Miguel tuvo tiempos mejores, aquellos días en que enseñaba los fundamentos de la pintura a niños del pueblo. Él, generoso, entregaba los conocimientos que había atesorado a lo largo de su juventud, libros y más libros, viajes para asistir en persona a museos y exposiciones, preguntas a los artistas consagrados que conseguía conocer. Y eran los sábados los días elegidos para dar esas clases en la sala de usos múltiples del colegio donde era maestro de escuela, cuando la marabunta de escolares y profesores dedicaban sus ocios a otros menesteres diversos. Allí, los pequeños y alguna pequeña intentaban acotar con carboncillo la forma de vasijas o vasos cristalinos con nivel medio de agua, descubriendo el uso del difuminador y la importancia de las sombras para un resultado realista, ese realismo que era importante aprender para desaprender cuando se necesitase.

Entre todos esos niños estaba Paco Gil, que parecía darse mañas con los materiales y apreciaba las luces y las sombras en los lugares donde realmente estaban. Muchos chicos se marcharon, no podían soportar la frustración ante la dificultad de la disciplina. Otros aguantaron, descubrieron el reto aventurero y perseveraron. Claro, que la técnica es una cosa y el talento, otra. Paco tenía ambas y enseguida sobresalió, sus altas capacidades para mirar el mundo y sincretizarlo en el papel o el lienzo eran una promesa.

Miguel encontró en Paco un interlocutor y se volcó en su aprendizaje como sólo puede hacerlo un maestro con su pupilo. Pronto pasaron al óleo, movimientos de muñeca, experimentación con los pigmentos, los disolventes, el aceite de trementina, el mundo del siena tostado. Se apoderaban de cartones, de páginas de blogs de dibujo. Paco lo asimilaba todo, comprendía que Miguel le estaba llenando su caja de herramientas. Añadieron los colores primarios y ahí la aventura fue amazónica, de repente era el dios de la paleta, conseguía inventar colores, rojo más azul, un poco de blanco, y si le pongo menos azul, y si le echo más blanco y qué tal si suprimo el rojo y pongo amarillo, ya hablaba con propiedad, siena, ultramar, cadmio, limón, cobalto, titanio. Miguel le transmitió el secreto de los fondos, las intensidades según la distancia, la perspectiva, el enfoque, los efectos de profundidad, el traslado de acotaciones.

Un día, Miguel apareció con un libro enorme lleno de láminas, una recopilación de las obras pictóricas más famosas de la Historia del Arte. Empezaron a copiar, el alumno se igualaba con el maestro, ambos resolvían los retos de los claroscuros, las sonrisas misteriosas, las miradas con significado, estudiaban las superficies de los objetos, imitaban las pinceladas de las largas melenas o las joyas en pieles blanquísimas. Disfrutaban y aprendían, se esforzaban, y sus capacidades se ampliaron.

Con motivo del fin de curso de 8º de EGB, los alumnos realizaron un viaje a la capital de España. Allí, aprovecharon el tiempo visitando el Museo del Prado, el Museo Lázaro Galdiano y, finalmente, el Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC), el que fuera la semilla del Museo Reina Sofía. Pero donde de verdad maestro y alumno sufrieron un terremoto fue en la Galería Orfila, que todavía resiste cerca de la Plaza de Colón. La descubrieron por pura casualidad cuando volvían al hotel para almorzar. Se quedaron tan pegados al escaparate que pidieron poder permanecer en ella en vez de ir a comer. El profesor compañero de Miguel, que era también responsable de los excursionistas, aceptó porque sabía de la inquietud artística de maestro y alumno.

En Orfila descubrieron la obra de Jerónimo Salinero, un expresionismo abstracto y barroco de figuras inacabadas, algo naturalista y espiritual, algo difícil de comprender, pero emocionante, un idioma nuevo que presentar en papel, en lienzos, en cartón, con grabados, dibujos, óleos en una neblina poética de colores amaestrados, una poesía conmovedora sin análisis de significado, nada de lo aprendido hasta ahora. ¿Qué es esto? ¿Esto se puede hacer? ¿Qué pasa con las formas, con la razón, con la realidad, con la figura? No supieron si debían opinar sobre un sinsentido que, sin embargo, para ellos, que eran seres sensibles, encerraba energías de emoción, mundos evocadores, permisos sin hora de regreso, una ventana al todo.

