Desde que recibí por mail la invitación a la fiesta de antiguos alumnos del colegio Mendizábal, ese reducto de estupidez —vestíbulo del infierno— por cuyos pasillos arrastré mis complejos e inseguridades de muchacho miope, sabihondo y desgarbado, durante los siete años más largos de mi vida, mi estado de ánimo osciló entre la más completa indiferencia y el más absoluto compromiso. No quería ir, pero lo deseaba con ardor.

En un primer momento envié el correo a la papelera, casi sin leerlo; pero inmediatamente, impelido por no sé qué extraño pálpito, me vi obligado —sí, exacto, obligado es la palabra— a recuperarlo y leerlo, esta vez con detenimiento, con el corazón en un puño y la boca seca. La promoción del 82-89, fiesta de antiguos alumnos, asistirá parte del profesorado. Profesorado. Rosalía…

¿Cómo sujetar mi alma para que no roce la tuya? ¿Cómo debo elevarla hasta las otras cosas, sobre ti?

Aquella noche soñé que volvía a ser un alumno de primaria, que me presentaba al examen final y que no había estudiado nada. Rosalía me observaba, sonriente, desde detrás de su mesa, y yo sudaba copiosamente, a mares. El sudor empapaba mis apuntes y mis compañeros se reían de mí; como la vez que se me rajó el pantalón por la entrepierna cuando me levanté para salir a la pizarra. Y la única que no se rio fue ella. Rosalía me miró con dulzura y me ofreció su pañuelo. Siempre llevaba pañuelos largos de seda, de colores fuertes. Se lo agradecí mucho pero no lo acepté. Habría sido peor el remedio. En el sueño, ella tampoco se rio. También me ofreció su pañuelo y esta vez lo acepté. Cuando desperté quedaban diez minutos escasos para que sonara el despertador. Esa semana estábamos con Rilke. Quería que ella supiera, que se sintiera orgullosa de mí. Profesor de literatura en la Universidad de La Morera.

Fui a la fiesta, con mi camisa verde, mi chaqueta de pana y mis gafas de montura dorada; gafas de profesor universitario, que me daban un aire de intelectual distraído, al que no le preocupan los cuerpos ni los placeres terrenales; solo las abstracciones y la poesía.

Haz que algo nos ocurra. Mira cómo hacia la vida temblamos. Y queremos alzarnos como un resplandor y una canción.

Cuando entré en el salón de actos del colegio, lleno de gente, mi vista barrió la sala sin ver nada. Los espacios abarrotados me intimidan. Mi timidez hace que mire sin ver. No puedo evitarlo, ni siquiera haciendo un esfuerzo consciente. De todas formas, no quería reconocer a nadie ni que nadie me reconociera. La buscaba a ella: “asistirá parte del profesorado”. ¿Y si no había venido? Todo habría sido inútil; la camisa verde, los versos en mi cabeza, mi aire distraído de profesor universitario…

¡Qué expresión fue sembrada en mi interior para que, cuando crece tu sonrisa, proyecte sobre ti espacio cósmico! Pero tú no vienes, o vienes demasiado tarde.

Nadie parecía reparar en mí, ni a mí me apetecía reparar en nadie. Sonaba una canción de Peret, de estribillo machacón. Escuché carcajadas ordinarias, frases inconexas. Entreví ojos pintados, sombras azules y verdes, mechas rubias, barrigas incipientes, bolsos baratos, tacones bajos, rostros con barba, cabezas canosas, trajes de chaqueta mal cortados, y de repente, un destello azulado, y rosa y bermellón; un pañuelo alrededor de un cuello, ondulante. Allí estaba ella. Alta y espigada, junto a la barra. Sola.

Pero todo aquello que tocamos, tú y yo, nos une, como un golpe de arco, que una sola voz arranca de dos cuerdas.

La miré. Me devolvió la mirada, sin reconocerme. ¡Cómo podría! En cambio, yo la habría reconocido en cualquier parte. Tragué saliva y me acerqué a ella, con una decisión que estaba lejos de sentir. Quise abrazarla. ¡Me has dado tanto! Pero para ella, yo era un extraño. “Rosalía”, acerté a balbucear, “soy Beltrán, el discípulo de Rilke, me llamabas. Tú me lo descubriste. Me hiciste amar la literatura”. Me diste un motivo para vivir, quise añadir, pero sus ojos confusos eludían la intimidad de la confidencia. Sonreí con timidez, apartándome un poco, por no incomodarla. ¡Qué mayor estaba! Mi Rosalía, la musa evanescente de mis sueños húmedos, mezcla de poesía y de ardores juveniles; recuerdos de carne palpitante, creciente, entre mis manos urgentes.

Seguí allí de pie, azorado, esperando. Ella no decía nada. Me miraba, entrecerrando los ojos, aún vivos, aún brillantes; inquisitivos. Parecía que estuviera haciendo un tremendo esfuerzo por recordar. Me sentí tan dolido por aquel olvido, sin duda involuntario, pero tan amargo para mí, que estuve a punto de darme la vuelta y salir corriendo. Pero no lo hice.

Seguí allí hasta que un hombre, el pelo canoso y bien peinado hacia atrás, se acercó a Rosalía —ya no mi Rosalía, sino la suya— y le puso la mano sobre el hombro; con una ternura violenta de dedos crispados. Ella lo miró, como una niña perdida mira a su padre, asustada, confusa; con lágrimas en los ojos. Apoyó la cabeza en su hombro, pero seguía mirándome, buscando en mí el cabo del que tirar para recuperar el recuerdo agazapado en las tinieblas, como un gatito que se ha escapado de casa y no quiere volver. “Tiene alzhéimer”, me dijo el hombre, apretándola fuerte contra su pecho. “No hace mucho que se lo diagnosticaron; pero a veces le pasan estas cosas. Insistió en venir, por si le hacía bien, pero creo que será mejor que nos vayamos”.

Enmudecí, asintiendo. Me aparté de ellos, encogido; un niño yo también, con el pantalón rajado y el rostro ardiente. Los vi alejarse, con tristeza de perro abandonado: Él grande, protector. Ella pequeña, indefensa, niña. Y de repente, Rosalía se suelta del abrazo de oso, rebelde. Se gira hacia mí y me grita, triunfante, alta, majestuosa, recitando con el aplomo y la elegancia de una gran actriz de teatro en el cénit de su carrera; los brazos abiertos, los ojos brillantes, la dicción perfecta:

De tantas cosas, nos quedó el sentido: precisamente de lo suave y tierno hemos sacado un poco de saber; como de un secreto jardín, como de un almohadón de seda, que se nos ha metido bajo el sueño, o de algo, que nos quiere con ternura desconcertante…

Más sobre el II Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la segunda edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 4.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluye el 7 de julio de 2021.

Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021

Cierre: 7 de julio de 2021

Fallo: 6 de agosto de 2021

Acto de entrega: 21 de agosto de 2021