−Ha vuelto a la tierra. Escuchad las campanas −nos dijo la directora agitando sus manos y señalando al techo mientras ponía oído en el repicar de la iglesia. Y al principio la creímos.

Los rincones del colegio se convirtieron en lugares grises, arrimados al abismo. Y las palabras de los profesores eran un eco monótono y cavernoso. Es por eso que todos nosotros, niños para más detalle, decidimos buscar al profesor. No tuvimos otro remedio. Nos organizamos en grupos de tres y procurábamos escapadas en las horas de patio. Los exploradores salían a buscar. El resto despistábamos a los profesores −simulábamos caídas, provocábamos el fuego de la pelea− para que nuestros compañeros lograsen encontrarlo. Así estuvimos durante días, alternándonos en la búsqueda y dando parte al resto después de las salidas. Volvíamos a casa con la cabeza en los pies, derrotados. Debió ser hace una semana cuando un grupo lo encontró. Dijeron que no nos asustáramos. Que por mucho que su nombre estuviese grabado en lápida de mármol, lo habían encontrado en otro lugar. Claro que convertido en árbol. De una de sus ramas colgaba su sombrero de paja. El profesor era un árbol justo al borde de la colina, cerca del pantano.

Tan solo debíamos señalar un día en el calendario. Una equis en el mapa. Esperar la hora del patio. Entonces, fugarnos. Si queríamos verlo todos no había otra manera. Crear un incidente en una esquina del patio y correr por la opuesta. Es cierto que veinticinco alumnos −porque esos éramos los que al final emprendimos la marcha− debió provocar muchas sirenas y llamadas al alcalde. No lo sabemos porque dejamos atrás la preocupación de los mayores y nos enfilamos a la colina de piedra. Siempre guiados por la precaución, claro. Que uno de nosotros hubiera sufrido algún daño, aunque hubiese sido menor, podría haber enturbiado la misión. Y al llegar al árbol lo rodeamos. El sombrero colgaba de una de sus ramas y lo examinamos al detalle para comprobar que sí, que realmente era el del profesor. Alguno de nosotros, incluso, escuchó un lamento muy ligero, muy propio del maestro, cuando apretaba el calor. Así que nos dimos la mano, y en un círculo perfecto dijimos las palabras con las que nos recibía todas las mañanas:

−La escuela es el camino.

Es verdad que no comprendíamos esa frase al cien por cien, pero la suponíamos. Y eso ya es un paso. Y al llegar a casa nos ganamos el grito en el cielo de los padres con la camisa remangada. También la reunión con la directora y el ímpetu de sus manos. Claro, que no podían despedirnos del cole. O echarnos. Lo que sea. Porque éramos toda una clase la rebelada y no era plan de dejar vacía un aula entera, con las sillas pobres. Así que volvimos a la rutina. Al bullicio de las carreras. De no ser por esas hojas. A alguno de nosotros, dieciséis en concreto y para dar números exactos, nos salieron unas pequeñas hojas verdes en el brazo. Diminutas. Nuestros padres nos llevaron a mil médicos y el consejo siempre fue el mismo:

−Rieguen esas hojas, no sea que se sequen y eso les afecte al organismo.

Éramos un milagro. Así que al anochecer aplicaban riego, sin más remedio que procurar los cuidados que desde siempre se dan a las plantas. Nos trataban con mimo, practicaban la poda suavemente. Y nosotros lucíamos con orgullo el verdor en el aula. En el fondo, sabíamos que era consecuencia de la visita a nuestro profesor ese día. Y ahora somos rama.

−Es el proceso natural de la hoja. Apoyen a sus hijos −sentenció el doctor con su bata blanca antes de formar parte del árbol.

El agua negra se estanca, por eso los padres actuaron con naturalidad cuando ese día nos sentimos con la necesidad de acudir a nuestro maestro. Fue algo espontáneo. Abrimos los ojos esa mañana y saltamos de la cama, cogimos de la mano a nuestros mayores y los arrastramos al árbol, con sus párpados dormidos todavía. Repletos como estábamos de hojas por todo el cuerpo, no tuvieron más remedio que atender al deseo de planta. Así que nos acompañaron y nos dejaron encima de sus raíces. Luego trepamos. Más tarde fuimos rama. Y desde aquí arriba vimos a nuestros padres lamentarse, con las manos en la cabeza y el llanto cayendo a la tierra. Lágrimas de las que bebimos, claro. Porque aprovechamos cualquier nutriente. Porque ahora todos nos hemos fundido en uno: somos uno. Y el profesor es el centro, tronco poderoso. Cada mañana desplegamos el verde y jugamos con el sombrero de paja. Nos lo pasamos de rama en rama. Eso es antes de que comience la clase y las raíces tiemblen y eso nos haga vibrar a todos.

−La escuela es el camino −se escucha.

Y comenzamos la clase estirando los tallos, flexionando los nudos. Somos el sostén de ese árbol. Sujetamos las hojas. Dejamos a los búhos dormir boca abajo, agarrados de nosotros. Y escuchamos atentos. Yo suelo participar bastante. Ensancho mis yemas y respondo las preguntas del maestro. Es cierto que echo de menos los bollos con azúcar y estirar un poco las piernas. Pero es pasajero, me digo. Lo suyo es que estalle el fruto y caer a la tierra. Rodar y enterrar el hueso. Asentarse en un lugar inesperado. Esperar la lluvia. Entonces, crecer. Esta vez siendo un nuevo árbol.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022