El hombre mantiene que, aunque Dios Todopoderoso sea justo justísimo y omnipresente, lo mismo se le ha podido escapar algunos detalles de su existencia de la que él, por aburrida, también se ha olvidado a veces.

Reproducimos aquí parte de su curiosa narración:

-Durante mi época de mozo fui muy devoto; iba a las procesiones, romerías y rosarios de la aurora. También estaba garantizada mi asistencia al banco tercero de la parroquia de San Simeón y acudía a cada entierro, solo por oír el responso de don Salustio, santo varón, y estar presente en el momento en que se le daba sepultura al finado, que eso me encantaba.

Mi padre nos dejó cuando yo tenía quince años, por lo que en casa tuvimos que apretarnos bastante. “Nos las arreglaremos”, decía mi madre, aunque para hacerlo tuve que irme de aprendiz al taller del Juanele, donde me daban algún dinerillo, a cambio de estar de aquí para allá y de acercarle las herramientas.

Aún recuerdo lo que me decía de las mujeres. “Son toas iguales”, mientras miraba unos pósteres de chicas desnudas y exuberantes que tenía por las paredes. Ahí fue donde lo pasé peor, porque un día que cerramos pronto me dijo que me sentase junto a él y me enseñó unas revistas con señoras como las de los pósteres, e incluso con menos ropa, si es que eso era posible y que, por lo visto, lo era.

Me preguntó que si era virgen. Ante mi natural respuesta, me echó la mano por el hombro de manera paternal y me dijo: “Eso vamos a arreglarlo ahora mismo”.

Nos levantamos, casi me obligó a montarme en su coche y llegamos a un sitio, que llamaban club, con un nombre ridículo, que omito por vergüenza.

Dentro había poca luz. Tras la barra, dos chicas como las de los almanaques, nos sirvieron un cuba libre y un refresco; entonces Juanele, con la mayor naturalidad, me dijo: “Tú elige la que más te guste, que yo te invito”.

Al rato,aparecieron varias jóvenes y otras no tanto que se acercaban con demasiada confianza. Yo temblaba, hasta que el mecánico, viendo mi estado, le dijo a una rubia entradita en carnes que me tomara de la mano. Y así fue. No cuento el resto por pudor y por arrepentimiento.

Cuando aquello terminó y salimos me preguntó que qué tal y tuve que decirle que muy bien y agradecido, lo que me pareció una mentira indignante.

En mi habitación, ya mozalbete, me encaraba a veces con Dios y le preguntaba que si no iba a salir nunca de esa vida de mierda. Ante su silencio, me sumía en una pena infinita que llegó al máximo cuando el tío Enrique se vino a vivir con nosotros al romperse la cadera en una caída que tuvo en el supermercado.

Como el buen señor no podía moverse y era un hombre, decía mi madre que tenía que ser yo quien le ayudase a levantarse, asearse y, lo que era peor, a otras necesidades que prefiero no recordar.

El tío Enrique era hermoso, por lo yo que terminaba extenuado tras sus afeites; aunque también era generoso y se empeñó en que me sacara el carné de conducir, para que así aprovechara su coche mientras durara su rehabilitación. Y lo hice.

Me fue relativamente fácil, gracias a mi experiencia en el taller, pero lo peor vino después cuando me tocaba llevarlo al médico, al casino y hasta la playa, adonde bajábamos, él en su silla de ruedas y yo empujando, agotado.

Menos mal que se recuperó a los cuatro meses y se volvió a su casa, con su doméstica Pepita, con la que llevaba más de treinta años.

Durante un tiempo regresé a la piedad y a la resignación y frecuenté de nuevo los altares, pero cuando murió mi madre todo se envolvió en un manto sombrío. No tenía ganas de nada, no acudía a mis rezos y dejé de asistir a los sepelios e incluso alguna vez llegué piripi a mi casa.

