Aquella tarde le había llamado Leonor y, desde que colgó el teléfono, no dejó de pensar en ella. Los treinta años transcurridos desde el último encuentro hicieron que su recuerdo se fuera espaciando poco a poco, hasta quedar en un limbo que de vez en cuando veía la luz. El eco de la voz que dijo amarlo tantas veces se estremecía en su cerebro, como si unos instantes antes la hubiera tenido entre sus brazos, después de poseerla con la misma pasión de entonces. El recuerdo de aquellos momentos lo excitaron; la fragancia de la juventud, la transparencia de su piel, las caricias y los besos, le acudieron con la fidelidad de lo más deseado.

Leonor supo que Alejandro dejaba definitivamente Barcelona para irse a vivir lejos y le pidió verse con él antes de su partida. Al escuchar su voz, estuvo un instante bloqueado, unos segundos en los que pensó que, a pesar de los treinta años transcurridos, el amor que ambos se profesaron merecía ese encuentro. Después de formalismos vacíos, de palabras huecas y de titubeos, quedaron para encontrarse al día siguiente en la misma cafetería en la que se vieron por última vez. El Velódromo, uno de los pocos cafés que habían superado el paso de los años en el mismo lugar y con el mismo nombre.

La tarde, la noche y la mañana del día señalado miraba el reloj instintivamente, con frecuencia, como si ese gesto provocara que las horas pasaran más deprisa. Iniciaba acciones inútiles con gestos imprecisos, hasta que, a falta de unos treinta minutos para la hora convenida, salió a la calle y cogió un taxi. En la imaginación llevaba la última imagen de una Leonor joven, con veinticuatro años recién cumplidos y la triste mirada que le dedicó al despedirse. ¿Cómo será ahora? ¿Qué cambios habrá experimentado? ¿De qué hablarían? Se preguntaba a pocos metros del lugar donde quedaron.

Al llegar, empujó la puerta del bar con timidez, temeroso de que el encuentro no fuese como esperaba. Observó el interior y Leonor no había llegado aún. Eligió una mesa junto a la cristalera que daba a la calle, decidido a esperar. Unos minutos después estaba allí, frente a él, vestida de rojo, con la sonrisa de siempre y el pelo blanco, de un blanco provocado. Seguramente, cuando consideró que luchar contra sus canas sería inútil, decidió que su cabeza sería totalmente blanca. Decisión que no le sentaba nada mal. Ambos se sentaron uno frente al otro, sin que ninguno apartase la mirada del otro, indecisos, esperando que alguno se decidiera a romper el silencio. Cuando lo hicieron, sus palabras y frases eran atropelladas, se interrumpían, con la intención de que uno de los dos coordinase una frase completa. Ambos intentaban disimular el deterioro del tiempo con miradas y sonrisas que difícilmente ocultaban la pasión vivida treinta años antes.

En el primer silencio que se hizo, Alejandro le preguntó por lo más significativo que había vivido durante ese tiempo. Leonor le dedicó una sonrisa entristecida, apartó su mirada y, a través del cristal, observó el trasiego de la calle. Finalmente, lo miró para decirle: “De todo hubo en este tiempo; mi marido es buena persona y buen padre. No sufrimos apuros económicos, pero la vida nos ha tratado duramente. Hace dos años, mi segundo hijo Carles murió en un accidente de automóvil cuando se dirigía a Valencia por asuntos de su trabajo. La muerte de un hijo en lo mejor de su juventud es muy difícil de asimilar. Creo que imposible”. Alejandro se percató de que los ojos de Leonor se enturbiaban y bajó la vista para disimularlo. Alzó la cabeza y lo miró nuevamente: “Ese es el principal motivo de este encuentro. Tarde o temprano tenía que suceder”. Extrañado, Alejandro le dijo que no veía la relación de una cosa con la otra, salvo que ella se lo explicase. Leonor tomó un sorbo del té que había pedido, puso las manos sobre la mesa y le dijo: “Carles era hijo tuyo. De no haber muerto es probable que nunca lo hubieras sabido, pero cuando me dijeron que te ibas, creí que estaba obligada a decírtelo”.

