Está muerta, repite cuando llegamos junto él. Lo he oído claramente, pero no le he visto mover los labios. Debe haber sonado sólo dentro de  mi cabeza.

Entramos en la salita. Mi tía está inmóvil sobre el sofá. Sentada pero inclinada hacia un lado, como caída. Tiene los ojos cerrados. Me dicen que no me acerque pero puedo verla desde aquí. Tiene la boca abierta. Me pregunto si estaría hablando mientras se moría.

Tú cógela de los pies, vamos a llevarla a su cuarto, me ordena mi madre.  Me preparo para hacer mucha fuerza, sin embargo su cuerpo se eleva del sofá sin apenas resistencia.

La ponemos sobre la cama. Yo había oído que morirse es como quedarse dormido pero no es verdad. Cuando duermes el cuerpo se te ablanda. El de mi tía está duro, parece una cáscara.

Ahora dicen que hay que amortajarla. Me piden que le sujete la barbilla y  le colocan alrededor un pañuelo que atan a su cabeza. Su boca queda cerrada. Después la vestimos con una sábana blanca sobre su cuerpo huesudo. El informe médico que vi en casa decía: Anorexia severa, treinta y dos kilos, treinta años. Yo tengo quince. Justo la mitad de su edad. Justo partida en dos.

El teléfono está en el pasillo. Mi madre llora cada vez que hace una nueva llamada. Yo me aparto, me siento junto a la ventana y la abro un poco. Asomo la cara por el hueco y en la calle todo está normal. Juan, el chapista del taller de enfrente lija la puerta de un coche azul, unas niñas de uniforme con cuerdas de saltar en la mano cruzan hacia la plaza y una señora tira de la correa de su perrito que no quiere andar. Como si no hubiera pasado nada. Me entran ganas de gritarles que aquí dentro se acaba de morir una persona y que hagan o digan algo porque yo no sé qué tengo que hacer y aquí están todos demasiado tristes para ayudarme.

Viene el médico y a mí me mandan a la cocina, quieren que ponga agua a hervir. Llega más gente. Cuando se van a la sala a tomar unas tilas me cuelo otra vez en el cuarto donde está ella. Me encanta esta habitación. Las paredes están empapeladas con un papel de grandes flores azules que hacen juego con un perchero de árbol donde colgamos los abrigos cuando venimos de visita. Su cama es ancha y al lado tiene su biblioteca. Me he leído casi todos esos libros. Siempre que yo saco más de un siete en un examen de lengua me presta uno nuevo. Me lo da con gesto solemne, como en una ceremonia de entrega de premios.  Luego nos salta la risa.

Mi mueble favorito del cuarto es el que ella encontró en la basura. Otra locura dijeron todos, pero a ella le daba igual. Lo arregló y le pintó margaritas amarillas en las esquinas. Ella era diferente y a mí me gustaba su misterio. Además me dejaba asomarme a su mundo de dos caras. Yo miraba a través de sus ojos y aprendía por ejemplo, que en algunas personas una carcajada y un sollozo suenan igual, o que quien no te mira no te ve. Ahora que tiene los ojos cerrados me pregunto si voy a ser capaz de ver yo sola.

Abro el último cajón, el que tiene más fondo y más margaritas. Empiezo a revolver entre un montón de cosas pero no sé lo que estoy buscando. Debajo del álbum de su colección de cromos, lo descubro. Aquí está mi muñeca mulata. Mi favorita. Ella me la guardó. Estiro bien su vestido de colores, le ajusto la cinta del pelo alrededor de su carita por debajo de su barbilla y la ato sobre su pelo negro y rizado. Luego la envuelvo en un pañuelo blanco y viejo que también encuentro en el cajón. Cuando me la regaló me dijo que me la había comprado porque era especial, como yo. Y era verdad. Ninguna de mis amigas tenía una muñeca mulata. Ninguna de ellas tenía una tía que vivía sin comer. Sólo yo.

Mamá viene para decirme que quiere mandarme a dormir a casa y que mañana vaya al instituto, pero le he dicho que no. Que no pienso moverme de aquí hasta que ella se vaya. Se me ha quedado mirando fijamente, ha asentido con la cabeza y se ha ido dejándome de nuevo sola en la habitación.

Entonces me tumbo en la cama, a su lado, con la muñeca escondida bajo el pañuelo. Pronuncio su nombre susurrándole al oído, varias veces, por si acaso, pero no hay respuesta. Compruebo, poniendo encima mi mano que su pecho es una tabla inmóvil. Me incorporo, me acerco a su cara y le beso. Está fría. Me viene a la cabeza una clase de lengua, de verbos: haber, ser y estar.

Oigo que los de la funeraria ya están aquí. Me doy prisa y escondo la muñeca bajo la mortaja. Nadie se da cuenta. Después todo pasa muy rápido. Me aparto a un lado mientras dos operarios la meten en el ataúd. Con un ruido seco que se grabará en mi memoria, cierran la tapa y se las llevan. Busco la mirada de mi madre mientras descuelgo mi abrigo del perchero de árbol, me lo pongo y le digo sólo moviendo los labios que me voy.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de Despedida, vigésimo tercer cuento seleccionado.

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