Sin respetar el gusto de mis antepasados, entregué casi todos los muebles a una oenegé, algunos de un caoba oscuro y mortecino que daba gusto y compré otros en IKEA que, con la ayuda del Cefe, el monaguillo, fui montando. Hasta colores tengo en la terraza; y una hamaca que había de muy buen precio. Pero no soy feliz, ni alegre; todo eso lo he hecho a ver si se me iba la soledumbre.

Yo no tengo la culpa. Así que quiero testificar, hablar de mi infancia entre gorrinos y conejos y de cómo dejé pasar las insinuaciones de la Toñona, robusta y deseable por todos, menos por mí, que andaba en Babia.

No me lo perdonaré, porque la Toñona era una moza amplia, alta y con una melena rubia recogida en un rodete. Vestía con colores chillones y era muy descarada, incluso con don Salustio, al que le espetó un día que se había enfadado con Dios, porque todos los hombres que la cortejaban eran ceporros y no tenían donde caerse muertos; a lo que el buen cura le respondió: “Pero alma bendita, es lo que tenemos en el pueblo, si vivieras en Madrid”. Y ella, tan frescales: “Pues a lo mejor me voy”.

Era lozana, simple y con encanto más allá de sus carnes prietas, que había modulado trabajando en el campo y, como ella decía, por genética. “¿Que no sabes lo que es?¡Estudia hijo, estudia!

La Toñona había asistido al instituto, había terminado el bachillerato y no siguió estudiando porque “por ahora no voy a irme de este lugar, en el que saber demasiado puede acarrearme hasta problemas”. “Por ahora”, repetía, casi insultante.

Me miraba con ojos brillantes e incluso lascivos, diría yo, pero como estaba atontado, no pasé de coordinar con ella algún cine fórum y volverme a mi casa con el rabo entre las patas, con perdón.

Siempre me gustó porque era libre, distinta y empezó a dejarle claro a los tiones del lugar que nadie era más que nadie; en todo caso más o menos felices.

Total, que yo quiero descargarme de algunas de mis torpezas, porque sé que no me serían imputadas si me dejan que me explique.

Me imagino ese momento no como el que representa el retablo de Miguel Ángel, de la Capilla Sixtina, ni como las obras de Hans Memling o Martin de Vos, con tanto músculo y tanta desnudez, sino más bien como el cuadro de Melchor Pérez de Holguín: Yo estaría en una de las formaciones alineadas y vestidas de la derecha, al fondo, ajeno, desconocido, humilde y opacado; y cuando comenzase el secretario celestial a nombrar mis cargos, desde el fondo levantaría mi mano para decir, sin gritar, pero con tono firme y respetuoso: “Pues yo, con permiso, quisiera decir una cosa”.

Lo verdaderamente cierto es que Secundino había estudiado en serio su decisión. ¡Y qué disgusto se llevó cuando recibió la respuesta del Vaticano, con un texto que decía aproximadamente:

“Querido hermano en la fe: Nos ha enternecido su propuesta y le hemos otorgado el interés y la dedicación que requiere. Su Santidad ha delegado en el Cardenal Camarlengo para que nos haga llegar las directrices aplicables al caso que nos ocupa y hemos de comunicarle que para esa Vista definitiva en que todos estaremos expuestos ante nuestro Señor Dios Padre no hay previsto ningún orden del día o protocolo en que figuren la oportunidad de su intervención. Así pues, y agradeciéndole su innegable estudio y conocimiento de nuestro tesoro pictórico, así como su valentía, le abrazamos en Cristo y le mandamos la bendición del Santo Padre.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el nueve de mayo de…, … año de Pontificado”.

No se lo tomó a mal, pero insatisfecho, reclamó para sí: Bueno, pues de acuerdo, pero cuando llegue el momento nadie me va a privar de que yo levante la mano ante el Altísimo para pedir que me dejen explicarme. Por supuesto que en Juicio Final yo pido la palabra, vamos.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

¿Quiere saber más sobre el Premio?

¿Quiere conocer las bases del Premio?

Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022