No era el caso de esa noche en particular. Digamos, sí, que estaba desvelado, pero la razón por la cual no lograba dormirse Ricardo la conocía muy bien: los ronquidos de su mujer.

“Qué iluminación ni qué ocho cuartos”, le decía su padre, “todas tus ideas son descabelladas”. Y una de ellas era la de ser contorsionista, que se le daba bastante bien, a pesar de lo que pudiera pensar su progenitor. La idea había hecho irrupción en su cabeza de niño hacía ya muchos años, al desaparecer su madre. En las noches, cuando esperaba el beso maternal que no llegaba, Ricardo sentía la soledad mudarse en frío y comenzaba a tiritar. Entonces, poco a poco, doblaba las rodillas, cerraba con fuerza los puños, se rodeaba las piernas con los brazos, inclinaba la cabeza hasta que la barbilla le tocaba la garganta, apretaba los muslos contra su pecho, cerraba los ojos y se acurrucaba convirtiéndose en un pequeño ovillo humano, chiquitito, cada vez más chiquitito. Y mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, él también iba desapareciendo. Con el tiempo, para contrarrestar la ausencia que le invadía el corazón, llenaba con su cuerpo cajas o rincones cada vez más reducidos. Se le hizo una costumbre, y su pasatiempo favorito, y su forma de olvidar.

Otra idea absurda, siempre según su padre, fue la de casarse: “¿Cómo se te ocurre? Todas las mujeres son iguales. Te va a abandonar. ¿No estás bien conmigo?”. Sin embargo, su esposa aún estaba allí, su presencia sonora lo confirmaba. Ricardo se volvió a mirarla. Lástima, se dijo, porque es bonita.

Justamente, la idea de casarse se le había presentado en una noche de insomnio. Se dio cuenta de que necesitaba una madre y la buscó, su mujer tenía veinte años más que él. Pero roncaba. Quizás todas las progenitoras roncan, se dijo dejando de observarla. Él no lo sabía, no tenía experiencia maternal.

Nada peor que el insomnio para un hombre con tendencia a producir ideas rebuscadas: la noche es generadora de los más insensatos disparates. Y la última que le rondaba por la cabeza concernía a la heladera que su mujer había comprado hacía unas semanas. En realidad, más que la heladera en sí, lo que le interesaba era lo que esta albergaba dentro.

Desde hacía unos cuantos insomnios, Ricardo se preguntaba qué sentirían las verduras y la carne en ese frío. ¿Se acurrucarían también ellas, se harían un ovillo? ¿Por qué se preocupaba él por eso? Porque pensaba, estúpidamente, que cuanto más grande la heladera, más frío. ¿Y por qué se preocupaba ahora y no antes? Ricardo no lo sabía a ciencia cierta. Quizás porque creía que en la antigua heladera, que era muy pequeña, las verduras y la carne estaban amontonadas y se daban calor entre ellas. Quizás… ¿Por qué semejantes creencias? Porque Ricardo, como bien decía su padre, era un constante generador de ideas absurdas. Y, como se lo recalcaba muy a menudo también su progenitor, porque “la culpa de todas esas ideas estúpidas la tiene tu madre”.

