Escrito con fuente Century Gothic cursiva, al final de un escueto e impersonal convite, mi nombre. Allí está, resaltado con un cambio de color entre bronce y dorado, que me parece remilgado, ridículamente pretencioso para de quien viene.

Guardé el sobre en mi bolsillo sin ademanes ni comentarios. Solo con un movimiento simple de mentón hacia abajo agradezco adustamente la entrega al mensajero y vuelvo a mi sórdido escritorio despintado. 

Una vez más, todo inicia. Quién diría que un pequeño pedazo de papel originaría tanto pesar e incertidumbre, y exaltación, y odio en mí, que, qué puedo decir, soy una persona taciturna, respetuosa, que no molesta a nadie.

Esa noche volví a casa con los pies más cansados que de costumbre. Subí la escalera hacia mi morada de fachada antigua con ribetes neoclásicos mascullando improperios intermitentes ante las faenas a las que me sometería en el futuro cercano.

Mientras revolvía el sofrito de morrón y cebollas, pareja de un bife que crepitaba en la sartén de al lado, y la vieja cocina se llenaba de picor agrio y ese olor característico, magnífico, ahumado, dulce y salado, a carne asada, me reprobaba a mí mismo por estar tan enojado y excitado a la vez.

Dos fuerzas luchaban en mí. Porque no es que yo sea una persona antisocial, uno de esos personajes al borde de la locura o la patología, no, no es así, yo tengo uno que otro amigo, suelo ir al bar del Negro los viernes, charlar con las mozas, con Tito antes que desparrame su humanidad por algún rincón sucio y anaranjado.

Ese pequeño lado social lograba que me entusiasmara un poco concurrir a esa fiesta, que me diera un incipiente cosquilleo en los riñones cuando me imaginaba entrando de manera triunfal a través de pórticos saturados de flores y cintas al tono. Ese minúsculo costado cordial hacía que me halagasen esos ornamentales trazos áureos en la fina misiva que destacaba entre brillos mi gracia: Alberto.

Sin embargo, a regañadientes, mi lado solitario, huraño, honesto, destrozaba cualquier idea de ceremonia.

Quién era este tipo para venir a fastidiarme de la noche a la mañana, a obligarme a vestir un traje. Porque así lo dice abajo, muy abajo, en negrita y resaltado, la infame tarjeta. Lo que significa obligarme a gastar mi dinero en un traje nuevo, entrar a una de esas tiendas en donde insistentes vendedores se empeñan en mostrarte lo que no quieres ver, porfiarte que ese disfraz es la última moda, y desvalijarte con un tono de voz que entienden como elegante cuando es aflautado y ordinario.

Quién era este anfitrión para decidir sobre mi tiempo y en qué y en cómo usarlo. Yo, que disfruto tanto del momento de llegar a casa. Sacarme de un tirón los zapatos, servirme un whisky y tomarlo mientras fumo en mi sillón desvencijado. Yo, que vivo solo porque quiero, y decido cada actividad, cada quehacer, cada cambio y cada alboroto aquí en mi casa.

Y aunque la fecha parezca lejos, el día llegará, y me levantaré agitado entre resoplos y protestas. Encima un sábado. El único día valioso de la semana, en el que las horas parecen sobrar y no tironearte como el viernes atrasado y coartado por el trabajo o el domingo, anuncio finito de lo obsoleto del tiempo.

Ese día deambularé por la casa, vistiendo cómodo pero tensionado. Sabiendo que cada minuto libre de esa tarde desemboca en un festín encorsetado, formal y olvidable.

Desdoblaré la camisa tan bien empaquetada, impoluta, blanca. Desenrollaré la fina corbata de raso negra, que anudaré a mi cuello demasiado apretado, por lo cual protestaré, porque desajustarla y armarla nuevamente frente al único espejo en el baño me dará calor y se empañará aún más el vidrio con tanto vapor condensado. 

Deberé llamar a un taxi, calculando antes el tiempo prudente para cruzar la ciudad hasta el extremo norte, que siempre es donde están todos los salones que se precien de ser anunciados con invitaciones pequeñas y rugosas, con ribetes dorados.

Entraré con suerte solo, porque es sabido que la gente acuerda misteriosa y tácitamente llegar a un lugar a la misma hora determinada.

En caso contrario, una urraca vieja demasiado maquillada, con una especie de boina en la cabeza, (fascineitors, dicen que se llaman), se acercará hacia mí como si no hubiera más mundo, hablando casi en grito con un ¡¡¡¡hoolaaa Alberrtoooo como estássss, quée alegríiiiaa verrteee!!! Yo, mientras, miraré con alarma su peinado, unos picos y rulos escultóricos puestos con la ilusoria idea de que contribuirán a su delicadeza y elegancia, como si pudiera lograrlo algo amorfo que se trepa y pende de una cabeza.

Una vez dentro deberé atragantarme en un mar de sonrisas colosales, enmarcadas en rouge, bigotes o carcajadas estrepitosas.

Bracearé entre cuerpos embadurnados en pachulí y jazmines. Me saturaré de contemplar brillos, perlas y oro líquido, brotando desde su piel, desde sus poros. Parecerá que este elixir intravenoso los hace reír y reír, y hablar livianamente, como si el mundo tuviera un lujoso mantel suspendido sobre  la mugre y esta gente flotara sobre el hilado suave, levantando sus copas rojas, alimentando de vino fino y champagne sus arterias para mantenerse siempre estúpidos y dormidos.

