Normalmente las personas caminan decididas, directas, al lugar al que van; y su manera de caminar está en franco contraste con mi manera de hacerlo.

Esta manera de andar ociosamente, sin rumbo, puede llamarse en nuestra lengua errar, vagar, pasear, deambular, pero ninguna de estas palabras es muy positiva, ninguna transmite una vaga idea del enorme placer que se obtiene caminando de ese modo. De los cuatro verbos, solo “pasear” incluye la idea de placer; sin embargo, no atrapa la noción de ir sin rumbo. El paseo es algo que se realiza de manera rutinaria, siempre por las mismas calles, algo cuya finalidad no es perseguir ociosamente lo que uno no conoce, sino volver a ver una vez más lo mismo y a los mismos que ve todos los días.

El inglés, por el contrario, cuenta con una preciosa palabra para describir esta manera de deambular sin rumbo: wandering. Esta mañana pensaba en esto porque la ciudad en que me encontraba, en que me encuentro ahora, es Bristol, seguramente la más mediterránea, la más francesa, la menos británica de todas las ciudades de Inglaterra.

Wandering es una palabra con un precioso sonido de celesta, que empieza con wand (varita mágica) y termina con ring (anillo). Aparte de sus connotaciones mágicas y hasta sexuales (lo digo por si hubiera algún perverso lacaniano leyendo esto), se da la casualidad de que wander, deambular, se parece mucho en su sonido a wonder, que significa maravillarse y también preguntarse por algo. Wonder es aquel desconcierto fecundo que está en el origen de la filosofía, cuando uno, un día, de repente, vuelve a ver algo que siempre ha visto, pero por vez primera lo ve como si lo viera por primera vez, y siente esa extrañeza que le lleva a hacerse preguntas. Por ejemplo, seguro que Tales de Mileto llevaba toda la vida bebiendo agua y lavándose con ella cuando de pronto, un día, observó la que tenía en el cuenco de las manos y se preguntó qué era aquello, como si no la conociera. Sí, la llevaba viendo toda la vida, pero nunca hasta entonces se había extrañado, nunca la había visto como quien ve algo desconocido e incomprensible. Eso es wonder.

Aunque wander y wonder son palabras paisanas (o sea, provienen del mismo pueblo, pues ambas llegaron del antiguo germano), no son parientes. Y, sin embargo, no solo el parecido entre ambas es asombroso (o sea, wondering), sino que me gusta verlas caminando juntas (wandering together). ¡Fíjense, ahora mismo pasan por ahí delante, caminando y maravillándose, las palabras wandering y wondering!

Cuando uno va caminando a algún sitio, por ejemplo a su lugar de trabajo, las piernas cumplen una función importante, la función para la cual han sido tradicionalmente utilizadas: la de desplazarnos. Es una función muy noble (no se me rían), y también muy práctica, en la que sin embargo las piernas se han visto, en los últimos siglos, sustituidas por diversos tipos de animales y aparatos, llamados vehículos, lo cual amenaza con dejarlas sin otra misión en la vida que la no tan frecuente de sostener el resto del cuerpo delante de la barra del bar y la menos frecuente aún de provocar deseo.

Sin embargo, aun sin tener ningún sitio al que llevarnos, las piernas pueden ejercitarse caminando (pasemos por alto, de momento, otros usos) por varios motivos más: podemos sacarlas a pasear para hacer ejercicio, que es una actividad que prácticamente realizan ellas solas, y en la que nosotros no tenemos más remedio que acompañarlas.

Sacamos a pasear las piernas como quien saca a pasear al perro: nosotros solo estamos de acompañantes. Así como el perro no puede salir a caminar solo, al menos en la ciudad, así tampoco, por desgracia, las piernas pueden salir a caminar solas, ni en la ciudad ni en el campo. Si pudieran, muchos las mandarían todo el día por ahí a hacer un saludable ejercicio mientras ellos se quedaban en casa viendo tontadas en la tele y comiendo patatas fritas.

