Buscó. Buscó. Buscó.

Alternaba su búsqueda con los mensajes que intercambiaba con su amiga por WhatsApp y con una mirada a la puerta del baño, donde estaba encerrada.

La secuencia era búsqueda, WhatsApp, mirada. Aunque a veces rompía esta sucesión ingresando a Facebook.

Por la descripción de los hechos y por el modus operandi, quien la había recluido en el sanitario era el delincuente conocido como el Sátiro de la Gorra, apodado así porque llevaba una gorra con la que, junto con unos anteojos de sol, se cubría el rostro. En algunas denuncias, las víctimas indicaban que, además, vestía un buzo con capucha o con un cuello alto que le tapaba la boca, por lo que no podrían identificarlo.

Recordó la apariencia del individuo: ninguna prenda ocultaba su barba a medio crecer, pero las gafas y la gorra concordaban con las declaraciones de las mujeres agredidas. Es cierto que apenas pudo –y tampoco quiso– verlo. Haber bajado la vista mientras el hombre la amenazaba le daba cierta esperanza de salir indemne.

«¡Qué estúpida! ¡¿Cómo le abrí sin mirar?!».

Los hechos estaban dados así. No servía reprocharse por lo que hizo o por lo que no hizo. Eso era algo que había aprendido de su amiga Mariana Oliver.

Si la persona que la había atacado era el Sátiro de la Gorra, las noticias revelaban que el agresor en cada asalto se tomaba su tiempo, a veces horas. Una noche entera. Después de dejar a su presa aislada e incomunicada, revisaba en forma minuciosa toda la casa en busca de dinero o cualquier otro objeto de valor. También elegía algunas prendas íntimas con las que hacía vestir a la víctima antes de someterla con total impunidad. Casi nunca las golpeaba. No lo necesitaba.

«¡¡Qué estúpida!! ¡¡¿Cómo le abrí sin mirar?!!».

Es que pensó que era el portero que esa misma tarde le había prometido arreglar el calefón. Se lo había pedido antes de ir a hacer unas compras. Y él le había dicho que no se preocupara, que terminaría una instalación eléctrica mientras ella se ausentaba y luego iría a su departamento.

Manteniendo una conversación telefónica, regresaba a su casa. Esperaba una pausa de la amiga para despedirse. Abrió la puerta, colgó las llaves y apoyó las bolsas sobre la mesa. Se estaba desabrochando el abrigo cuando sonó el timbre.

«Te corto porque viene el portero a arreglarme el calefón, que se me apaga. Un beso».

Apenas entreabrió la puerta, un violento empujón la tiró para atrás. El teléfono se le resbaló de la mano. Las tapas plásticas se abrieron al golpear contra el piso.

«Calladita», le dijo el asaltante presionándole la nuca, empujándole la cabeza hacia abajo.

La mujer sintió un frío metálico en la sien. El hombre miró las piezas del viejo celular desparramadas por el suelo.

«Esto no lo vas a necesitar –dijo y, con el tacón, lo pisó un par de veces–. Te hice un favor: era hora de cambiarlo. ¿Dónde está el baño?».

El malhechor dio una mirada al cuarto de aseo sin soltarle el cuello. Comprobó que no tenía comunicación con el exterior y la arrojó adentro.

«Te me quedás calladita. Si llego a oír golpes o gritos, no hace falta que te diga lo que te espera», dijo apuntándola con el arma. Sacó la llave y cerró la puerta por fuera.

La mujer se quedó sentada en el borde de la bañera, llorando. Estuvo así un buen rato sin saber qué hacer, sin poder pensar.

«¡¡¡Qué estúpida!!! ¡¡¡¿Cómo le abrí sin mirar?!!!».

La usaba como complemento del teléfono que acababa de perder. Con el celular podía hacer llamadas o enviar y recibir mensajes de texto. En cambio, la tableta le permitía conectarse a las redes sociales.

Silenció el dispositivo, abrió WhatsApp y le escribió a su amiga pidiendo socorro. Como no vio enseguida las tildes celestes que indicaban que el mensaje había sido leído, ingresó en Facebook y publicó en su muro:

Auxilio hay un tipo en casa avisen a la policía NO ES BROMA!!

Temerosa, apagó el artefacto y lo guardó.

Esperó unos minutos y consultó si había novedades. La publicación en Facebook tenía unos seis o siete «me gusta» y un «me asombra».

Su amiga le contestó el mensaje de WhatsApp, tranquilizándola. Le decía que la policía estaba en camino, que enseguida estarían allí y le preguntaba cómo estaba. Ella le respondió que bien. Asustada, pero bien.

