Cierto es que alguna había ido para asegurarse de que El Gordo estaba corpore insepulto. Otras, como la viuda Papanakis, parecían a la espera de una exhumación que les permitiese comprobar que la carne del Gordo seguía incorrupta y generosa, cual estampida de flanes.

—¡Pero si El Gordo ya estaba corrompido en vida, el muy cabrón! —que hubiera dicho Chiwey, de haber llegado a la hora, con la nariz goteándole de puro enardecimiento—.

Ya en el velatorio estaban: las trillizas Sánchez de Pola, Marsita, la mujer del dueño del Casino, y la Santurrona Ponce, junto a Lurita, la chica del guardarropa.

—Todas las que se habían condenado por ese hijueputa —que hubiera dicho Chiwey, si no llegase siempre tarde—.

—La verdad es que no lo entiendo —dijo Chiwey, que acababa de llegar y ya se le humedecían los ojos de indignación—: —¿Pero qué carajo le veían a ese gordo endemoniado?

Pues, sí: El Gordo estaba repleto como si su madre hubiera parido a todos sus hijos uno dentro de otro, y ninguno le hubiese salido con modales. Encima, nunca tuvo un dólar a mano, siquiera un mal peso —que no fuera de los que apisonan las básculas—, y, para colmo, andaba siempre mancando —haciéndose el manco para no pagar—. Sin contar con las veces que lo había pillado guardándose un as entre los pliegues de alguna parte; que se tragaban los naipes con más argumento que cualquier otra boca —cada vez que le daban permiso tantos gases—. Amén de que sólo se las veía con el agua, vidrio mediante.

—Además, tampoco es que gastase un cuarenta y cinco, bajo de semejante panza, y lo que fuera que llevase, allá abajo, quedaba siempre a la sombra: marchito, ennegrecido, sin una buena enjabonada misericordiosa.

—¿Cómo es posible? ¿Pero qué coño le veían al muy cabrón? —dijo Chiwey entre dientes—.

Lo cierto es que “al muy cabrón” le habían tenido que hacer el ataúd a medida.

—Mira tú que hasta en eso le gusta joder la marrana —dijo alguien que no era Chiwey, pero que se le parecía mucho—.

Así pues, de momento, lo más destacado en el velatorio era lo mucho que le sobresalía la panza de la caja; que parecía un montículo en un cajón de arena.

Quizá estaba tan hinchado al ver a tanta plañidera desgañitándose por allí, o era una cuestión de no haber digerido cualquiera de sus últimas comidas; todavía pendientes de pago. Sin embargo, cuando el dueño del Casino quiso acercarse para comprobar que El Gordo Villarroy estaba bien adentro, pues le había dejado una deuda como un muñón, El Gordo se tiró una salva en su honor.

—¡La madre que lo pario, por donde pudo!

—Tal cañonazo fue que todos pensamos que el hijueputa resucitaba —diría después rememorando la hazaña—.

—Diantre, se está descomponiendo muy deprisa —dijo el de la funeraria, secándose el sudor con un sostén que alguna desaprensiva había arrojado dentro del féretro—.

—Pues mejor nos apuramos, que a éste le da igual estar muerto y se los tira como cuando estaba vivo —dijo el párroco—.

—Ya y no es que huelan peor —dijo el dueño del Casino, mientras miraba de reojo a una sortija que tenía incrustada El Gordo en uno de los meñiques, congestionado ahora como tripa de chicharrón—.

—Pues mírenlo ahí, que parece que no ha roto un plato en vida y hasta muerto sigue rompiéndonos las pelotas a todos —no quiso decir Chiwey, pero lo estaba pensando—.

Ni todo el hielo, apilado junto al ataúd, había podido impedir que El Gordo se descompusiese como si lo estuvieran esperando al otro lado. Por lo visto, El Gordo Villarroy tenía prisa, como siempre.

Mientras tanto, seguían llegando mujeres: La Señora Ampulina y una hermana suya, que era retrasada, las dos de riguroso luto, un par de fulanas del arroyo, bastante ebrias, pero bien motivadas, y la sobrina de Aureliano, el párroco; quien, nada más verla, la corrió de allí como buen perro Pastor.

—Afortunadamente, todo estaba pensado —dijo el dueño de la funeraria—:

La tapa del ataúd era casi como poner otro ataúd encima. Quizá por eso, antes de que pudieran cerrarla, El Gordo Villarroy soltó otra andanada —tal vez como despedida—; que fue lo mismo que si se hubiese desinflado desde dentro.