Pero errar, vagar, pasear o deambular tampoco tienen mucho que ver con esta actividad de hacer ejercicio. Cuando uno yerra, vaga, pasea o deambula no acompaña a las piernas, sino que las piernas lo acompañan a uno. A  cada paso, es el errante el que va decidiendo adónde va o, mejor dicho, hacia dónde, y las piernas le obedecen pero, eso sí, a la velocidad que ellas desean. O sea, despacio. A veces se entabla una pequeña discusión entre las piernas y el resto del cuerpo, por ejemplo cuando este quiere ir hacia allá, pero para eso hay que pararse en el semáforo y las piernas dicen que no, que en ese momento no quieren pararse, así que en vez de para allá, uno va para allí, nada más que porque las piernas lo han decidido.

Al errar, vagar, pasear o deambular, las personas no solo pasamos un rato agradable y relajado, sino que nos estamos entrenando para el futuro, en el que no vamos a tener nada a lo que dedicarnos sí o sí, pues todo el trabajo lo harán las máquinas.

La gente terminará yendo por la vida como iba yo esta mañana por Bristol: sin rumbo fijo. Algunos piensan que la gente se suicidará cuando no tenga nada que hacer. Yo pienso, más bien, que cuando la gente no tenga nada que hacer, no parará de hacer cosas. Nada en concreto, pero sí mil cosas distintas y gratificantes. Como decía Marx, se dedicarán a algo por la mañana, a otra cosa por la tarde, y a otra un poco después. Seremos cocineros y carpinteros, artistas y escritores, naturalistas y astrónomos, pescadores y elucubradores, lectores y cantantes, inventores y bailarines, esquiadores y boxeadores, nadadores y caminantes.

Cuando uno va a un sitio puede ser libre en el momento de elegir que va a ese sitio, pero después, durante todo el camino, ya no es libre, pues se limita a seguir el camino. A lo sumo, puede ejercitar su libertad parándose un rato a descansar, sacando el móvil para hacer unas fotos, o decidiendo poner el pie en esta baldosa en vez de en la otra.

Sin embargo, cuando uno yerra, vaga, pasea o deambula, es libre a cada instante de decidir hacia dónde tira. Toma aquella callejuela porque está en sombra, aquella avenida porque está soleada, aquella travesía porque al final ve algo que le llama la atención pero no sabe lo que es, aquella cuesta porque por allí no va nadie, aquella otra calle porque está llena de gente. Se mete en un mercado porque le apetece ver lo que hay en él, en una iglesia porque tal vez sea bella, o porque le entran ganas de enterarse de si todavía hay alguien rezando. Uno elige a cada momento.

Estoy acostumbrado a ser el único que yerra, vaga, pasea o deambula, mientras el resto de los viandantes va a algún lugar fijo, con un propósito determinado y a una hora exacta a la que tienen que llegar a ese lugar y que, normalmente, ya ha quedado un poco atrás, motivo por el cual tienen todos tanta prisa.

Sin embargo, esta mañana en Bristol mucha gente parecía caminar igual que yo, sin rumbo fijo. Resulta sorprendente. ¿Aquello por lo que yo siempre me vi, y siempre me vieron, como un bicho raro, llegará a ser algo que haga todo el mundo? ¿Lo extraordinario se convertirá en ordinario? Y, suponiendo que así fuera, ¿eso sería una buena noticia? Claro que no todo el mundo yerra, vaga, pasea y deambula por Bristol, pero sí me doy cuenta de que muchos lo hacemos. Nos reconocemos entre nosotros, reconocemos ese modo de mover las piernas como si fueran juguetes de nuestra abuela, ese modo de hundir las manos en los bolsillos proyectando un poco los hombros hacia delante, esa manera de alargar el cuello para contemplar el tejado de una casa o el porte de otro caminante. A veces nos saludamos e incluso hablamos:

-Hace un día precioso –digo yo.

-Sí –me responde una señora mayor muy elegante-. ¿Usted también ha venido al congreso?

-Sí, claro.

Nos despedimos, seguros de que volveremos a encontrarnos poco después, tal vez caminando, tal vez en los pasillos de la sede del Primer Congreso Internacional de Damas y Caballeros Errantes, que se celebra esta semana en Bristol y al que he venido a leer esto que, con mucha paciencia, acaban ustedes de escucharme.

(Suenan aplausos.)

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