Lo es más, seguramente, el hecho de ser una referencia ineludible del género y, sin embargo, no parecer precisamente un disco punk. No en la forma, no en lo meramente musical.

Cuando en 1976 el panorama musical británico languidecía bajo el dominio del rock progresivo y sinfónico y sus aburridos e interminables desarrollos instrumentales, los Clash se colocaron al frente de la revuelta punk junto a The Damned y Sex Pistols (y enseguida muchísimos otros), poniéndolo todo patas arriba y dando el último gran golpe de timón al rumbo de la música popular.

Aunque la astucia y las sobresalientes habilidades de Malcolm McLaren en materia mercadotécnica convirtieron a los Pistols en la gran referencia de aquella nueva generación, el primer álbum de los Clash era igual de bueno que el formidable y arrollador Never Mind The Bollocks, lo mismo que puede decirse de su segunda entrega, el ya algo más sofisticado pero ciertamente afilado y combativo Give´em Enough Rope. El siguiente era ya otra cosa. Era mucho más.

Para su tercera entrega, unos Clash en verdadero estado de gracia habían recorrido, en apenas un par de años, un camino en el que otros habrían tenido que empeñar lustros. Sus dos primeras entregas eran magníficos discos de punk de catecismo: canciones airadas, encendidas proclamas sociales, inconformismo y agitación, guitarras sucias y veloces, melodías sencillas; música urgente, desprejuiciada y vital.

Felizmente, el cuarteto londinense iría mucho más lejos con London Calling. Aunque seguiría coleando algún tiempo más (“punk´s not dead” podía leerse en los muros del extrarradio londinense –y madrileño, por ejemplo–), a finales de 1979 el punk había dado paso a la nueva ola, que, a grandes rasgos, combinaba la recuperación de las melodías de formato clásico del pop de los sesenta con la dosis extra de energía propia de los nuevos tiempos.

Con su radar perfectamente ajustado y orientado, Joe Strummer, Mick Jones, Paul Simonon y Topper Headon absorbían las influencias de casi cualquier cosa que se les pusiera por delante, conformando un repertorio absolutamente imbatible que en poco se asemejaba a los criterios formales y estéticos del punk primigenio. Sí permanecía, ciertamente, una actitud desafiante y crítica, si bien frente al nihilismo algo obtuso de la mayor parte de sus compañeros de generación (“no future”), su propuesta era rebelde y contestataria, pero alentadora y combativa, no exenta, además, de un atractivo halo de romanticismo izquierdista.

Fuera de toda convención y ahuyentando todo tipo de complejos, London Calling derribaba por las bravas todos los límites formales del punk, conformando una espléndida colección de formidables canciones en la que coincidían el rhythm and blues, el reggae, el soul, el pop más accesible y el rock and roll clásico, que aterrizaba en el álbum por la vía rápida, con esa excelente e inesperada versión de Brand New Cadillac, la más emblemática pieza firmada por una de las pocas glorias británicas del género, Vince Taylor.

Con todos esos ingredientes fabulosos, solo faltaba una portada convertida en todo un icono de la época (una instantánea algo borrosa de Paul Simonon estrellando su bajo contra el suelo durante una actuación enmarcada en las letras que componían el nombre del grupo y el título a imagen y semejanza de las del primer álbum de Elvis Presley) y un productor lo suficientemente intrépido y tarado como para, por ejemplo, lanzar botellas de cerveza al grupo mientras grababa porque eso, decía, “despertará vuestra agresividad”.

Al margen de aquellas peculiares técnicas motivacionales, lo cierto es que Guy Stevens, agitador musical en la época del “swinging London” y productor, posteriormente, de bandas como Procol Harum, Free o Mott The Hoople, extrajo de los Clash lo mejor de sí mismos, dando homogeneidad y coherencia a un disco que derrocha vitalidad, energía y frescura y que, sobre todo, está lleno de enormes canciones.

Cuarenta años después, London Calling mantiene intacto todo su poderío y sigue brillando como una de las obras maestras de la música popular de todos los tiempos. Y el Museum of London se apunta un certero tanto con una atractiva exposición cuyo público no se limita precisamente a la hermandad del imperdible.