Perteneciente a la segunda generación de la posguerra, Brines forma parte del denominado Grupo de los años 50. Lector de literatura española en la Universidad de Cambrigde y profesor de español en la de Oxford, debutó en 1960 con Las Brasas, que un año antes había obtenido el Adonáis. Son también poemarios fundamentales en el conjunto de su obra títulos como Materia narrativa inexacta, Palabras a la oscuridad, Aún no, Insistencias en Luzbel, Poemas excluidos, Poemas a D.K, El otoño de las rosas y La última costa.

Creador “sin ruido”, aliado de la intimidad y la soledad para construir una de las obra de más hondo acento elegíaco de la poesía contemporánea en español, desde el año 2001 ocupa el sillón X de la Real Academia Española, institución en la que ingresó con el discurso Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda. Por concepciones estéticas y poéticas similares, Brines considera como sus referentes esenciales al propio Cernuda, a Juan Ramón Jiménez y a Juan Gil Albert.

La salud de su corazón le ha traído en jaque desde hace tiempo. En octubre pasado, al recibir a los 87 años la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana, el poeta instalado en la masía familiar de Elca, donde se retiró tras vivir en Madrid, y en la que ha acomodado su magnífica biblioteca de más de 30.000 volúmenes, recordó que con sus versos ha tratado de sopesar respuestas y clarificar oscuras emociones: “La poesía tantea las sombras para encontrar un poco de luz, trata de iluminar la oscuridad y cumple un milagro: que las cosas puedan vivirse. Que el adolescente pueda entender la vejez. Que quien vive exiliado del amor, ese hombre ya viejo, gracias a ella pueda revivirlo”.

Así lo asegura el poeta que habita en Francisco Brines. “Escribo sólo cuando no tengo otra posibilidad. Cuando la emoción está tan cargada que exige salir y ser desvelada. Y en mí solo se desvela y se hace real por medio de las palabras”. Lo afirma con rotundidad la persona que escribió El porqué de las palabras, poema incluido en su libro Insistencias en Luzbel:

No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna del hombre.

Hay en mi tosca taza un divino licor
que apuro y que renuevo;
desasosiega, y es
remordimiento;
tengo por concubina a la virtud.

No tuve amor a las palabras,
¿cómo tener amor a vagos signos
cuyo desvelamiento era tan sólo
despertar la piedad del hombre para consigo mismo?


En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de lenta reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.

Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.
Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.

Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.
Todos son gestos, muertes, son residuos.

Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca seca, y está mudo.