De a ratos daré con un recodo, un esquinero manso, levemente despoblado, en donde me refugiaré de conversaciones necias, frívolas y somníferas.

Seguramente encontraré alguna moza que me imitará, luego de avanzar entre la masa de lentejuelas y gemelos platino con su bandeja llena, regresando hastiada de miradas condescendientes y opiniones latosas y terminando a mi lado preguntándose por qué aceptó este trabajo, por qué no terminó de estudiar, porqué se embarazó tan temprano. Yo le ofreceré mi mirada más compinche, y ambos sabremos que nos entendemos tanto. Qué injusta es la vida, exclamará ella con la repugnancia más decente, y me lanzará tácitamente un pedido de rescate.

Ciertamente, la observaré más y más; a cada minuto me parecerá más hermosa, y eso me pondrá de buen humor, quizás hasta alegre, tanto que podría tener fuerzas, acodado ahí sobre la baranda de la escalera de servicio que muere en ese invisible esquinero del gran salón, para hacer cuenta de que estoy en una fiesta verdadera, esas en que suceden las cosas que uno siempre imagina que deberían suceder.

De repente veré a una rubia escotada dirigir palabras rabiosas a una pelirroja que parece ignorarla de espaldas. Un instante después la rubia la sorprende agarrándola del cabello y no la suelta e intenta marcarla a fuego con sus uñas esculpidas, un hombre se acerca e intenta separarlas mientras las demás damas hacen una “o” gigante con sus bocas, que son cubiertas por guantes o pañuelos de seda. Otro invitado interviene, se arma una especie de enredadera humana y una pierna con taco sobresale y hace tropezar a un señor de smoking que, en su caída estrepitosa, se agarra del mantel, el cual desperdiga por gran parte del piso de parqué pinchos de jamón crudo y queso de cabra, canastitas de salmón ahumado y cupcakes de crema de jengibre y arándanos.

El encerado piso crea un lodazal tan resbaloso que hasta el grupo más alejado comienza un baile de movimientos frenéticos de piernas y brazos alocados para evitar el derrumbe en tropel.

Una cincuentona ayuda a la anfitriona que parece extenuada de tanto intento por levantarse del suelo, la anfitriona niega la ayuda a los gritos de: ¡qué me venís a ayudar vos, ahora, mosquita muerta!, a lo que retornó una contestación aún más escandalosa y grosera replicando que su hijo no es un idiota al que pueden ponerle cuernos.

Parece ser que la cincuentona es la suegra de la anfitriona y hay bronca allí de larga data.

La música de pronto cesa, y no por la dimensión del revuelo sino porque el cantante salta del colorido escenario para ensañarse con la cincuentona malvada que, defendiendo a su hijo, está injuriando a su amante. Vuelan los fascineitors, comienzan las trompadas, la multitud se hace cada vez más grande, bultos como un gran engrudo negro.

Tan negro como las miradas llenas de ira de estos turbios invitados. Miradas como imanes, en las que yo, aun de lejos, resistiéndome, me sumerjo y me hundo en medio de un aceite quemado, un untuoso petróleo que me jala hacia adentro, hacia el fondo, y me asfixio, y me ahogo, y escupiendo y tosiendo me despierto de esa nebulosa y me veo sosteniendo un champagne que nunca hubiera pedido de estar sobrio. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que esta fabulosa kermés que me divertía tanto no fue real: los invitados se encontraban tan educados, quietos y prudentes como antes, no existía ningún rastro de una bacanal precedente, los convidados continuaban exhibiendo esas anchas sonrisas de nieve acartonada.

Frustrado por el descubrimiento, aún más sabiendo que ni siquiera habrían transcurrido más de cinco minutos desde mi llegada, giraré la cabeza hacia mi costado derecho y buscaré a esa moza realista y bonita, pondré esa inocua copa de champagne extra seco lentamente en su firme bandeja, y, sin darle mayor argumento, la sacaré de ese aquelarre tomándola de la mano mientras la fuente, las copas y las burbujas vuelan en el aire.

Ya afuera, sintiéndonos nuevos y libres, besaremos la noche, los labios y la luna en algún rincón oscuro, como preludio a lo que vendrá y desquite de lo ido. 

Llegaremos abrazados a mi portal de ribetes neoclásicos y giraré la llave nervioso y entusiasmado. Después de todo, mi fiesta fue un éxito; la de los demás, como siempre, fue un fracaso.

Al pisar triunfalmente mi antiguo y alargado zaguán verde oscuro, tomado de la excitante mano de ella, mi natural y fresca sonrisa se cerrará de pronto, me contendré unos segundos y vomitaré una aparatosa y casi demencial carcajada. Ni la risa ni la bronca podrán describir lo que sentiré cuando vea en el suelo, tras una marca recta de polvo por haber sido deslizado bajo la puerta, un pequeño sobre, blanco nacarado, insolentemente destacado por ribetes dorados.

Entonces, asustado, aturdido, iré hacia atrás, caeré por un remolino de burbujas y plumas y me desplomaré sobre mi viejo sillón desvencijado, y veré el vaso de whisky añejo, que está esperándome, y la tarjeta sobre la mesa de arrime, con fecha que aún no ha caducado.

Anticipándome a tanta catástrofe, aun lamentando los besos valiosos de la moza, rompo el sobre y la tarjeta en minúsculos, ínfimos, pedacitos hasta casi enredarme los dedos.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de Todo comienza con un sobre pequeño, vigésimo primer cuento seleccionado.

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