El Monasterio de San Millán se encargaba desde hacía medio siglo de sembrar, cuidar con mimo, y recolectar la vid año tras año. Tras un arduo proceso de maduración, en el que los hermanos se ocupaban de limpiar, seleccionar la fruta de más calidad y recolectar las uvas de cada una de las plantas del agreste suelo manchego, llegaba cada anualidad la más difícil de las tareas: el prensado de las uvas para su posterior fermentación. Los monjes más avezados dedicaban sus esfuerzos a no prensar el grano completamente, para evitar sabores leñosos. La fermentación duraba dos o tres semanas, en las que el vino adoptaba todo el cuerpo necesario que se requería en su uso. Y es que el Monasterio de San Millán dedicaba todos sus esfuerzos vitícolas a conseguir un vino con destino a la oblación. Los hermanos lo llamaban “La sangre de la tierra”, por su color, su cuerpo y densidad.

Las puertas del comedor se abrieron de un portazo, lo que provocó un murmullo entre los hermanos y algunas risitas de los iniciados, que inmediatamente corrigieron sus modales ante la mirada inquisidora del abad. El hermano Gaspar entró como alma que lleva el diablo, con sus pardos ojos desorbitados y agarrando sus ropajes por encima de las rodillas para evitar una caída durante la carrera, lo que le otorgaba cierto aire indecoroso. Su boca desencajada pronunció siete palabras que resonaron en la estancia con un eco sepulcral.

–¡El vino se ha convertido en sangre!

El abad mandó a sus celdas a los novicios, que miraban entre risas al hermano Gaspar y con cierto temor al resto de hermanos, mientras se arremolinaban en torno al endemoniado.

–Cuéntanos, Gaspar, amigo. ¿Qué dices que ha ocurrido? –dijo el hermano Gabriel, el más anciano del monasterio.

–El vino… ¡se ha convertido en sangre! Noté un olor extraño al abrir la barrica para la misa y cuando lo probé…

–Eso no puede ocurrir –replicó el Abad–, estaríamos hablando de…

No terminó la frase. Levanto la mirada a través de las puertas de la estancia y cruzó el patio hasta el cobertizo. Con paso firme y decidido se dirigió hacia la bodega. El resto de monjes lo siguieron. Se acercó a la barrica, intentando no pisar el charco que había dejado el hermano Gaspar tras el sobresalto, e introdujo un dedo en el tonel. El rojo líquido envolvió la falange del abad por completo antes de que lo llevara a la boca. El sabor levemente salado, la densidad casi melosa y el olor agrio le llevaron a la única conclusión posible: aquel líquido era sangre.

Durante los meses sucesivos, el monasterio se llenó de curiosos, campesinos, e incluso nobles que querían comprobar in situ el milagro del vino convertido en sangre. Los hermanos se mostraban nerviosos ante el revuelo armado y es que, por mucha fe que albergaran en sus corazones, no podían dejar de pensar en aquella barrica, que seguía en el cobertizo debidamente sellada, llena de líquido vital. Se preguntaban si realmente se trataba de un milagro o, por el contrario, era fruto de un crimen atroz cometido entre los propios muros del monasterio. La repentina marcha del hermano Eustaquio días antes del hallazgo revoloteaba en las fantasías de los más jóvenes, que imaginaban una horrible mutilación de su antiguo compañero e incluso comenzaban a imaginar extraños ruidos en el cobertizo, que se había limpiado y preparado para su culto. Se había marchado, decían, con el alba, antes de que la vida del monasterio comenzase, y con sólo su hábito como equipaje. Nadie sabía el motivo.

Lo cierto es que el monasterio, hasta entonces olvidado por muchos, se había convertido en pocos meses en un lugar de peregrinaje y la vieja barrica llena de “La sangre de Cristo” en un icono más de adoración y vocaciones encontradas.

El abad permanecía encerrado en su celda día tras día, sin duda afectado por tribulaciones y dudas constantes. La fama era tal que la vida monástica había dado paso a un ambiente muy diferente. Los hermanos se afanaban en atender a los peregrinos que venían desde todos los puntos de la península hasta tierras manchegas para adorar a la barrica sagrada. Las misas se oficiaban de manera pública, en el claustro del monasterio, ante grandes multitudes y los fieles arrasaban los viñedos sólo por conseguir un grano de aquella uva sagrada que tenía la capacidad de convertirse en sangre.

