No sabría situarlo en un punto concreto del mapa, pero había vivido siempre en la misma aldea, al costado de un campo reseco donde picoteaban gallinazos, sesteaban los perros y pastaban las cabras. Chozas de adobe rojo y tejados de paja, matojos y hierbas secas; sendas por donde caminó siempre descalzo, la piel curtida, los pies en contacto con la tierra reseca y cuarteada; siempre dispuesto a darle una patada a un bote o a una piedra, un termitero que le saliera al paso.

Contaba eso: los viejos sentados en la tierra resquebrajada, la espalda apoyada en las tapias de adobe rojo, el polvo en las calles y los ojos, el pozo donde iban a buscar agua, el ritmo sincopado del tambor. Siempre el tambor, el latido de ese corazón fascinante e hipnótico dentro del cual la gente vivía y trabajaba. Un lugar donde las noches eran largas y oscuras; donde al rayar el alba, a menos de media jornada de distancia, se podían ver gacelas y ñus y antílopes.

Lo primero propiamente suyo que recuerda es el amuleto que lleva colgado al cuello, un cordel fino de cuero y hueso. Lo siguiente una flauta de caña de bambú. Y luego la kora que le fabricó Malick, el hermano mayor de su madre; hecha de materiales muy rudimentarios. Los dedos del viejo tramando en la calabaza las cuerdas de tripa y el cuero que tenía que ser de piel de cabra, pues al ser fibrosa y con menos grasa conseguía un sonido más suave y depurado. “Sonará, no te preocupes”, le dijo Malikc. Y sí, el sonido brotó, envolvente, dulce y mágico.

Kuddu aprendió a tocarla como se aprendía allí todo, de oído.   

Recordaba la algarabía de los monos, y a los hermanos persiguiéndose entre ovejas y cabras. La mamá afuera –el hermano más pequeño liado en un paño multicolor, como un mico pegado a su espalda–, golpeando el grano en un mortero, los gallinazos alrededor, el rescoldo del fuego y el olor del humo. El sonajero de las pulseras de su hermana moviéndose entre cacharros, su pelo negrísimo, el sabor de las okras y la leche cruda. Y esquivar los picotazos de los gallos; y el aire sin humedad que traía una peste a fruta podrida, a mangos en descomposición, a cagazones y estiércol de ñus y vacas flacas.

Cumplió catorce años. Y una noche soñó con salir de la aldea más pobre y calurosa del mundo, y escapar. Su madre lo abrazó. “Nunca olvides quién eres, Kuddu”. Su tío, dolido, se limitó a mirarlo, pero ni despegó los labios. Ni siquiera le deseó suerte.

Como era de noche cuando se fue, los hermanos aún dormidos no se enteraron. Las gallinas seguían en sus cuévanos, las cabras dormían. Un perro lo siguió hasta la linde del camino, y luego también lo abandonó. Como si sólo se tratara de ir a buscar agua al pozo lejano, se echó a andar.

Contaba que la tarde tenía un color caliente, y que en el cielo una luz rojiza inflamaba el aire, como si el horizonte henchido y el mundo entero fueran a echarse a arder de un momento a otro. Debió de caminar durante días, sin otra cosa que su determinación y su kora a la espalda. El sol en la cabeza, la sed, la tensión en los músculos. Le dolían las piernas y los brazos, había crecido muy rápido. Los huesos duelen cuando se crece demasiado rápido. Se sentó junto a un talud, y esperó. Un tiempo indeterminado. No recuerda. Tal vez días.

Abrió los ojos y estaba en un lugar desconocido, otra aldea, el mar por primera vez. Allí cielo y agua eran de un color turquesa, como de cristal roído o verde gastado.

Y luego a bordo de una lancha negra que rompía el mar, con gente extraña. Agua y viento por los cuatro costados, el llanto de un bebé, y más gente. Decía que le asaltó el recuerdo de su hermana, la proximidad de su piel cuando en cuclillas se ponía a peinarlo. Luego sueño, y pavura, y noche. Hubo un momento en que el esquife se escoró, un quiebro impensado, un bandazo y las manos aferradas al cordel no aguantaron. Él no aguantó. Se aflojó todo. Se soltó y cayó al agua. Cayeron todos: fardos mojados, pesos muertos, cebo y alimento para rayas y marrajos.

