Se decía que había abandonado la carrera poco antes de recibirse, cuando intuyó que no sería capaz de hacer un descubrimiento original, y ningún teorema ni conjetura llevarían su nombre. Se contaba también que había sido un niño precoz, casi un genio, que a los pocos años recitaba cantos enteros de la Divina Comedia en italiano.

En sus clases no seguía el programa. Proponía acertijos: problemas numéricos, problemas geométricos, paradojas que habían desafiado a los hombres desde la antigüedad. Uno de sus favoritos era el clásico planteo de los puentes de Koenisberg: ¿es posible recorrer la ciudad pasando una sola vez por cada uno de sus siete puentes y regresar al punto de inicio?

Oster había modificado el problema, transformando el histórico circuito en un grafo alambicado que se asemejaba a una estrella de siete puntas. Nos desafió a dibujarla de un trazo, sin levantar el lápiz. Los más aplicados lo intentamos sin éxito durante varios días, hasta que finalmente Oster nos demostró la imposibilidad de hacerlo, esquematizando en el pizarrón la prueba que Euler había dado hacía cuatro siglos.

No sé de quién fue la idea de invitarlo a nuestro vigésimo encuentro de exalumnos. Siempre me asombra que existan personas así, dispuestas a recordar, organizar, recrear situaciones pasadas. Rara vez asisto a esos eventos. Pero en esta ocasión no pude resistirme: me ganó la nostalgia.

De Oster sólo teníamos la antigua dirección del chalet en San Fernando, al que alguna vez había ido cuando me entrenaba para las Olimpiadas. Me convencieron de ir a verlo –yo había sido su alumno predilecto– y así fue que me encontré un domingo a la tarde subido a un tren que creí que nunca más volvería a tomar.

La casa quedaba a pocas cuadras de la estación; se veía cuidada, el jardín también. Me abrió la puerta una mujer bajita. Me dijo que tenía que preguntarle al profesor, y al rato me hizo pasar a un living prolijo, con olor a cera y a vainilla. 

Oster me recibió en el escritorio, sentado en su mesa de trabajo, con las cortinas corridas. No había cambiado demasiado. Pensé que los años habían sido más duros para mí que para él. Cuando me dio la mano, le dije mi nombre, y él dijo claro, claro, y no supe si me había reconocido. Después acercó una silla, en la que se apilaban carpetas, las apoyó con cuidado en el piso, y me invitó a sentarme al lado de él. El cuarto estaba lleno de papeles: se amontonaban sobre el escritorio y en las estanterías. No había ningún libro. Sólo anotadores, cuadernos, blocks, resmas enteras, garabateadas. Cuando mi vista se acostumbró a la semipenumbra, vi que en todas las hojas se repetía un único dibujo: a veces grande, a veces chica, en lápiz, en tinta, con trazo fino, con trazo grueso, a veces tachada con rabia, era siempre la famosa estrella de siete puntas. En los bollos de papel que cubrían la alfombra y en los que desbordaban del cesto de papeles supuse que se repetiría el mismo dibujo.

Oster empezó a preguntarme por mis cosas. Le repetí mi nombre, le conté de mi puesto en Princeton, de mi carrera. Le dije que en buena medida le debía mis éxitos a él, mi primer maestro.

Él se sonrió.

– Lo lamento, entonces, cuánto lo lamento –dijo. 

Yo me sorprendí y él volvió a sonreír.

– La matemática no sirve. Hay que buscar en otra parte.

Después se quedó callado. Le mencioné entonces lo de la reunión en el colegio.

– Veinte años ya –dijo él–, y nos pusimos a recordar: los nombres de mis compañeros, de algún celador, algún cura, el escándalo con el profesor de gimnasia. Después me preguntó si yo tenía hijos, si les gustaban las matemáticas, si hablaban español y como era la vida por allá.

Oster se fue animando con las anécdotas, pero yo no podía dejar de mirar las hojas, hipnotizado, y él seguía mi mirada.

– Extraño ¿no?, pero algún día lo voy a conseguir –dibujó con el dedo unas líneas en el aire–, la estrella, de un solo trazo.

Sentí que sería pedante, cruel, ridículo, contradecirlo, mencionarle la demostración que él mismo nos había dado. Murmuré algo confuso sobre la teoría de grafos, pero él me ignoró.

– En sueños la dibujo –siguió diciendo–. Y no una vez, no. Todas las noches el mismo sueño. Se repite el desafío y yo, cada noche, lo logro. Solo que a la mañana no puedo recordarlo. ¿Te das cuenta, Nicolás?

Por cómo dijo mi nombre, por cómo me miró, tuve la seguridad de que Oster era el de siempre, que no estaba loco.

Volvimos a quedarnos en silencio. Él corrió un poco la cortina de la ventana que daba al jardincito. Atardecía. Un último rayo brillaba en el violeta del jacarandá. Un gato gordo acechaba unos pájaros.

– Hay otro mundo, Nicolás. Solo en sueños lo vemos. A veces. Y de viejo. Hay que ser viejo. Allí no valen las mismas cosas. No hay imposible, no hay absurdo. Los axiomas son otros. No hay axioma.

Se calló y yo me acordé del cuadro que había en el vestíbulo del colegio con la imagen de San Lucas, como salido de una estampita, y la frase: ‘Para Él nada es imposible’.

En un momento entró la señora bajita, prendió la lámpara y nos sirvió un té. Tenía el sabor a vainilla que flotaba en la casa.

Antes de irme, le repetí a Oster lo de la invitación. Él me dijo que salía poco: le dolía la espalda, y los trenes funcionaban cada vez peor.

– Estoy ocupado, además, muy ocupado, aunque no lo creas.

En la calle ya estaba oscuro y había ese olor que solo hay en algunos barrios de Buenos Aires.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022