Desconcertado, Alejandro se puso en pie, se giró, volvió a sentarse y cruzó los brazos. La tensión, reflejada en su rostro y en sus manos, hizo aflorar en Leonor la tristeza en la sonrisa. Lo observaba con cierto temor, no sabía cuál sería su reacción, aunque supuso que, seguramente, le reprocharía no habérselo dicho, estaba segura de que sería una reacción momentánea. No tardaría en comprender su silencio; Alejandro estaba casado y tenía hijos. Ella estaba en la misma situación y no quiso poner en peligro su matrimonio y la tranquilidad de sus hijos. Ambos estaban callados, Alejandro, visiblemente nervioso miraba a todos lados, observaba los rincones, pero no le salían las palabras.

Leonor, sin perder la sonrisa, lo miraba fijamente, no apartaba los ojos de él, con la esperanza de que dijese algo. El silencio y la sensación de pesadez que proporcionaba al ambiente hicieron que Leonor interviniera: “Lo único que me quedaba de ti era nuestro hijo. Lo miraba y te veía, incluso tenía gestos que eran tuyos. Para mí, aparte de ser mi hijo, también te tenía a ti. Era un gran consuelo después de perderte. Con frecuencia tenía que disimular para que no se notara mi preferencia. No debía de hacerlo bien, mi marido y mi hijo mayor, Alfredo, me llamaban cariñosamente la atención. Incluso él, Carles, algunas veces rechazaba mis efusiones de cariño. En fin, todo eso está perdido para siempre. No sé si he hecho bien diciéndotelo, pero creí que era mi obligación”.

Alejandro se puso en pie nuevamente, pegó la frente a la cristalera, observando la fina lluvia que mojaba la calle. Volvió a sentarse y, sin apartar la mirada de Leonor, le cogió las manos para decirle: “Me gustaría hacer el amor contigo por última vez”. Ella que adivinó las intenciones de Alejandro antes de que hablara, negaba con la cabeza: “No, no es buena idea, las cosas han de quedar como están. Ni tú ni yo somos los mismos de hace treinta años. Tú no harías el amor conmigo, lo harías con aquella joven que un día se entregó enamorada. A mí me sucedería lo mismo. Quedémonos con aquel recuerdo y que la vida nos trate mejor en adelante”. Ambos se miraron sonriendo y Leonor se levantó con ánimo de irse, Alejandro hizo lo mismo y se fundieron en un prolongado abrazo. Al separarse, Leonor le cogió las manos y le deseó paz y dicha para su nueva etapa. Él se sentó nuevamente y, a través del cristal, vio como el vestido rojo se reflejaba en la calzada mojada por la lluvia y se perdía precipitadamente al girar la primera esquina.

Con las manos en los bolsillos, la vista baja y caminando lentamente, sin rumbo premeditado, Alejandro descendía por la calle Villarroel pensando en la revelación que le había hecho Leonor. No sentía la fina lluvia, ni se percataba de que la gente se apartaba para dejarle paso. Pensaba en el hijo que no conoció y trataba de fijar la ocasión en la que Leonor quedó embarazada. Se detuvo sorprendido de que la muerte de su hijo no fuera lo que más le preocupaba. Tampoco le provocaba reproche alguno que Leonor se lo hubiese ocultado. Era una sensación híbrida, indefinida, comparada con la que tuvo al ver y al despedir a Leonor. Otros pensamientos lo llevaban al intento de justificar el débil sentimiento que le produjo saber la existencia de su hijo y su prematura muerte. Al fin y al cabo –pensó–, he vivido ignorante de su existencia, nunca lo tuve en mis brazos, no sé qué fisonomía tenía. Tampoco escuché su voz, no sé qué me hubiera dicho, ni cómo me hubiera llamado. He vivido en la ignorancia de su existencia y, ahora, no puedo inventarme los sentimientos que pude haber tenido.

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