Oficialmente, el poeta y dramaturgo William Shakespeare nació el 23 de abril de 1564 en Stratford-upon-Avon, una modesta ciudad de mercado a la orilla de un río. Oficialmente su casa sigue en pie sobreviviendo, casi como un milagro, a los envites de los años, de la avaricia inmobiliaria y de la depredadora mitomanía de un turismo que, saltándose si es preciso verdad e historia, está dispuesto a inventar, buscar y arrancar reliquias en cualquier rincón.

Carne de misterio

Pero al margen de lo oficial, el más célebre escritor de todos los tiempos deviene en personaje de cuya identidad real muy poco se conoce. Carne de misterio, tanto las más coherentes hipótesis como las más disparatadas parten de la evidencia de que del puño y letra del autor sólo nos alcance una firma temblorosa que remata un escueto testamento. El único elemento firme y demostrado que ha llegado hasta nosotros.

La controversia ha marcado, y en buena medida sigue marcando, el estudio del autor más analizado y más traducido. Como se ha escrito, no son pocos los que los se preguntan como el tercero de los ocho hijos de un fabricante de guantes y modesto funcionario de provincias al que acuciaban las deudas, pudo erigirse de la noche a la mañana, en el autor de tantas y tan excelentes piezas teatrales, así como de algunos de los más bellos versos de la poesía universal.
Cierto es que con los tiempos han ido cobrando luz, de la mano de consumados especialistas, como Sam Schoenbaum o F.E. Halliday autores de dos documentadas biografías, diferentes aspectos de aquel hombre cuyo genio ha trascendido épocas, geografías y lenguas para instalarnos en una literatura que crece y resuena con mayor eco cada día en la historia de la creación y la cultura.

Del fondo ignoto de Shakespeare surgen destellos que nos acercan a su qué y a su quién, a su cómo y a su cuando. Ahondar en la corte isabelina de aquel Londres del XVI, por una parte cercado por la peste y por otra sumido en un clima ávido de conocimiento y de vida, es aproximarse a la realidad existencial de un hombre que encontró en aquella sociedad apasionada el caldo de cultivo para desarrollar su genio.

Sabemos…

Sabemos que su apellido viene de lejos. Que el primer Shakespeare de la familia no fue motivo de orgullo para nadie pues 300 años antes de que naciese el William genio, aquel otro fue ahorcado por ladrón.

Sabemos que el que nos ocupa casó muy joven, en torno a los 18 años, con una mujer mayor que él con la que tuvo tres hijos. Sabemos de su desazón profunda cuando con apenas once años murió su único hijo varón. Que en 1590 se trasladó a Londres dejando a su familia en el pueblo, que en los primeros tiempos malvivió en la gran ciudad ejerciendo como actor y escribiendo, hasta que el boca a boca convirtió sus obras en referentes de la época y el desahogo anidó en sus bolsillos.

Sabemos, – ahí están como gloriosa realidad- , que dejó escritas más de cuarenta obras que no serían editadas en su conjunto hasta siete años después de su fallecimiento, y que algunas otras se han quedado por el camino .Que tras escribir dos poemas narrativos y algunos sonetos, inicia su carrera como autor teatral escribiendo comedias y, posteriormente, siguiendo el ejemplo de Marlowe, dramas históricos y tragedias. Que no se atuvo a las reglas hasta entonces establecidas. Que su obra innovó; innovó.

Que de su creatividad se alimenta la lengua inglesa. Acuñó más de un millar de términos, giros y usos nuevos muchos de los cuales siguen hoy vigentes. Que la riqueza de personajes y variedad de tramas y registros que su obra destila parece cosa sobrehumana…

También sabemos que el dinero fue tema importante en su vida. Que invirtió con buen ojo en tierras e inmuebles próximos a su lugar de nacimiento. Que, cumpliendo un sueño, adquirió una esplendida casa en Stratford bautizada como New Place, muy cerca de aquella otra en la que, en no fáciles circunstancias, había nacido. Que allí se trasladaba cuando la peste echaba el cierre a los teatros londinenses. Que en ella vivió sus últimos años. Que en abril de 1616, acaso el día en que cumplía 52 años, aunque en un último guiño misterioso de su confusa historia no esté claro que fuera en tal fecha, allí, entre aquellas queridas paredes, escribió su último acto.