Ese “sin ruido” refleja en toda su dimensión la actitud vital de un creador que se recoge en sí mismo para, desde intimidad y soledad buscadas a lo largo de toda su existencia, ir levantando grupos de palabras que configuran una de las obras de más hondo acento elegíaco de la poesía española contemporánea. 

Lamento en Elca

Estos momentos breves de la tarde,
con un vuelo de pájaros rodando en el ciprés,
o el súbito posarse en el laurel dichoso
para ver, desde allí, su mundo cotidiano,
en el que están los muros blancos de la casa,
un grupo espeso de naranjos,
el hombre extraño que ahora escribe.
Hay un canto acordado de pájaros
en esta hora que cae, clara y fría,
sobre el tejado alzado de la casa.
Yo reposo en la luz, la recojo en mis manos,
la llevo a mis cabellos,
porque es ella la vida,
más suave que la muerte, es indecisa,
y me roza en los ojos,
como si acaso yo tuviera su existencia.
El mar es un misterio recogido,
lejos y azul,

y diminuto y mudo,
un bello compañero que te dio su alegría,
y no te dice adiós, pues no ha de recordarte.
Sólo los hombres aman, y aman siempre,
aun con dificultad.
¿Dónde mirar, en esta breve tarde,
y encontrar quien me mire
y reconozca?
Llega la noche a pasos, muy cansada,
arrastrando las sombras
desde el origen de la luz,
y así se apaga el mundo momentáneo,
se enciende mi conciencia.
Y miro el mundo, desde esta soledad,
le ofrezco fuego, amor,
y nada me refleja.

Nutridos de ese ardor nazcan los hombres,
y ante la indiferencia extraña
de cuanto les acoge,
mientan felicidad
y afirmen inocencia,
pues que en su amor
no hay culpa y no hay destino.

Desde la discreción y una clarísima ausencia de afectación este hombre de obra amplia se quita mérito, se declara perezoso (¿perezoso atesorando tanta producción?) y añade: “Escribo sólo cuando no tengo otra posibilidad. Cuando la emoción está tan cargada que exige salir y ser desvelada. Y en mí sólo se desvela y se hace real por medio de las palabras”.

El porqué de las palabras

No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna
del hombre.

Hay en mi tosca taza un divino licor
que apuro y que renuevo;
desasosiega, y es
remordimiento;
tengo por concubina a la virtud.
No tuve amor a las palabras,
¿cómo tener amor a vagos signos
cuyo desvelamiento era tan sólo
despertar la piedad del hombre para consigo mismo?

En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de lenta
reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.

Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.
Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.

Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.
Todo son gestos, muertes, son residuos.

Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca seca, y está mudo.

Define la poesía como un ejercicio de tolerancia que trata de aportar algo de conocimiento ante el desconocimiento, los enigmas y los sinsentidos de la vida. “Con mis versos, he tratado de tantear respuestas, de clarificar oscuras emociones. Porque creo que la poesía tantea las sombras para encontrar un poco de luz, trata de iluminar la oscuridad, aunque los hombres somos oscuridad. La poesía cumple un milagro: que las cosas puedan vivirse por medio de ella. Que el adolescente pueda entender la vejez. Que quien vive exiliado del amor, ese hombre ya viejo, gracias a ella pueda revivirlo».

Ha dicho también que en el poeta confluyen dos dimensiones, la de la exploración y la de la conquista. Una es la que busca, la que va mostrando emociones e impresiones. La otra tiene que ver con el ejercicio de conquistar desde la lucidez las palabras que deben estar en el poema.

Y la luz y su sombra. Y la pasión. La pasión siempre en cada uno de sus versos…  

Ardimos en el bosque

¿Pero cómo saber, sin la mirada,
la hermosura del bosque, la grandeza del mar?

Joven el rostro era,
sus labios sonreían,
y el retenido fuego de su cuerpo
era quemada luz.
Entramos en el mar, rompíamos
el cielo con la frente,
y envueltos en las aguas contemplamos
las orillas del bosque,
su extensa fosquedad.
Miré, tendidos en la playa, el rostro:
contemplaba las nubes;
y el retenido fuego de su cuerpo
era un sombrío resplandor.
Penetramos el bosque, y en las lindes
detuvimos los pasos;
perdido, tras los troncos, miramos cómo el mar
oscurecía.
Tenía triste el rostro,
y antes que para siempre envejeciera
puse mis labios en los suyos.