De ahí a la búsqueda de la contemporaneidad no hubo mucho. Descubrieron a Jackson Pollock, aprendieron del impulso espiritual que hay en las pinturas realizadas como danzas de guerra y, a través de él, entendieron la fuerza que manaba de Salinero, cuya obra habían visto en Madrid. Miguel se suscribió a la revista Lápiz y ambos esperaban con ansia que llegase cargada de novedades de arte contemporáneo y poder apreciar sus numerosas ilustraciones.

El primer número que les llegó los dejó estupefactos por el artículo Kurt Schwitters, collage de una época, de Rosa Olivares, porque comprendieron que el collage, lejos de haber sido una locura dadaísta en aquellos “Papiers collés”, se había convertido en una técnica consolidada y la podían incluir dentro de su caja de herramientas, seguro que les serviría bien. En esa publicación también empezaron a entender cómo se vendía el arte, la importancia de hacerse notar ante los críticos y el negocio de las subastas, galerías, muestras, bienales, ferias y marchantes.

Ambos formaron un tándem cuatro años más, hasta que Paco aprobó selectividad casi por los pelos, porque le interesaban poco o nada la mayoría de materias que le llevaron por la senda del Bachillerato y el COU, él solo veía arte y artistas, retos que embestía y, al fin, siempre superaba. Aprobó la selectividad sin brillantez, tras mucho trabajo y siempre junto a su maestro, que, más de una vez, le ayudó a preparar aquellos exámenes, verdadero obstáculo para sus objetivos. Consiguió una media de 5.9, suficiente para matricularse en Bellas Artes, pero insuficiente para conseguir la beca con la que poder trasladarse del pueblo a Sevilla.

Ante la dificultad, Miguel se portó una vez más como un faro indispensable para la navegación de Paco. Organizó una exposición con obras de ambos, en la que se rifaron algunas de ellas, hizo el compromiso a empresarios e instituciones para adquirir otras y puso en práctica el micromecenazgo: todo el que quisiera podía realizar alguna aportación económica, en la medida de sus posibilidades, con la compra de copias impresas, numeradas y firmadas por Paco, con la promesa de que en un futuro no muy lejano valdrían mucho más.

Y así, con su caja de herramientas repleta, y la cartera también, Paco se dispuso a darse un paseo por la Facultad de Bellas Artes de Sevilla. Paseo, porque era brillante, muy brillante, y pronto consiguió una beca para la Glasgow School of Art, luego para la University College of London y, finalmente, cruzó el Atlántico para ingresar en Standford.

Durante este periplo no dejó de trabajar, exponer, escribir sobre arte; aprendió mucho y bien, estudió a los grandes intelectuales de nuestro tiempo, como Foucault, Lévi-Strauss, Adorno, Hanna Arendt y otros que fundamentaron teóricamente su obra; conoció a grandes entendidos en la materia, a directores de los grandes museos y casas de subasta, y mostró sus filosóficos y eclécticos trabajos en París, Berlín, Nueva York, Roma, Londres, Miami, Nuevo México y hasta Japón. Miguel estaba muy orgulloso de su pupilo.

Miguel se levanta de la cama y se dirige a su estudio. Está decidido a romper, a destruir la obra original de la que se hicieron las copias en aquella exposición solidaria pro Paco Gil, la va a reventar contra la pared, la rajará con la tijera, la cortará a lo Lucho Fontana. No quiere saber nada de él, porque lo ha olvidado, o peor aún, se avergüenza de sus orígenes. Miguel descuelga la obra y la mira, “habrase visto deslealtad…”.

El artista está en España, su colección Canicas para el Mundo va a mostrarse de forma temporal en el Museo Reina Sofía. Con ese motivo, la segunda cadena de televisión le ha hecho un monográfico, una maldita entrevista en la que Paco no ha pronunciado ni una sola vez a su pueblo ni a su maestro. Le ha helado el corazón. Pero de esa pena pasa a la rabia, y de esa rabia, que por poco acaba con la destrucción de aquella obra tan querida para él, pasa a la aceptación y al entendimiento, privilegios de la edad que convierten impulsos rabiosos en empatía en un tiempo récord. La vida es larga, a saber en qué proceso catártico está el artista internacional y consagrado Paco Gil, qué penas le afligen, qué presiones, o complejos, o desgracias, pobre, ¿qué le pasará..?. Cuando quiera, cuando pueda, cuando lo solucione o quiera compartirlo, el maestro estará ahí. Eso decide, y vuelve a colgar el cuadro.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso del cuento Su maestro.

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