¡Era un jersey de muerto, de muerto! De muerta, para ser más precisos, porque su antigua propietaria, Teresa, como se llamaba la finada, acababa de fallecer de cáncer. Era un jersey rosa encendido. Lo recuerdo muy bien porque se lo había visto puesto tantas veces, en los atardeceres de aquel otoño cuando ya no podía moverse de la cama y mi madre y yo la visitábamos, y ella nos esperaba siempre embutida en las sábanas como un calcetín sudado, con su sonrisa resignada y triste de muñeca pepona, pelona, con sus pendientes dorados y su pañuelo rosa vivo, con su jersey de princesa, mi jersey, en un intento desesperado por arrebatarle a la vida sus últimos brillos y colores.

Flotaba en el aire una atmósfera enrarecida, un pesado olor químico, dulzón, que se mezclaba con el perfume barato y el ambientador de los supermercados ‘Simeón’, un hedor que se pegaba al jersey como una segunda piel, que resbalaba de a gotas, viscoso, por su tez cobriza, tumefacta, mientras ella fingía que no pasaba nada, que todo estaba bien, y se empeñaba en seguir respirando toda esa ponzoña tan solo un segundo más.

Y mi madre, aquel nubloso día de otoño, llegó con el jersey a casa… Y yo no me atreví a rechistar, porque nunca la desdecía, y mis labios pronunciaron tímidamente un: —gracias, mamá—, que sonó hueco y sin convicción.

Y cada vez que me ponía el jersey me iba acercando cada vez más a esa mujer desconocida, poderosa y frágil a la vez como un sol de invierno. Y cada vez me alejaba más y más de ‘la otra’, la impostora, la que se hacía pasar por mi madre.