Su amabilidad me desespera, haciendo que me crezca el deseo de partir, de volver a apretar con saña el cuello proscrito para calmar este desasosiego. Sus palabras plenas de buena fe, de un cariño teñido con el desamparo de no saber qué hacer, me producen una ebullición en el estómago que asciende, llega a la garganta y ahoga el grito que saldría de no tener bien bridadas las emociones o dejarlas salir de otra manera.

Aquí estoy, con el estoicismo indicado para resultar normal a sus ojos. Me mantengo sentado, frente a ellos, con el batido de chocolate que pidieron mientras fui al baño: “Como te gustaba tanto de antes, Laureano…Hemos supuesto que es lo que querías, hijo, pero si no es así, le decimos al camarero que traiga otra cosa”, me espetó ella mientras sus ojos celosos me seguían, temerosos de que me escapase, de que tornase a desaparecer de nuevo, o que retornase al ostracismo pleno de silencios de hace tiempo.

Y sí, me sigue gustando el batido de chocolate, no quiero pedir otra cosa. Acertó. Me conoce, o cree conocerme, con ese aire de suficiencia que le hace prevenir mis deseos, mis necesidades: “Laureano, hijo, ponte el jersey de cashmere, que luego refresca. No tomes bebida fría, que eres de garganta frágil…”. Así pasa el día, rodeándome de una protección viscosa que me ahoga. Yo le sonrío con la abyección del asentimiento, sintiendo que este nudo, formado más abajo del pecho, se engorda, bulle, se ensancha, invade la garganta. Y callo. Callo y espero a irme. Pronto saldré de nuevo de esta cárcel de cristal en que me envuelven con su amabilidad.

Ellos me recuerdan la capacidad de ser previsible; la levedad, casi infantil, en que me sumergen con su abyecta protección y que hace que los deteste más, que yo mismo me desprecie por seguir manteniendo gustos de niño, cuando me alejé tanto trecho de la infancia.

Los contemplo desde el vértice de esta terraza pausada, con el adormecimiento que produce el sol atenuado del mediodía. Mantienen una conversación alimentada por el miedo al silencio. El miedo a provocar mi ira, mi desprecio. Por eso hablan banalidades irritantes. Mi madre, a cada momento, mira de soslayo. Me contempla en silencio, cuando cree que no la veo. En sus ojos, constato, hay incertidumbre. En él, hay una cierta lejanía, preñada de incomprensión.

Mi padre, el circunspecto doctor Mendicutti. Se cree que puede curar el alma a base de ungüentos, de pócimas o de auscultar el pecho. Me mira con un precario respeto, aunque sospecho que le queda un atisbo de rabia por no ser lo que soñó que fuera: su proyección, su obra acabada y espesa. Y sólo soy un bosquejo. Por eso, todavía, a pesar de las indicaciones del psiquiatra, me mira con un poco de rabia que se trasparenta por esos ojos acristalados de inercia y desazón.

Estoy aquí, haciendo vértice entre ellos, sentado en la terraza agradable que calienta un sol tibio de mediodía, mientras las familias se acomodan despacio a un día de asueto: es sábado.

Tomando el batido, los contemplo y me pregunto cómo serían de saber lo que yo sé y ellos ni sospechan. Cómo sería su cara, de conocer el motivo de mis ausencias… A veces, como ahora, me dan ganas de hablar. De romper este dique que, por momentos, me ahoga, de tanto guardarlo. Contarles cómo mis manos se cierran sobre el cuello de las pobres muchachas. Cómo las atravieso con la daga en mitad de su pecho mientras observo el terror en sus ojos y la sangre calienta mis manos, mientras expiran, para luego volver sobre mis pasos, con el alma calmada y sin la desazón que puebla mis sueños en las noches en que el deseo se yergue como un macho cabrío, sobre las dos patas, y me invade.

Me pregunto, ¿qué cara pondrían de saber la realidad? Cómo anidan en mi pensamiento los recuerdos, calcinados, aún calientes, como la sangre que brota a borbotones y me deja tranquilo por una temporada. Ellos, los bienpensantes, que se preocupan tanto por mi aspecto desaliñado, por la delgadez extrema que, dicen, me aqueja. Por el insomnio, las pesadillas, y los temblores de las manos, que no se van con nada. Que racionalizaron esta visita con el cariño asfixiante con que me rodean, como si fuera una masa viscosa que impregnase mis articulaciones, impidiéndome respirar.

Si ellos supieran cómo pasa el tiempo su hijo bienamado, mientras me hacen estudiando, labrándome un porvenir dichoso. Si ellos supieran…

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de Batido de chocolate, noveno cuento seleccionado.

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