Cogió el volumen siguiente con la misma delicadeza. Era el último de la balda superior, un pequeño libro con encuadernación en terciopelo rojo. Lo abrió con cuidado y apareció ante sus ojos una hermosa miniatura renacentista, en la que una mujer medio desnuda miraba a un elegante soldado a caballo. Sopló sobre las pequeñas motas de polvo que salpicaban la figura de la dama y sonrió pensando que le estaría haciendo cosquillas. Cuando acabó de limpiarlo, sacó de su vieja bata azul una foto borrosa y la escondió entre dos hojas mientras una sombra nublaba su rostro. Ya sólo le quedaba dejar el libro en su sitio y bajar de la escalera.

Cada día limpiaba un cuerpo de estantería completo de siete baldas. Hacía unos años tardaba un par de horas en cumplir esa misión, y el resto del día lo dedicaba a las mil tareas que le indicaba el director de la biblioteca. Pero, sin darse cuenta, los años fueron pasando y cada día tardaba un poco más, hasta que ahora, próxima la jubilación, la tarea le llevaba toda la mañana. Sus compañeros y su nueva directora le insistían en que lo dejase. Transportar la escalera, subir y bajar de ella, coger los libros y limpiarlos desde las alturas comenzaba a ser peligroso para alguien como él, una persona ya mayor y con achaques. Pero él no quería oír hablar de ello y seguía limpiando los libros con tesón.

Nadie sabía con certeza cuando comenzó con esa tarea, pues él era el de mayor edad de la biblioteca; cuando alguien se lo preguntaba se reía. Es un trabajo importante, contestaba él, estos libros tienen muchas historias que contar al mundo, aunque estén escritos en extraños idiomas, y nosotros debemos tenerlos impecables. Y, sin dar más explicaciones, se metía entre las decenas de estantes que albergaban miles y miles de libros antiguos en aquel depósito enorme de largos pasillos y techos altísimos.

Cuando parecía que había acabado empezaba nuevamente desde el primer estante y, otra vez así, sin parar, le daba la vuelta a todo el depósito limpiando los libros. Siempre el mismo movimiento. Coger un volumen del estante, abrirlo haciendo equilibrios en la frágil escalera, soplar para quitarle el polvo, pasarle por los cantos el paño que llevaba sobre los hombros y volver a dejarlo en la balda.

De vez en cuando sorprendía a sus compañeros con algún hallazgo encontrado entre las páginas. Y subía a los despachos portando los objetos más variopintos, flores secas, notas manuscritas, cartas de amor, estampas, naipes, tarjetas de visita… Hasta huellas de bala y metralla que traían recuerdos de batallas pasadas. Pequeñas cápsulas del tiempo que representaban un instante de vida y que él guardaba y archivaba con el mismo mimo que si fueran tesoros medievales.

Un día, hacía ya varios años, contagiado por los pequeños secretos que iba encontrando, decidió él también contar la historia de su vida y dejarla escondida en la biblioteca para que otras generaciones la leyeran. Nunca se lo había contado a nadie. Todos sabían que vivía solo, que no le gustaba hablar de su pasado y que su vida se reducía a ese oscuro depósito en el que limpiaba libros como quien pasa cuentas de un rosario eterno. Pero él había vivido una vida plena, había conocido la luz y el verdadero amor, había creído con una fe ciega en mejorar el mundo y había luchado en una guerra perdida. Conoció la muerte, la soledad y la persecución. Y quería dejar su testimonio para que sirviera a otros. Quería gritarles que él también había vivido. Pero no le resultaba fácil escribir largos párrafos, como los que había en los libros que limpiaba. Por ello, sin decírselo a nadie, cogió de su casa los retazos que había ido guardando de su vida, sus tesoros, y los fue escondiendo entre las páginas de los libros que limpiaba, siempre en el último volumen de la balda superior de cada estante.

La carta que su padre, casi analfabeto, le envió a tierras africanas cuando combatía en aquella guerra atroz. La foto de su madre el día de su boda, lo único que conservaba de ella. Un recorte de periódico de cuando su hermano ganó un combate de boxeo. La flor que llevaba su novia el día que le dio el primer beso y que secó entre las páginas de un libro de rimas. Su carnet del sindicato. La sentencia de excarcelación tras sus años de condena. Su título de bachillerato, una postal de un amigo, un billete de tren, un sello de correos.

Hoy, en el libro con encuadernación en terciopelo rojo que acababa de limpiar, encontró una de las más amadas posesiones que había guardado, la foto con su novia en las fiestas del barrio, meses antes de que ella muriera en un bombardeo. Era un libro muy hermoso, pensó, digno de guardar aquel secreto. Volvió a acariciar la sedosa tela del libro y con delicadeza lo dejó en su lugar. Bajó de la escalera lentamente, la cerró y la apoyó en la pared. Había terminado por hoy. Mañana empezaría con otro estante.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de El depósito, décimo cuento seleccionado.

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