De un bolso del chaleco saca un reloj de oro; mientras lo mira, oye pasos tras él, se gira y ve a un joven observándolo con indiferencia. Le dice:

—Yo te conozco. Tú eres Matías, el hijo de Antonio, mi cochero.

—Y usted don Carlos Arriaga y Monteverdi, marqués de Las Marismas, el amo de mi padre.

—Y el tuyo por añadidura —puntualiza con presunción el marqués—. Pero dime, ¿eres el guarda? Me he quedado encerrado. Por más que me devano los sesos, no acierto a comprender qué demonios hago aquí, en el cementerio del pueblo, cuando los míos están en el panteón familiar, en la cripta del castillo. —Vuelve a mirar al exterior—. Me preocupa mi esposa. Como seguro sabrás, se encuentra en estado de buena esperanza, y temo que la inquietud por mi ausencia injustificada precipite algún acontecimiento desgraciado.

—No soy el guarda —le informa Matías.

—¿No? ¿Entonces qué eres, un profanador de tumbas? ¿Qué haces aquí a estas horas?

—Estoy muerto… como usted.

—Qué tontería es esa, muchacho. Vamos, abre la cancela o trepa por el muro y salta al otro lado; después ve hasta la hacienda a la carrera para que venga tu padre a buscarme con la berlina. ¿No me estás oyendo? ¿A qué esperas? Este relente hace daño a mis bronquios.

—Palpe su cuello —le pide Matías.

El marqués, poco acostumbrado a recibir órdenes de la chusma, enarca las cejas dispuesto a reprenderlo, pero al cabo mete un dedo bajo el cuello de la camisa y toca una grieta que le corta la garganta a la altura de la nuez. Se estremece. Mira a las personas que pululan entre las tumbas sin rumbo, después al joven que lo observa con aquella mirada impasible. Palpa de nuevo la herida: ya no se estremece. Su mente —poco dada a divagar y educada en el férreo pragmatismo— asume la muerte como si la cicatriz fuera la firma del certificado de defunción.

—¿Qué es esto? —pregunta.

—La herida de una navaja barbera.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque yo lo degollé.

Don Carlos retrocede. Matías sonríe y dice:

—Tranquilo. No puedo matarlo otra vez.

—¿Por qué lo has hecho, vamos, por qué? Te exijo una respuesta —no la hay—. ¿Ha sido para robarme? ¿Acaso eras el cabecilla de un grupo de sediciosos que se volvieron contra su amo? —tampoco a esto hay respuesta—. Nunca me has gustado, muchacho; siempre con la mirada torva. Mira que se lo tengo dicho a tu padre: «Cuidado con tu hijo, Antonio, átalo corto, porque si no ese zagal te traerá disgustos; nos traerá disgustos a los dos». Y ahora mira.

Los inquilinos del cementerio comienzan a acercarse atraídos por la discusión. Rodean al marqués y tocan su ropaje, las sortijas de sus manos blancas; una mujer intenta besar aquel rostro afeitado con su boca purulenta.

—¡Atrás, chusma! —ordena, cortando el aire con el bastón—. Yo no debería estar aquí. Tengo un mausoleo familiar. ¿Acaso creéis que la muerte nos iguala?

—Está claro que sí —dice Matías—. En este lugar nadie teme sus bastonazos. Los parias encontramos después de muertos la justicia que no tuvimos en vida.

—¡Qué sabrás tú de justicia, maldito asesino! —grita el marqués—. Mira lo que has hecho: has dejado viuda a la marquesa. ¡Está embarazada! Ahora nunca podré ver al hijo que tanto deseé.

—Tal vez lo tiene ante sus ojos.

—¿A qué demonios te refieres?

—Mi madre me dijo que fue violada por usted y que yo soy la consecuencia bastarda.

Hay murmullos de desaprobación entre la concurrencia, que aumentan en número a cada momento. De pronto el marqués suelta una carcajada larga y atronadora que rompe la calma nocturna y espanta las lechuzas de los cipreses. Los que lo miran pasan de la perplejidad a la risotada, contagiados por el amo. Todos ríen menos Matías.

—¡Estúpido patán! —exclama don Carlos Arriaga—. ¿Es posible que me hayas asesinado por violar a tu madre? ¡Sobre cuántas mujeres habré yacido contra su voluntad! Hoy en día ya no existe el derecho de pernada; pero sí un acuerdo tácito entre la ley y la nobleza. Quién mejor que nosotros para tantear el estado del ganado que tenemos a nuestro cargo y mejorar su linaje en lo posible y de una forma desinteresada. De qué te quejas. Mírate, por tus venas corrió en vida sangre de alcurnia gracias a mí. —Ríe otra vez. Al punto añade, con la vista perdida más allá de los muros—: Ahora bien, todo esto dejó de suceder cuando conocí a mi esposa Clarice de Wiltshire, hija de la nobleza inglesa. Como supondréis, no era cosa de seguir apretándose contra cuerpos de esparto con olor a ajo teniendo en tu hogar uno de terciopelo que huele a espliego. Cuando llegas a casa y encuentras a una mujer así, que te adora y besa el suelo que pisas, un hombre tiene que hacer auténticos esfuerzos para no mostrar su lado más tierno, que siempre va en detrimento de su gallardía. —Mira a su alrededor y chasca la lengua—. Pero qué sabréis vosotros de estas finezas, zoquetes irredentos. Ahora dime —pregunta a Matías—, ¿cómo es que aún conservas la cabeza sobre los hombros? Porque supongo que el cadalso fue lo último que pisaste después de asesinarme.

—La marquesa me descerrajó un tiro en la frente —aparta el flequillo y mete un dedo en el agujero de la bala.

—¡Así que mi esposa ha sido el ángel vengador! —exclama con excitación—. ¡Sí, esa mujer noble y extraordinaria, criará a mi hijo, un Monteverdi, y me perpetuaré en él! ¡Me acabas de hacer el muerto más feliz del cementerio, muchacho!

—Os equivocáis, marqués —lo corrige Matías—. Su esposa me pagó para que lo matara; después ella me mató a mí para eliminar cualquier intento de chantaje.

Mientras el marqués de Las Marismas digiere lo que acaba de oír, Matías da media vuelta y pasa entre el gentío que se mira, murmura y gesticula.

—¡Mientes, bellaco! —grita don Carlos Arriaga, apuntándole con el bastón por encima de las cabezas.

El joven se detiene, mira al marqués y dice:

—No, no miento, señor. Como tampoco miento si le digo que ni ella misma sabe de quién es el hijo que lleva en su vientre, pues su cuerpo de terciopelo con olor a espliego era lugar de solaz y esparcimiento de los amigos de su excelencia cuando usted se ausentaba de la hacienda, tal es el ardor de la entrepierna de su esposa. Es más, esa fue la moneda con la que me pagó su asesinato. Y juro por Dios que el pago fue tan satisfactorio, que, vuelto a nacer, iría otra vez de cabeza al matadero con tal de tenerla de nuevo entre mis brazos.

Y dicho esto se va, dejando a la espalda una tormenta de carcajadas, que no deja oír el llanto desgarrador del cadáver de don Carlos Arriaga y Monteverdi, marqués de Las Marismas.

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