La cuestión es que esa noche, atacado una vez más por los ronquidos de su mujer y su correspondiente insomnio, Ricardo se revolvía en la cama inquieto sabiendo que tenía que reaccionar, como cada vez que lo iluminaba una idea.  Se levantó sin hacer ruido y, tanteando en la oscuridad, se dirigió hacia la cocina. Lo encandiló la luz al encenderla, parpadeó y cerró los ojos con fuerza hasta que las manchas brillantes se fundieron en la oscuridad. Volvió a abrirlos y se encaminó hacia la heladera. Abrió la puerta. Sintió el frío golpearle el rostro y el cuerpo a través del pijama. Instintivamente se acurrucó. Espera, se dijo, todavía no. Con sigilo, tomó las botellas de leche, las de jugo, las de vino blanco y las ubicó sobre la mesa. Sacó la mantequilla, el queso, los dulces, los huevos, el café, todo, salvo las verduras, que colocó en el cajón inferior, y la carne, que acomodó sobre una reja justo encima del cajón. Retiró todos los otros estantes sin perder tiempo y sin hacer ruido. Cerró la puerta y se quedó mirando la heladera. La analizaba desde que había hecho su aparición en la casa: apenas más baja que él, de unos sesenta centímetros de ancho, y de color gris metálico, aunque eso no tenía demasiada importancia, el tamaño era lo que contaba y sabía que no sería un problema. Se desnudó, tomó aire, abrió la puerta. Se sentó sobre la reja en donde se encontraba la carne con las piernas colgando hacia el exterior. Sintió el frío en las nalgas y se le puso la piel de gallina. Al mismo tiempo que flexionaba ambas piernas, agachó la cabeza, curvó la espalda y giró cuarenta y cinco grados. Al acomodarse, su pie derecho se topó con un pollo. Tiene la misma carne de gallina que yo, pensó, y sonrió. Curvó más la espalda, inclinó más la cabeza, flexionó más las rodillas. Una vez que encontró una posición cómoda entrecerró la puerta; necesitaba la luz para ver qué sucedía. Se rodeó las piernas con los brazos y esperó. Solo oía su respiración. Una, dos, cinco, diez veces… Ricardo fijaba la mirada en el vapor que se escapaba de su boca con cada espiración. Comenzó a tiritar. Estrechó un poco más las piernas contra su pecho. Miró a su alrededor, nada se movía en ese silencio helado. Ni las verduras ni la carne cambian de aspecto, pensó mientras el calor abandonaba poco a poco sus extremidades. Sentía el frío adueñarse de su nariz, sus orejas, su boca. Se pasó la lengua por los labios, movió los dedos de los pies y de las manos. Pero en la heladera todo se mantenía inmóvil.

Observó detenidamente su cuerpo y constató que tomaba un ligero color azulado. Sin embargo, las verduras y la carne parecían mantener el color. La temperatura no es la correcta, se dijo, la puerta no está completamente cerrada, estoy haciendo trampas. La cerró, y la oscuridad lo envolvió. Se acurrucó todo lo que pudo, como si el hecho de encogerse le permitiera llenar aún más el espacio. ¡Qué idea tan absurda! Esperó, los oídos al acecho, los ojos grandes abiertos, percibiendo solo el frío. Los temblores se hicieron más fuertes, sus ojos lagrimeaban, sus extremidades se iban poniendo rígidas. Creyó sentir un roce extraño contra sus piernas. Algo está sucediendo, se dijo. Escrutó el negro en el que estaba sumergido y vio las sombras, sombras que se desplazaban… La carne, las verduras, se dijo, ¡se están moviendo! ¿Habrían cambiado de color? “¿Qué sienten?”, les preguntó.

Las sombras se acercaban y se alejaban. Intentó tocarlas pero sus miembros entumecidos no le respondieron. Se ovilló aún más, se hizo más chiquito. El corazón bombeaba fuerte, se le aceleraba. La respiración se le volvió violenta, el aire entraba y salía rápidamente de su boca, lo enfriaba por dentro, por fuera, lo adormecía. Como cuando era pequeño y se encontraba solo en su cama. Las sombras, las verduras, la carne, de tinte azulado como el de su piel. Las sintió temblar, helarse contra sus piernas. Se hizo más chiquitito. “¿Qué sienten?”, logró articular. “¿Qué sienten ustedes cuando están en la heladera?” Y entonces apareció su madre, escuchaba nuevamente su voz… Sintió que le ardían los ojos. Ha vuelto, se dijo, mientras intentaba encontrarla en la oscuridad helada; y le hacía la misma pregunta, la misma de todas las noches antes de que él se durmiera, antes de que ella le diese un último beso… ¿Qué sientes? “Frío”, le respondía él de niño. “Frío”, respondió Ricardo. Frío, sí, eso se siente en los pies descalzos que tocan la nieve, esa nieve sucia amontonada al costado de la puerta, mezclada con el barro. Frío, eso es lo que sentía al ver la espalda de su madre alejándose de la casa, del jardín, de él, de su vida…

Y fue en ese preciso momento que su mujer se despertó, que tendió la mano en la oscuridad en busca de su cuerpo caliente, que no lo encontró y se levantó, que registró el baño, el salón, la cocina. Que descubrió la mesa cubierta de alimentos. Que abrió la puerta de la heladera… que lo vio, acurrucado, como una gran bola de carne azulada y violácea, compacta y dura. Con las lágrimas casi congeladas.

—¿Qué coño estás haciendo ahí? —exclamó.

Pero fue mucho más tarde que Ricardo le pudo contestar:

—Lo que viven esas pobres verduras y la carne es un infierno.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

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