Con el último parpadeo, casi un estertor, los pulmones a punto de reventar, recuerda un pedazo de cielo, la noche oscura, el cloc-cloc-cloc del mar a los costados y en lo alto el dorado fulgor de las estrellas que iluminaron el naufragio.

Aquella noche se ahogaron diez incluido el bebé. Kuddu sobrevivió.

Contaba que resucitó en un lugar más sucio que la aldea de la que había escapado, más triste. Con todo el mar dentro de él: sal, agua y sargazos. Arena en los oídos, en la boca, entre las uñas y en los dientes. Luego el olor pastoso y agrio a brea en otra barca, la necesidad imperiosa de vomitar y defecar; hambre y sed y sueño a partes iguales. Todo lo que podía escupir, lo escupió. Y después sucedió una cierta calidez. Manos que lo palpaban, voces extrañas; la tibieza casi animal de una manta cubriéndolo, los huesos líquidos, la tierra sólida.

Todavía en sueños le queda ese miedo pavoroso al zumbido del viendo y el bramido del mar oscuro, los acúfenos en los oídos, los ojos líquidos, la boca grumosa y amarga, el mal recuerdo. La frontera dura del talud donde estuvo escondido, olor a orines en un rincón con pitas y chumberas. La añoranza en los dedos de su instrumento ahogado.

Para espantarlo es capaz de caminar horas. Echarse a deambular por calles que no acaban más que en otras calles. Vagabundear hasta los límites de la ciudad, hasta espacios abiertos, descampados, arrabales, mesetas rasas. Aunque le asalte el calor y la arena en los ojos, camina. Prefiere cualquier solar, la tierra inmóvil.

Y al cabo de los años, noticias de su tío, noticias malas. “Kuddu, mamá Boury murió”, escueto. Y de golpe, vuelve el bramido del viento y el mar furioso. “Mamá Boury”. Todo se mezcla y se confunde: lo bueno con lo malo, el sabor de la sopa de Jumbo y el pan de maíz con las nanas en lengua wolof; las gallinas disputándole la cascarilla del mijo a los insectos y ratones, el balido de las ovejas y las cabras. Como si molieran tierra, regresan el sabor crudo de la leche y el alboroto de las aves; la mamá golpeando el grano en el mortero, las pulseras y collares bonitos; el aire ardiente que traía una peste lejana a bosta, a futra podrida y animales muertos. El lugar más olvidado y caluroso del mundo.

Sin saber cómo, ha sido capaz de trasmutar la rabia en sosiego, la desconfianza en cordialidad; capaz de aproximarse al mar en las tardes de agosto, demorarse en la raya añil del horizonte ilimitado, echarse en la arena y entornar los ojos.

Porque luego hubo días y meses y años malos. Tres años peores, contaba. Orinando junto a tapias y rincones, comiendo malo.

Y luego la Rambla, las calles del puerto y el arrabal. Y de nuevo el Cabañal, y la Rambla otra vez. Y un trabajo animal, precario. Y meses en una casa abandonada, de paredes renegridas por el fuego, olor a moho y a roña. Y las amistades casi peligrosas. Y tardes sentado en el bordillo de un asfalto. Y dormir en las aceras y las plazas, en estaciones de tren, en cualquier sitio, con las zapatillas como almohada para que no se las roben.  El miedo de las noches en que el sueño no llega, porque afuera esperan las hienas reidoras y los lobos que pueden devorar una oveja sin dejar rastro.

            Y luego Aicha.

Aicha, con su ruidito de pulseras, su pelo precioso, su ropa de colores vivos y el amuleto en el cuello, igual que el suyo. Aicha, que le consiguió el tambor que ahora hace sonar, que suena casi tan hermoso como la kora que a la sombra azul de una palmera le fabricó Malick.

Kuddu se sienta, y toca: el tambor entre sus piernas, las manos agiles; todo él una caja de resonancia vibrante y mágica. Acaricia la dulce piel del tambor, y toca. Y regresa intacto el sonido primigenio. Al caer la noche, lo esperará Aicha, y volverán juntos a casa.

Veinte años ya, contaba. Veinte años, y todavía África resuena.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022