Ni Trapiello se ha limitado a recopilar las páginas más afortunadas de las muchas que dedica en sus diarios –Salón de pasos de perdidos (1990-2018)– al Rastro ni Bonilla ha juntado un ramillete de artículos ya publicados sobre tesoros descubiertos fatigando librerías de viejo. Felizmente han ido más allá. Puede que El Rastro y La novela del buscador de libros, que ahora comparten espacio en la mesa de novedades, sean encargos pero son obras muy personales en las que han invertido, en realidad, toda una vida; sendos testimonios de una patología incurable a la que no tienen ninguna intención de poner remedio. El mismo Trapiello habla de su fidelidad al Rastro en los meses más fríos del invierno como “una manifestación ilustrada del masoquismo”.

Cada buscador de libros, precisa Bonilla, “tiene sus razones, pero todas esas razones acaban juntándose en una que puede que sea común a todos: lo que hacemos nos gusta, nos depara felicidad suficiente –aunque a veces también tanta amargura– como para seguir empeñados en hacerlo sin preguntarnos muy bien qué obtenemos de esta compartida insaciabilidad que, reconozcámoslo, no tiene ningún sentido y que seguramente hace que la búsqueda de libros caiga del lado irremediable de las enfermedades crónicas”. Ahí es nada: pacientes, solitarios y melancólicos (la melancolía es, según Walter Benjamin, el principal motor de todo coleccionismo) pero también muy conformes con ese modo de vida al que son incapaces de renunciar.

El origen del trastorno, como casi todo, hay que buscarlo en la adolescencia, y sorprende una nueva coincidencia: dos hogares casi con menos libros que sillas pero con varios momentos de pura epifanía. Pueden ser las novelas que esconde un tío cura de Trapiello que vive con sus padres y hermanos o la sacudida que experimenta Bonilla cuando cae en sus manos el primer tomo de La novela de un literato de Rafael Cansinos Assens, “un invencible canto de amor a la locura de vocación” y una multitud de pistas sobre obras y autores que llevan a otras obras y autores y hasta hoy.

Los dos se esmeran en dejar clara una cosa: que persiguen libros sin obsesión de completistas, que no pueden estar más lejos de lo que podríamos entender por bibliófilo. Son más bien bibliómanos devorados por una acumulación insensata que exige comprensión ilimitada por parte del entorno más cercano. Porque aquí cada pesquisa en marcha tiene como objetivo último una obra que habrá siempre de ser leída y que raramente puede encontrarse en una tienda de primera mano. “La actualidad es tiránica”, se lamenta Trapiello. “Acerquémonos a una librería de nuevo: el espacio que se le reserva a los clásicos es mínimo, comparado con el dedicado a los autores recientes de los últimos treinta o cuarenta años. Veinticinco siglos de teatro, filosofía, poesía, novela universales apenas ocuparán unos centímetros de las estanterías y mesas, en tanto se le dedican metros y metros a los libros editados ese mismo año”.

Son igualmente conscientes del encanto de la búsqueda, casi por encima de la misma adquisición del objeto de deseo. “Los libros que nos faltan –escribe Bonilla-, los que buscamos, están cargados de una energía muy superior a la de los libros que ya tenemos, soldados abatidos en un campo de batalla mental”. Y Trapiello también confiesa que lo mejor de buscar ilusionados una pieza es el hecho mismo de buscarla con esa ilusión. “Naturalmente me alegra encontrar, como a todos, pero en mi caso el mayor provecho del hallazgo es éste: cobra uno ánimos para seguir buscando”.

Eso sí, cada uno con su propia ballena blanca: la de Trapiello el manuscrito de Las semanas del jardín, la obra perdida de Miguel de Cervantes. Bonilla va siempre con la escopeta cargada por si se pone a tiro una nueva edición, da igual el idioma, de la Lolita de Navokov, o alguna joya de la vanguardia latinoamericana.

El ocaso de los chollos

Quien haya leído que en el Rastro es posible dar con un gran tesoro ha leído bien. En él, entre abundante porquería, han florecido, a la vista de los más listos, desde obra del Greco a parte de los dibujos y la biblioteca de Ramón y Cajal pasando por aquello que justamente uno lleva tiempo persiguiendo. Aun así no conviene adentrarse con esa idea en la jungla. “Los tesoros”, avisa Trapiello, “empiezan a venir cuando no se les busca. Los tesoros los encuentra uno antes de ir al Rastro y, con suerte, al llegar al Rastro se le aparecen. Pero el verdadero tesoro es el Rastro en su conjunto, el todo”.

La irrupción de internet ha cambiado el panorama, ha erradicado las gangas de tiempos pasados y ha facilitado muchas compras pero no ha acabado con las ganas de seguir practicando un deporte que exige frecuentar cuevas insalubres y respirar polvo sin escafandra. Además no se recuerda igual un libro pescado en aguas revueltas y disputado con otros pescadores que uno recibido limpia y cómodamente en casa. No hay color.

Es la ilusión del recuerdo, de poder luego contar la aventura que hubo detrás (Bonilla ha comprado libros increíbles en una peluquería y relata la historia de un burdel con librería de viejo incorporada). ¿De qué vale un trofeo si no recordamos cómo fue la victoria? El Rastro, por ejemplo, ha deparado grandes y pintorescas estampas de ese momento maravillosamente narradas por Trapiello. Su libro sobre El Rastro es desde ya una obra ineludible sobre ese “museo inmenso de cosas y de gentes absurdas” en palabras de Arturo Barea sacadas de La forja de un rebelde. Un trabajo ambicioso que va más allá de la búsqueda de libros y que incluye una historia de esta región de la capital, unas cuantas reflexiones (“meditaciones y conjeturas” las llama el autor) y una guía con recomendaciones prácticas para conducirse por este pequeño gran universo que en su origen fue un mercado de comestibles en los arrabales de Madrid y que ha fascinado por igual Ramón Gómez de la Serna, Pío Baroja, José Gutiérrez Solana o Carlos Saura.

Un nuevo canon

Trapero de la vida y la cultura española. Así se ven Trapiello y seguramente otros como él quitándole el polvo a obras y autores a los que la historia oficial ha dado la espalda. Un esfuerzo por devolver la vida a quien se ha enterrado con poco tacto y demasiado deprisa. Gracias a las librerías de viejo, puede uno, dice Bonilla, sentirse alguna vez como un Jesús ante el cadáver de Lázaro para decirle levántate y anda. De otra manera, habría sido poco probable que hubieran renacido algunas cosas de Manuel Chaves Nogales o Elena Fortún. Agradecimiento eterno.

La novela del buscador de libros
Juan Bonilla
Editorial Fundación José Manuel Lara
272 p
19,90 euros

El Rastro. Historia, teoría y práctica
Andrés Trapiello
Editorial Destino
376 p
24,90 euros