Pero tomo ahora su recuerdo y lo traslado a un parque de Ginebra. Fue a mediados de los ochenta. La niebla del lago anunciaba el otoño; se enfriaba la piel de la ciudad. Cruzaba el solitario parque de todas las tardes camino del hotel en el que, al otro lado del edificio del Comité Central de La Cruz Roja, me hospedaba.

Fue primero un murmullo. Unas notas después y una voz y una guitarra. Casi sin querer, en una rotonda del jardín en el que diez, doce personas escuchaban, me topé con la melena inconfundible, la voz tan conocida y su presencia.

Era Georges Moustaki que sentado en una silla plegable de madera cantaba, para diez, doce personas, poemas llenos de salitre. Cuando llegué había dejado en el aire ya dos o tres y aún tuve tiempo de escucharle cuatro más. Entre uno y otro sonreía y daba pequeños sorbos a una pequeña petaca que sacaba de un bolsillo.

Cantó una canción en español. Oscurecía. Empezó a caer algo parecido a la lluvia. Saludó, plegó la silla y del brazo de la mujer que le ayudó a recoger, anónimo se difuminó entre de niebla; hacia el lago.

Fue como lo cuento. Ginebra, un jardín. Su voz rasgada y envolvente. Septiembre enfriando la piel de la ciudad.