Nacida en 1958 en Denver, Woodman entabló con la realización de su primera fotografía, Self-portrait at Thirteen, un intenso diálogo consigo misma. Se trata del cuestionamiento de su propia existencia e identidad femenina, al que decidió poner punto y final en 1981, cuando se quitó la vida arrojándose por una ventana en el Lower East Side de Manhattan.

En la obra de Woodman, la relación entre el que fotografía y el fotografiado se colapsa. Colapso que nunca da paso al narcisismo, ya que como señala Arthur Danto, Francesca no llega a presentarse nunca como ella misma.

Francesca Woodman no llegó a cumplir 23 años, pero al contemplar su obra sentimos que le dio tiempo a vivir 800 vidas distintas, una por cada fotografía que realizó a lo largo de su existencia. Apariciones mágicas y deslumbrantes que la han situado a la altura de los mejores fotógrafos del siglo XX. Cien de esas copias originales de la fotógrafa se podrán ver del 16 de marzo al 13 de junio en la que será una de las exposiciones más importantes del año para el Museo Guggenheim de Nueva York.

A través del espejo

Proveniente de una familia de artistas, pasó su infancia entre Boulder (Colorado) y Antella. Rodeada de cultura y talento, aprendió desde la cuna lo que muchos otros artistas tardan una vida entera, la diferencia entre arte y trabajo.

Su relación con la cámara nunca fue casual, y detrás de cada imagen se esconden horas de duro trabajo. Un proceso que tenía perfectamente organizado en estudios, ejercicios y experimentos, y que la llevaron a pasar días enteros desnuda en su estudio, esperando la luz adecuada para captar la mejor imagen.

“La fotografía es también una manera de conectar con la vida. Hago fotos de la realidad filtradas a través de mi mente”. Sus imágenes nos ofrecen un mundo onírico que roza el surrealismo, pero que parte siempre de la realidad, un mundo paralelo al nuestro, en el que Francesca brilla siempre con luz propia.

Ariadna

Nietzsche decía: “un hombre laberíntico jamás busca la verdad, sino únicamente su Ariadna y todas las fotografías del mundo forman, de una u otra manera, un laberinto”. Resulta curioso que Levi Strauss, en el ensayo que escribe sobre la artista, se refiera a ella de esta manera: Ariadna. Nos encontramos de nuevo con la imagen de la mujer que se busca a sí misma, obviando a Teseo, Woodman explorará su identidad y sexualidad a través de su cuerpo y de su propia imagen. Exploración que la acerca a las corrientes que dominaban el ambiente artístico de Estados Unidos en los años 70, desde el Body Art y la performance, al arte feminista y conceptual.

Tanto en las fotografías que realiza en sus años de aprendizaje en la Abbot Academy de Massachussets y en la Boulder High School, como en aquellas que realizará más tarde durante su estancia en Roma, resulta difícil encontrar una mirada frontal. Francesca Woodman no suele mirarnos de frente, y en aquellas fotos en las que lo hace, su mirada transmite más bien desconfianza. Pero no nos mira a nosotros, se mira a sí misma, el fotógrafo que se mete en la piel del retratado es, a la vez, el que dispara la cámara. Emergiendo de la oscuridad, o desvaneciéndose en los espejos, siempre se retratará como una aparición. Ya sea desnuda y de rodillas sobre sus talones, o de espaldas, volviéndose parte de la pared, prevalece la presencia evanescente de su propio cuerpo en movimiento, un instante que se escapa, una fantasmagoría.

Roland Barthes señala en La cámara lúcida que las fotografías siempre apuntan a algo más, llevan siempre un referente consigo, son un “certificado de presencia”. De presencia y de ausencia, ya que la cámara se apropia de una realidad que dejará de ser. Las fotografías de Woodman están siempre traspasadas por la muerte, la aparición que se transforma en fantasma.

Desde el otro lado

Walter Benjamin consideraba que la principal diferencia entre las fotografías y el resto de medios artísticos es el aura. Una trama muy especial de espacio y tiempo: la irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que pueda encontrarse. El aura que según Benjamin se pierde en el siglo XX, a partir de la reproductibilidad técnica de la obra de arte, casi se puede palpar en las fotografías de Woodman.

En su obra, la presencia y la ausencia lo invaden todo, no sólo porque ahora veamos algo que ya no está, a la artista, a la modelo, sino que se trata de una ausencia por partida doble, ya que ahora no está lo que realmente nunca estuvo, un fantasma, una mujer siempre a punto de desaparecer, un espejismo.

Alberto García Alix comenta que la fotografía “nos lleva al otro lado de la vida. Y allí, atrapados en su mundo de luces y sombras, siendo sólo presencia, también vivimos. Inmutables. Sin penas. Redimidos nuestros pecados. Por fin domesticados… Congelados”. Francesca Woodman pasó nueve años realizando continuos viajes al otro lado de la vida, cuando estaba a punto de cumplir 23 decidió no regresar, dejándonos cientos de imágenes intensas, sensuales y femeninas. Ahora, el Guggenheim de Nueva York rinde homenaje a esta artista.

Nueva York. Francesca Woodman. Guggenheim Museum.

Del 16 de marzo al 13 de junio de 2012.

  • Imagen: Francesca Woodman, Polka Dots, Providence, Rhode Island, 1976. Gelatin silver print, 13.3 x 13.3 cm. © George and Betty Woodman, courtesy George and Betty Woodman.

exh_woodman205