«De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio,
soñaba con el libro». (El libro de arena, Jorge Luis Borges)

Fue por esa obsesión, por ese afán de verla pasar vagamente, aún cuando ya nada significaba para ella. Durante un tiempo tuve la sensación de que vendría, que llegaría caminando con ese aire distraído de las mujeres irremisiblemente hermosas.

Aquel bar siempre me deparaba su abstruso bullicio y una mesa apostada junto a un vidrio. Desde ahí yo pedía: “¡Una cerveza, por favor!”. Después la dejaba entibiar, melancólico, sin siquiera tocarla, mirando la calle, redibujando siluetas que veía pasar por la vereda, asemejándolas a ella con anhelo. Luego la noche plena se recostaba en los cristales; yo quedaba solo en el sitio y cuando el mozo me lo pedía accedía a partir entre sillas apiladas y por la puerta lateral.

Aquella vez un hombre de barba escandalosa se acercó. Apoyó un tomo soberbio cerca de mi vaso como quien ofrece agendas, revistas ilegibles, o estuches con peines. Ensayé una disculpa con mi brazo, pero ignoró el gesto, acaso esperanzado en ganarme por cansancio.

El libro de mi vida, dejaba leerse en la portada del volumen. Los caracteres dorados y castellanos estaban precedidos más arriba por algunos signos no reconocibles por mí; los intuí orientales o antiguos, excusa válida para todo lo que uno desconoce.

—Le agradezco, pero… –atiné a decirle cuando volvió a acercarse, luego de recorrer otras mesas.

—No me lo agradezca –interrumpió secamente, mientras tomaba el billete que le di a modo de limosna y rechazaba el tomo, dejándolo sobre mi mesa.

Ensayé un movimiento seco tomando el volumen, intentando devolvérselo. No advirtió el gesto. Por la puerta del frente salió del local.

Con vaga curiosidad ojeé algunas páginas pasándolas velozmente con mi mano. Noté, no sin cierta sorpresa, el esquema de impresión de la obra: unas frases cortas se encolumnaban en versículos a modo de Biblia u otro libro sagrado; cada hoja en ese idioma que imaginé sánscrito, o arameo, o farsí, se encontraba aparentemente traducida en la carilla posterior, en una versión española.

Acaso intuyendo, erróneamente, un Evangelio apócrifo, atiné a leer con despreocupación el primer párrafo que encontré. Su seca gramática sonaba a alta profecía:

«Sentado ante el vidrio la esperas, sin saber que el verdadero hallazgo te ha llegado por el hombre de inconsolables barbas».

La coincidencia me movió a risa. Recordé que con buena voluntad todo hecho puede ser tomado como simbólico, inclusive como poético. Con intensión lúdica recorrí algunos pasajes anteriores.

Asombrado, y ya menos divertido, advertí fragmentos descriptivos sobre mi vida; algunos datos puntuales (fechas, lugares) quitaron su carácter de fortuito a los hallazgos.

Sospeché una broma, barajé en mi cabeza los posibles nombres del responsable, y continué revisando partes.

La evidencia me abrumó. El texto contenía referencias íntimas sólo por mí conocidas. Temí por momentos ser víctima de una investigación cercana a lo sectario. Con estúpida soberbia intelectual me sumí en las partes por mí ilegibles. Las creí, ahora, en zarfático o en shuadit o en (La ignorancia siempre es más extensa que el conocimiento.)

Con evidente agitación me acerqué al mostrador del bar. Mis pedidos de datos fueron inútiles: jamás habían visto antes al extraño librero ambulante.

Ese día suspendí mis actividades; un café negro y la vieja estufa a gas, que jamás abandoné, me evitaron tres entrevistas inútiles que suspendí sin culpa; una llovizna que había ganado el crepúsculo, agrisándolo, me sometió, sin esfuerzo, a la solitaria lectura de ese tomo.

Con avidez lo recorrí desde el comienzo hasta llegar a la escena del bar. Una profunda sed y un dolor de cabeza me llevaron hasta un trago de cualquier cosa. Bebí sin pensar, la proeza de esa indiferencia duró unos minutos, estaba aterrado: el libro relataba los hechos destacados de mi existencia con la exactitud de un veedor omnipresente.

Me arrojé a mi cama con premeditada cobardía, me fijé en las gotas lloradas por el vidrio, me perdí en ellas, luego las supe libres, las envidié, llegué a odiarlas.  Con morboso espanto –acaso eso es la valentía– me incorporé y tomé el libro con ansiedad. Mis dedos transpirados tomaron la página en que había abandonado mi lectura. ¿Estaría, a la vuelta, mi futuro expresado en letra de molde?

Temblando silabeé los párrafos siguientes, me auguraban dos o tres días burdos, pero alguna acotación puntual serviría para desenmascarar esta falacia, para despertarme de este sueño que mi imaginación había gestado. Mi esperanza fue vana. Con puntillosa literalidad, los sucesos se cumplieron.

Durante incontables semanas me sumí en los infalibles vaticinios. Pasé noches respirando ruidosamente, obligándome a olvidar el maldito libraco. Caminaba en la oscuridad, fumaba, lo rodeaba sin atreverme a tocarlo, volvía a recostarme y, entre el humo y la promiscua luna que desde el vidrio me miraba apaciblemente, lo observaba quieto pero vivo, latiendo, aguardando que lo abriera.

Así eran mis días: esperas temerosas de lo ya sabido.

Una mañana decidí salir de casa y arrojarlo ya ni sé dónde. Había resuelto mi problema; seguramente alguien lo tomaría y se reiría al leerlo, creyéndolo sólo una ficción.

Al regresar, temblé por horas como un adicto a sus letras, como un ciego abandonado sin un maldito mapa en Braille. Era invierno y corrí sin abrigo a buscarlo. Estaba allí; el gentío parecía no verlo. Intacto me esperaba, tal vez seguro de mi retorno.

Al volver a casa, lo hice: lo leí por completo.

Supe todo mi futuro y, con incomprensible tranquilidad, esa noche dormí sin problemas. La aurora me tomó sin sobresaltos y releí algunos pasajes elocuentes: ella jamás volvería a ese bar; yo no sería longevo pero viviría lo suficiente para ser olvidado con injusticia (algún exégeta de mi obra me vindicará en talleres literarios de la zona sur). Una mujer que respetaría con afecto, y a la que jamás llegaría a amar, me daría tres hijos: uno sería vendedor de seguros; el otro, un esmerado lector de Faulkner; el tercero crearía una religión.

Mi muerte tenía, como todo, espacio y tiempo ya previstos. Sólo por elegancia diré que será un día fresco, soleado, algunos pinos lejanos perforarán el cielo; alguien me llorará, no demasiado.          

Jamás me he atrevido a pensar si soy feliz. Desde que lo sé todo, me empeño en pasatiempos casi atemporales, la pesca, el ajedrez; con ellos ocupo las horas no enunciadas en el texto, pensando, infantilmente, que son momentos de imprevista libertad.

Ya nada me alarma. Eso sí, de vez en cuando vuelvo al bar, quizá sea lo único que me apena. El anochecer siempre me encuentra con mi vaso de cerveza ya tibio, mirando hacia lo lejos, escrutando las calles desde mi mesa, buscando un rastro de ella, de su boca, de sus ojos. Tengo la esperanza de que vendrá, la torpe la ilusión de que, aunque sea en eso, El libro de mi vida se equivoque.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022