 

Aceptación

Saliste a la terraza
pensando que la brisa de la noche
podría devolverte al que eres siempre.
Mas la tibieza que en tu cuarto había
era un ámbito, allí, bajo la calma
de alejadas estrellas.
Olvidar pretendías unas horas
todavía recientes, la penumbra
que acercaba el latido de los dos,
y tus palabras qué serenas eran
como si a nadie las dijeses. Viste
la emoción de su rostro, su contorno
quemarse de belleza;
y esas mismas palabras te llenaban
de dolor y de sombra.
De nada te sirvió, cuando quedaste
solo, cegar la luz,
hacer brotar desde un rincón la música,
fortalecer tu fe con su joven pureza.
Sobre tu frente se rompían olas
gigantes: el calor
detenido del día,
el naufragio de un hombre que entregaba
la pasión de su vida en el espectro
doliente de la música (aún
como si la esperanza le alentase),
y te ardía el espíritu
porque sentías declinar tu vida.
Para ser el que fuiste
sales a la terraza, para ver
si un frío súbito derriba pronto
la plenitud del corazón. Tocas
el aire oscuro con los labios, oyes
los gritos fatigados de la calle,
la luminosa altura te estremece.
El tiempo va pasando, no retorna
nada de lo vivido;
el dolor, la alegría, se confunden
con la débil memoria,
después en el olvido son cegados.
y al dolor agradeces
que se desborde de tu frágil pecho
la firme aceptación de la existencia.

Y, claro, el tiempo sobrevolando cada uno de los escritos de quien ha confesado que ha hecho siempre el mismo libro pero desde distintas laderas cronológicas. Aunque después añada que cada libro es distinto porque es distinta la persona que lo escribe: “Yo no soy el joven que fui, ni el niño de entonces, ni el que ahora, viejo, escribe. Por eso, en realidad nunca me he repetido”.

Oscureciendo el bosque

Toda esta hermosa tarde, de poca luz,
caída sobre los grises bosques de Inglaterra,
es tiempo.
Tiempo que está muriendo
dentro de mis tranquilos ojos,
mezclándose en el tiempo que se extingue.
Es en la vida todo
transcurrir natural hacia la muerte,
y el gratuito don que es ser, y respirar,
respira y es hacia la nada angosta.
Con sosegados ojos miro el bosque,
con tal gracia latiendo
que me parece un soplo de su espíritu
esa dicha invisible que a mi pecho ha venido.
Cual se cumple en el hombre
también se ha de cumplir la vida de la tierra;
la débil vecindad que es realidad ahora,
distancia tenebrosa será luego,
toda será negrura.
Miro, con estos ojos vivos, la oscuridad del bosque.
y una dicha más honda llega al pecho
cuando, a la soledad que me enfriaba,
vienen borrados rostros, vacilantes
contornos de unos seres
que con amor me miran, compañía demandan,
me ofrecen, calurosos, su ceniza.
Cercado de tinieblas, yo he tocado mi cuerpo
y era apenas rescoldo de calor,
también casi ceniza.
y sentido después que mi figura se borraba.
Mirad con cuánto gozo os digo
que es hermoso vivir.

Pero acaso sobre cualquier otro concepto o sentimiento, la idea central de la obra poética de Francisco Brines es la existencia y el mundo como un permanente ejercicio de pérdida.  

Palabras para una despedida
(A Juan Gil-Albert)

Está la luz despierta,
y se adentra en los ojos el contorno del monte,
y el grito de los pájaros desvanece el oído
al venir de los húmedos huertos.
Los blancos pueblos de la costa,
felices de lujuria y juventud,
alientan junto al mar, lejanos.
No estoy allí, más lo que fui deseo:
la dicha viva, los sentidos borrados,
ahora que en el jardín el tiempo se arrincona
en las sombras,
y el olor de las rosas sube al aire.
Hay humos blancos y calladas palomas
en la altura, y voces que se alejan,
hay demasiada vida para una despedida.

Y un día habrá de ser,
sin que la grata luz, las voces de la casa,
los cultivos del huerto, los días recordados
de la remota y breve juventud,
ni tampoco el amor que me tenéis,
retrasen la obligada despedida.

Tendré que aposentarme en la aridez
y perdida la imagen de este mundo
y perdido yo mismo,
siento que aquel reposo será estéril,
que la vida no fue, que el fervor
de cualquier despedida es un engaño.

