—¿Eso es todo? No parece demasiado aterrador. —Javier miró por encima del diario que el ingeniero Carnevale había estado leyendo en voz alta—. Los turcos esos del Daesh hacen cosas peores.

—¿Le parece poco? —dijo Carnevale—. Aparecen de la nada, docenas de dioses olímpicos, ninfas, faunos y titanes se abalanzan sobre un pueblo o un caserío y en segundos se toman cuenta sustancia alcohólica encuentran. Al punto, tan bruscamente como llegaron, se desperdigan en todas direcciones. Los de Villa Tranquila formaron barricadas y les tiraron con todo lo que tenían: piedras, flechas, hasta hubo uno que les descargó una perdigonada de Perkemy. Pero ya se sabe, a esos no se los puede liquidar con tan poca cosa.

—¿Qué es Perkemy? —preguntó don Zacarías, el más viejo de la banda, un tambero entrado en años y bastante deteriorado por el Alzheimer.

—Una escopeta paralela —aclaró Javier.

—Ah —asintió el anciano, tan en ayunas como antes.

—Pero eso no sirve de gran cosa —siguió diciendo Carnevale, tan fresco como si nunca lo hubieran interrumpido—; apenas logran detenerlos unos minutos, y enseguida vienen más y son el doble…

—¿El doble de grandes? —Domingo Salvatierra trataba de hacer chistes a toda hora, aunque por lo general sin la menor fortuna.

—Doble cantidad. El doble, dije —bufó Carnevale—. A veces el triple o más.

—¿Así fue en Villa Tranquila? —preguntó Alfonso desde el mostrador, confianzudo como siempre.

—Villa Tranquila está del otro lado del río —dijo Javier—. No pueden llegar a Viña del Monte. Los dioses olímpicos no saben nadar.

—¿Y cómo sabe eso? ¿Lo pensó con su brillante cabecita de profesor de matemáticas? ¿O se lo contó alguno de los borrachos versados en mitología que frecuenta este lugar por las noches?

—Se reproducen como conejos —intervino de nuevo Salvatierra, sin mayor éxito que la vez anterior; no era lo que se dice un humorista—. Miren a Zeus, que se convertía en cualquier cosa con tal de conquistar una fémina.

—insistió. Pero el horno no estaba para bollos.

—¡No haga chistes! —exclamó Carnevale—. La cosa es seria. Asaltan un lugar hasta vaciarlo por completo. ¿Eso le parece gracioso? ¿Desde cuándo los dioses son alcohólicos? Acepto lo de las bacanales, pero el néctar no emborracha a nadie.

—¿Qué es néctar? —preguntó don Zacarías.

—Cállese, ¿quiere? —dijo Carnevale punteando el diario con el índice—. Aquí dice que en Los Trigales, donde vivía el tuerto Seoane, ese vago que sabía venir a los bailes de los sábados en La Enramada, los dioses asaltaron el supermercado del chino Lin Yutang y solo se llevaron bebidas alcohólicas.

—¡No me diga que el chino se llama como el famoso filósofo! —bramó Javier—. Usted se la está inventando y quiere tomarnos por estúpidos. Debe ser una alucinación colectiva porque los dioses olímpicos son puro mito.

—Yo seré más chistoso de lo conveniente —apoyó Salvatierra—, pero usted aburre, amigo. ¿No tiene otro tema de conversación?

—¡Vamos! —exclamó Javier palmeando la mesa de madera—. Hablemos de otra cosa. ¿No tiene nada que decir del triunfo del Deportivo sobre Defensores? —Era proverbial la rivalidad de esos dos en torno al campeonato de fútbol local, pero la llegada de un visitante inesperado desmontó el escenario y lo puso patas arriba, o eso creí en aquel momento.

—Es lo que iba a decir yo —gorjeó un fauno de pelo verde, arrastrando sus patas de chivo y meneando unos brazos largos como ramas de higuera mientras entraba al bar con aire triunfal.

