Digámoslo cuanto antes: es una suerte que una tarde de otoño del siglo pasado al poeta valenciano Juan Vicente Piqueras le llamara la atención un ejemplar amarillo con la firma de Guerra en una librería de Roma, que le llegaran al alma unos versos leídos al azar, que un amigo le consiguiera el teléfono del autor italiano, que decidiera traducirlos al español y que ahora una editorial como Pepitas de calabaza vuelva a editar aquel poemario, La miel, esta vez junto a otro dos, El viaje y El libro de las iglesias abandonadas, los tres con el título global de El árbol de agua, y que además lo haga con las formidables ilustraciones del pintor Carlos Baonza.

Uno tenía a Tonino Guerra en el mismo altar de admiraciones cinéfilas en el que reposan Cesare Zavattini y, sobre todo, Ennio Flaiano. Uno le había visto opinar, con conocimiento de causa, sobre creadores comprometidos con los problemas de su tiempo en el documental Un lugar en el cine (2008). Pero definitivamente uno ha caído rendido ante el guionista de La aventura gracias al impagable perfil que nos deja en su introducción Piqueras. Cómo no dejarse seducir sin remedio por ese maestro de escuela infantil detenido en 1943 por los fascistas, que en prisión concibe poemas y los memoriza porque no tiene posibilidad de escribirlos; por ese creador de imágenes sobre el papel capaz de adaptar un día su inventiva al hermético universo de Andréi Tarkovski y otro día poner su talento al servicio de una comedia ligera de Sophia Loren y Adriano Celentano; por ese hombre enamorado de una mujer rusa con la que se casará y a la que, para enseñar italiano, comprará en Moscú una jaula vacía y llenará de pedazos de papel con frases como “si tienes una montaña de nieve guárdala a la sombra”; por el sesentón que decide decir adiós a la ciudad y volver al territorio de la infancia, a su Emilia-Romaña natal y más concretamente a Santarcangelo di Romagna, el lugar que le vio nacer un mes de marzo de 1923 y le despidió otro mes de marzo de 2012.

Es en los poemas de La miel, su retorno al pueblo abandonado, cuando más recordamos al escritor del Amarcord felliniano. Cuando nos habla del tonto del pueblo, que es el hijo de la Filomena, y que se pasa el día esperando que una espada caiga del cielo porque le han hecho creer que es un Caballero del Señor, a ver si así deja un rato de masturbarse.

O cuando evoca la figura de un paisano que salía a pasear por el río con una cabra y escribe: “Nadie sabía si era hombre o mujer: / tetas tenía, sí, pero también bigote / y unas botas enormes de montaña. / Nosotros, los chavales, queríamos saber / si debajo de las faldas había algo y qué era / pero ella tenía siempre las faldas bien cerradas / envueltas en las enaguas”.

O cuando hace una tipología del coño buscando el efecto sinestésico (“el coño es una montaña / blanca de azúcar”) pero también con afanes puramente descriptivos, poéticos (“el coño es una telaraña / un embudo de seda / el corazón de las flores”) y, cómo no, humorísticos (“hay coños que bostezan / y no dicen una palabra / así los mates”). La estampa evocadora, el personaje peculiar, el humor y el realismo mágico están en los linograbados de Baonza. El grabador y escultor madrileño también ilustra los textos más narrativos de El viaje, que es la luna de miel aplazada de dos ancianos con un objetivo antes de morirse: conocer el mar siguiendo el sendero del río, y El libro de las iglesias, un paseo con mucha presencia de la muerte y una enorme variedad de animales alados por lugares a veces en ruinas que un día fueron espacios sagrados.

El árbol de agua

Tonino Guerra

Ilustraciones de Carlos Baonza

Traductor: Juan Vicente Piqueras 

Editorial Pepitas de calabaza

184 páginas

23,50 euros