentas como el mar, mi morada,
puras ante la espera de una revolución ardiente
o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.
Tú, verdad solitaria,
transparente pasión, mi soledad de siempre,
eres inmenso abrazo;
el sol, el mar,
la oscuridad, la estepa,
el hombre y su deseo,
la airada muchedumbre,
¿qué son sino tú misma?
Por ti, mi soledad, los busqué un día;
en ti, mi soledad, los amo ahora.