Llegado el mes de junio, con el calor, el número de visitantes se resintió, permitiendo a los hermanos volver a su rutina diaria. El Abad, entonces, reunió a los hermanos en el refectorio y, con el rostro serio, comenzó a hablar con rotundidad.

–Algo muy grave ha ocurrido. Tras meses investigando acerca de la marcha del hermano Eustaquio, no hemos hallado noticia de él.

–El murmullo se acentuó entre los monjes, que se miraban con recelo ante las palabras del Abad.

–Esto me lleva a pensar que la barrica que ha sido objeto de este nuevo “levantamiento de fe” tiene poco o nada de sagrada. Me temo…

Sus labios temblaron ante la idea que tenía en la cabeza.

–…que el hermano Eustaquio, o lo que queda de él, está en el interior de esa barrica.
El revuelo resonó como un vendaval entre aquellas paredes de piedra, vacías de todo ornamento y confidente de muchos secretos monásticos.

–¡Silencio! Debemos…dar sepultura a nuestro hermano…

–¿Y qué haremos con la gente que viene a adorar a la barrica?

–Colocaremos otra barrica igual llena de vino. Nadie lo sabrá nunca. Si Dios ha querido que la muerte de Eustaquio sirva como fuente de fe, ¿quiénes somos nosotros para dudar de los caminos del Señor?

Todo se preparó durante la noche. Los hermanos encendieron unos cirios y en fila de a dos se dirigieron durante la madrugada al cobertizo. En unas andas preparadas a tal efecto llevaron la barrica hasta el viñedo, donde el hermano Saúl había cavado durante toda la tarde una fosa. Entre rezos y cánticos, y con lágrimas en los ojos, los monjes despidieron al hermano Eustaquio y lo entregaron al Todopoderoso. Enterraron la barrica en aquella tierra que el destino había querido que la albergase. Nadie se atrevió a indagar dentro de ella. La evidencia, en aquel caso, era demasiado aterradora.

Los meses pasaron y todo siguió igual. Los peregrinos comenzaron a llegar en masa tras el verano, de todas las partes del país. Los hermanos volvieron poco a poco a la normalidad, a pesar de que la historia de la barrica seguía muy presente en la memoria de todos, levantando incluso sospechas acerca de la autoría del crimen. Todo cambió una mañana de noviembre, en la que las puertas del monasterio sonaron pasadas las diez de la noche. Una extraña hora para una visita a un monasterio, pensaron algunos. El Padre Victorino se encargó en persona de abrir el portalón de entrada, que se quejó de vejez ante los oídos de todos los hermanos, amontonados tras la espalda del abad, ansiosos por ver quién se atrevía a interrumpir la paz de la noche en aquel santo lugar.

Cuando la hoja de la puerta se abrió, los rostros se volvieron pálidos como la cera, las bocas quedaron abiertas, y algún hermano tuvo que ser sujetado por sus compañeros, al desvanecerse. Ante ellos, con el pelo húmedo por el sudor, el hábito lleno de polvareda, y lágrimas en los ojos, estaba el hermano Eustaquio, algo demacrado, pero vivo, sano y lleno de vitalidad.

Se arrodilló ante el Padre Victorino, suplicando perdón y pidiendo penitencia por su falta. El abad lo recogió del suelo, y lo llevó a su celda, donde estuvieron toda la noche conversando y rezando.

Nunca se supo por qué la marcha del hermano Eustaquio, pero desde aquel día se encargó de cuidar junto a sus hermanos cada una de las plantas del viñedo divino, en el que se había enterrado la milagrosa sangre del Cordero de Dios. El abad nunca más volvió a mencionar el suceso, pero cada día, al caer la tarde, los hermanos se arrodillaban ante aquellas tierras sagradas, pidiendo perdón por su falta de fe y llorando ante su terrible pecado.

Dicen los más viejos del lugar que desde aquel año las tierras manchegas del Monasterio de San Millán dan los mejores vinos conocidos en Occidente, que tienen un sabor lleno de matices capaz de producirte diferentes estados de ánimo, un cuerpo que se desliza por el paladar como si de ámbar se tratase y un color que recuerda al mismo sol antes de ponerse. Un vino digno de ser escanciado para el mismo Dios.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022