Se dedicó a estimar cuánto tiempo le llevaría a un patrullero llegar al lugar. La comisaría estaba a menos de dos kilómetros, pero en ese momento le pareció una distancia infinita, imposible de recorrer en una vida.

Su impaciencia la obligó a buscar en Internet: «ladrón gorra». Esos sondeos fueron convergiendo por distintas características en un único hombre. Refinó aún más la averiguación: encontró reportes en donde se detallaban los asaltos perpetrados por ese malviviente. Las noticias tenían títulos similares: «El Sátiro de la Gorra volvió a atacar», «Robó y violó. La policía no puede dar con el violador serial de la gorra». Sin embargo, había un sitio con un encabezamiento un tanto diferente. La mujer se estremeció: «Capturaron al violador y asesino conocido como el Sátiro de la Gorra».

«Si lo atraparon, entonces, ¿quién está en mi casa? —pensó—. ¿Y si no lo atraparon…?, ¿además es asesino?».

Intentó abrir la página, pero el símbolo que indicaba su carga giraba y giraba sin detenerse. Vio que la señal de conexión a Internet desaparecía.

«¡No puede ser! ¡Dios mío!».

El wifi a veces no llegaba bien a ciertos lugares de la casa. El baño era uno de ellos. Otras veces se desconectaba y había que desenchufarlo, esperar unos segundos y volver a encenderlo.

«¡¡No puede ser!! ¡¡¡Qué estúpida!!! ¡¡¡¿Cómo le abrí sin mirar?!!!».

Calculó si la policía estaría lista para intervenir. Pensó cómo lo harían. Deberían derribar la puerta. Lamentó no haberle dado una copia de la llave al encargado del edificio. No lo hizo por seguridad. Ahora estaba arrepentida. «De todas formas, este degenerado debe haber trabado la puerta con el cerrojo», pensó.

Verificó su tableta. ¡La señal había vuelto! No demasiado: solo marcaba dos líneas, pero alcanzaba para conectarse. Tenía un nuevo mensaje de WhatsApp de un número desconocido. Era de la policía. Decía que tuviera calma, que iban a intervenir en cualquier momento, que estaban esperando al comando especial para actuar y le pedían algunos detalles.

Inspiró con profundidad, aliviada. Optimista. Y contestó el mensaje.

La página en la que había intentado ingresar continuaba cargándose. Se dio cuenta de que esa tarea era dificultosa porque contenía imágenes. A los sitios en donde solo había texto, se accedía con facilidad: para representar caracteres se necesitaba transmitir una cantidad de datos extremadamente inferior a los requeridos para una imagen.

Tras el subtítulo, había un bosquejo del detenido y una fotografía de la víctima. «Si pudiera ver ese identikit, sabría si es quien está aquí», pensó.

Las imágenes se iban revelando de a poco. De arriba hacia abajo. De un lado, se dejaba ver una gorra hecha a lápiz. Del otro, el pelo ondulado de una mujer asomaba en el cuadro.

Escuchó acercarse al hombre. Guardó la tableta en su bolsillo lo más rápido que pudo. Esperó un instante, sin moverse, sin respirar. Los ruidos se alejaron y ella volvió a sacar el dispositivo electrónico. En el identikit ya se observaban los anteojos del criminal. «Parece él», pensó. En el lado derecho, parte de la frente de la mujer estaba al descubierto.

La vibración de un mensaje de WhatsApp le cosquilleó en las manos. La policía: iban a entrar. Le indicaban que se protegiera, que se ocultara donde pudiera. Se metió adentro de la bañadera, agachada. En cuclillas, sosteniéndose del borde con la mano derecha y, en la izquierda, la tableta aferrada.

Se oyeron fuertes golpes en la puerta de entrada y gritos. Gritos que no se entendían y otros que decían que se entregara, que era lo mejor, que el edificio estaba rodeado.

La mujer oyó pasos rápidos que se acercaban. Oyó cómo entraba la llave en la cerradura y comenzaba a girar.

Bajó la vista. Sin querer había tocado el ícono del sitio que intentaba abrir. La página se había terminado de cargar. El dibujo del asesino correspondía sin dudas al hombre que estaba en su casa. La fotografía de la víctima era una fotografía de ella misma con un orificio arriba de la ceja izquierda.

La puerta se abrió. El delincuente vio a la mujer acuclillada en la bañera, mirando horrorizada la tableta que sujetaba con su mano.

«Hija de mil putas, me delataste» —dijo y levantó el arma.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de El asalto, quincuagésimo tercer cuento seleccionado.

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