—“Y sólo para joder” —que hubiera dicho Chiwey, goteando por algún sitio, pero parece ser que ya se había ido—.

Los familiares del Gordo estaban discutiendo, porque iban a tener que repartirse una herencia de deudas. Para empezar, el ataúd era como pagar tres, y, evidentemente, no había nicho normal para albergarlo.

—Hemos tenido que “destabicar” cuatro nichos, tal y como quien le quita el hueso sacro a un pollo, para rellenarlo con lo que le quepa —dijo uno sepulturero mientras olisqueaba unas bragas—.

Porque todo con El Gordo era multiplicar, tal y cómo cuando estaba vivo:

No se le conoció oficio; ni más casa que la que quisiera acogerlo como huésped; nunca pagó una ronda; y, siempre que lo acusaron, fue culpable.

Es cierto que muchas veces se le oyó decir que era músico, pero conste en acta, Señoría —que también estaba allí presente—, que el único instrumento que sabía tocar era de viento y lo llevaba incorporado de fábrica, allá donde la espalda pierde su nombre.

—¿Cómo es posible la legión de mujeres que tuvo? —dijo Chiwey, que había vuelto, esta vez con el tono reflexivo de un grifo cerrado—.

Dicho lo cual, me miró como si no entendiese a qué estaba esperando. Y no es que yo estuviera allí por gusto, no quiero que suene a excusa si les digo que El Gordo Villarroy me había confiado en vida —capaz era de hacerlo en muerte— una carta para su sobrino preferido, El Flaco Lebrelle; que era su preferido, dicho desde su propio masticar, porque nunca le había pedido nada.

El sobre parecía contener: un testamento informal improvisado en papel higiénico; la cuenta impagada de algún putiferio; o vaya usted a saber qué se le ofrecía al Gordo, cuando andaba con el demonio en todo lo alto.

De vuelta al velatorio, la madre del Flaco Lebrelle, la tita Atiliana, le había plantado un puño a su cuñada, en pleno mentón bajo, que la había hecho aterrizar sobre una bandeja de volovanes rellenos de nada —hojaldre por hojaldre, vamos—.

Al verla rodar no me pareció prudente acercarme al Flaco, que parecía realmente compungido por algo lejano al espectáculo que estaba dando su familia. Aguardé, por tanto, a que el párroco se negase a dar un sermón por El Gordo, porque nadie se lo había pagado, y a que la viuda Papanakis se tirase sobre la caja —que era como una cama de matrimonio sin suspensión—, para acercarme al Flaco Lebrelle y entregarle el sobre.

Tan compungido estaba que, pensando que era un pañuelo, se sonó la nariz con él. Yo le agarré por las muñecas, para que no intentase devolvérmelo, y le dije:

—No, Flaquito, es de tu tío y quería que lo tuvieras.

El Flaco se replanteó el sobre —que ahora distaba mucho de parecerlo— y en su gesto agrio, entre comadreja y comadre, vi cómo se prendía media chispa de interés.

Atiliana y la otra tita se habían enzarzado nuevamente en un cuerpo a cuerpo cuando El Flaco, ignorando las apuestas, me pidió que se lo leyera; pues, como él mismo reconoció sin pudor alguno, jamás había tenido nada que leer. Y yo, porque estaba allí y por no tener que tocar el sobre, le dije:

—Pero debes abrirlo tú, Flaquito, no vayamos a faltar a la voluntad de tu tío. Así que me obedeció sin chistar. Aunque, antes de entregármelo, se limpió los dedos en mi solapa. Yo hice como que no le daba importancia, aunque era una solapa de alquiler, y desplegué el papel interior; al que, afortunadamente, no habían llegado los fluidos nasales del Flaco Lebrelle.

En aquella carta, que me pareció caligrafiada por una pezuña —que era lo que tenía El Gordo Villarroy al final de sus extremidades— había escrito un párrafo que yo entendí como una herencia improvisada en papel higiénico. Y digo más: por lo que pude descifrar a simple vista, se trataba de la fórmula que le había permitido al Gordo disfrutar de la atención de tantas mujeres. Secreto que legaba a su sobrino preferido, feo como si estuviese crudo, como único bien y valioso don que El Gordo Villarroy tuviese en vida.

Rezaba así:

Querido sobrino prelitecto —se entiende por predilecto—, Flaco Lebrelle, a ti, que nunca me has pedido y que pareces necesitarlo más que yo, te dejo mi más preciado bien, que resumo a continuación:

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Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022

Título completo de este cuento: El entierro del Gordo Villarroy y la lectura del testamento a su único beneficiario, su sobrino predilecto, El Flaco Lebrelle