 

Está en penumbra el cuarto

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas, rotas
columnas: cuántas cosas, como un muelle,
le estremecieron de muchacho. Antes
se tendía en la alfombra largo tiempo,
y conquistaba la aventura. Nada
queda de aquel fervor, y en el presente
no vive la esperanza. Va pasando
con lentitud las hojas. Este rito
de desmontar el tiempo cada día
le da sabia mirada, la costumbre
de señalar personas conocidas
para que le acompañen. y retornan
aquellas viejas vidas, los amigos
más jóvenes y amados, cierta muerta
mujer, y los parientes. No repite
los hechos como fueron, de otro modo
los piensa, más felices, y el paisaje
se puebla de una historia casi nueva
(y es doloroso ver que aún con engaño,
hay un mismo final de desaliento).
Recuerda una ciudad, de altas paredes,
donde millones de hombres viven juntos,
desconocidos, solitarios; sabe
que una mirada allí es como un beso.
Mas él ama una isla, la repasa
cada noche al dormir, y en ella sueña
mucho, sus fatigados miembros ceden
fuerte dolor cuando apaga los ojos.
Un día partirá del viejo pueblo
y en un extraño buque, sin pensar,
navegará. Sin emoción la casa
se abandona, ya los rincones húmedos
con la flor de verdín, mustias las vides,
los libros amarillos. Nunca nadie
sabrá cuándo murió, la cerradura
se irá cubriendo de un lejano polvo.

Y entre las pérdidas; la definitiva.
La que no tiene vuelta atrás.
La que marca la angustia y el temor ante el final.

 

La ultima costa

Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.

Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.

Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.

 

Las últimas preguntas

En el acabamiento de la tarde,
cuando hacía el camino,
he llegado de pronto ¿a dónde?

La noche que ha caído,
tan repentina y negra, me impide ver,
y sólo sé que nadie me acompaña.
¿Qué ha sido este viaje?

Muy largo debió ser, por la fatiga,
o acaso fue muy breve, si existió:
De entre mis posesiones
sólo guardo un pañuelo que oscurece en mis manos:
¿Para secar las lagrimas que no puedo verter?
¿O para despedirme, desde la prescripción,
de las sombras que dejo?

Sin tiempo, me pregunto: ¿qué soy? ¿quién soy?
¿Y para qué partí?
¿Y qué sentido tiene haber llegado?
Y qué poco me importa lo que,
del lado del desuso, pueda pasar ahora,
si nada entiendo.
Dejo de ser mortal. Mas no soy inmortal.
Como si nada hubiera sido.

Destellos

francisco_brines_2Francisco Brines nació en Oliva, Valencia en 1932. Abogado de formación, estudió derecho en Deusto, Valencia y Salamanca, donde se licenció. Posteriormente cursó estudios de Filosofía y Letras en Madrid.

Durante dos años fue lector de literatura española en la Universidad de Cambridge y profesor de español en la Universidad de Oxford.

Brines pertenece a la segunda generación de la post-guerra, y con, entre otros, Claudio Rodríguez y José Ángel Valente, conforma el llamado «Grupo de los años 50».

Debuta en poesía con Las Brasas (1960), que un año antes había obtenido el Premio Adonais. Ha publicado, además, Materia narrativa inexacta (1965); Palabras a la oscuridad (1966), Premio de la Crítica y Premio de las Letras Valencianas; Aún no (1971); Insistencias en Luzbel (1977); Poemas excluidos (1984); Poemas a D.K. (1986); El otoño de las rosas (1986), Premio Nacional de Poesía, y La última costa (1977), Premio Fastenrath. Además, ha obtenido el Nacional de las Letras Españolas en 1999 y el 24 de noviembre de este 2010 el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

Son numerosas las antologías sobre su obra. Entre ellas puede destacarse Todos los rostros del pasado y Para quemar la noche, editada muy recientemente con motivo de la concesión del Premio Reina Sofía, que incluye tres poemas inéditos. Su poesía completa está recogida bajo el titulo Ensayo para una despedida.

Además de su amplia labor poética, ha publicado la colección de ensayos Escritos sobre poesía española contemporánea, a través de los que aborda, con sensibilidad crítica poco común, la poética de diferentes autores, desde Pedro Salinas a Carlos Bousoño.

El 21 de mayo del año 2006 leyó su discurso de recepción pública en la Real Academia Española: “Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda”. Había sido elegido académico en 2001, ocupando el sillón X, vacante tras el fallecimiento del dramaturgo Antonio Buero Vallejo.

Francisco Brines siempre ha declarado que Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda y Juan Gil Albert, con concepciones estéticas y poéticas similares a la suya, son tres de sus esenciales referentes.

La salud de su corazón le ha traído en jaque desde hace tiempo. En los últimos días del verano pasado fue sometido a una complicada operación en la que le fueron instalados cuatro by-pass coronarios.

Vive en el campo, en una casa frente al mar de su Oliva natal, deliberadamente lejos del run-run y las luces del mundo literario.