—Lo que me quita el sueño —dijo Carnevale sin prestar atención a las palabras de Javier— es que se hayan vuelto delincuentes, que se metan en los negocios y se lleven la mercadería sin pagar. En los relatos mitológicos solían robar mujeres, pero no los supermercados chinos.

—¡Falso! —exclamó el fauno—. Siempre fuimos borrachos y delincuentes. ¿No leyó La Odisea?

—¿Le quita el sueño o esto es un sueño? —Salvatierra abarcó a todos con la mirada—. La cosa tiene lógica onírica, si me permiten el cultismo.

—¿Qué es cultismo? —preguntó don Zacarías.

—¿Por lo menos sabe lo que es onírico? —se burló Salvatierra.

—Es histeria colectiva, ni sueño ni pesadilla —dijo Javier sin prestar atención a las palabras del agrimensor—. La gente se da rosca, unos asustan a otros y otros asustan a su vez a otros. ¿Alguien vio un dios olímpico?

—¡Son ciegos! —exclamó el fauno.

Carnevale miró a Javier con expresión severa. —Usted es una persona muy terca —dijo—. ¿Recién lo va a aceptar cuando tenga al mismísimo Baco bebiéndose su copa de Merlot?

—¿Ese? Ese no sabe distinguir el buen vino de su propia orina. —El fauno se inclinó sobre Javier, atrapó la copa llena con unos dedos sarmentosos y se la echó al buche.

—La gente es miedosa por naturaleza. —Javier le hizo una seña a Alfonso para que le trajera otra copa de Merlot tratando de desarmar la bomba—. ¿Quieren?

—No, basta de vino —dijo el ingeniero.

—Yo quiero otro, pero que sea un Cabernet Parnaso —dijo Salvatierra.

—No conozco esa marca —dijo don Zacarías.

—Hay más cosas en el cielo y la Tierra, Zacarías —sentenció Salvatierra— que las soñadas en su filosofía. —El anciano quedó mudo y todos nosotros, el fauno incluido, nos dedicamos a vaciar las copas. De pronto, una ráfaga despiadada abrió todas las ventanas del bar.

—Viento del Este, lluvia como peste —declaró el fauno.

—No lo creo —dijo Javier.

—¿Usted qué sabe de esas cosas? —dijo Carnevale mirando a Javier, desafiante—. Nació en Buenos Aires, no en Viña del Monte.

—En efecto, nací en Buenos Aires, no en Viña del Monte —replicó Javier, respondiendo a la provocación. El fauno aprovechó la súbita tensión creada en el ambiente para pedir una botella completa de Borgoña Cote-de-Nuits.

—¿De qué? —don Alfonso puso cara de “este coso está loco”, y agregó—. Eso suena a importado de Francia, y muy caro. Si quiere algo importado y bueno tengo unas cajas de Tres Palomares, un Prieto Picudo de León que trajo mi paisano Galiñanes en el noventa y nueve.

—¡Vengan! Las quiero todas —exclamó el fauno. Y para confirmar lo dicho hizo aparecer una variopinta mezcolanza de billetes de los más variados orígenes. El dueño del bar hizo una mueca indescifrable, recogió el dinero y se fue a la trastienda a buscar la mercadería.

—¿Se dan cuenta? —susurró Carnevale—: son invasores, intrusos, no respetan nada.

—Pero no son ladrones —retrucó Javier—; usted exagera, como siempre, Carnevale, es un derrotista, un tipo muy negativo. ¿No vio que pagó por lo que pidió? —El fauno miró a Javier con una expresión que todos interpretamos como tierna, de agradecimiento, pero aprovechó para volver a escamotearle la copa y bajársela de un trago.

—Dios le da pan al que no tiene dientes —murmuró—. Y vino a los que no tienen paladar.

—¿Ustedes vieron lo que yo vi? —dijo Salvatierra.

—¡Nosotros no vimos nada! —exclamamos los demás a coro.

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