A través de 73 obras, seleccionadas entre la colección que conserva el Museo del Prado de autores como El Greco, Sánchez Coello, Velázquez, Murillo, Goya, Madrazo y Sorolla, entre otros, la muestra presenta un amplio recorrido por la historia del retrato español, clave para comprender la evolución de la pintura en España.

Ejemplos más relevantes

El retrato español en el Prado. Del Greco a Sorolla ofrece al público canario la posibilidad de contemplar por primera vez reunidos los ejemplos más relevantes del retrato como género autónomo desde sus inicios, a mediados del siglo XVI, hasta las últimas décadas del siglo XIX. Esta muestra se plantea como una gran exposición tanto por la calidad de las obras que la componen y la categoría de los maestros que las realizaron como por el amplio abanico cronológico que abarca.

Una buena ocasión para disfrutar de un intenso recorrido por el desarrollo estilístico del género del retrato y sus distintas tipologías, así como por los diferentes significados que ha tenido el retrato en España, un género al que se dedicaron los artistas más importantes de la pintura española, pero en el que también tienen cabida algunos de los mejores pintores europeos vinculados en algún momento con nuestro país, comenzando por Tiziano y Antonio Moro, los grandes conformadores del retrato de corte en España.

En el entorno de la corte

En España, el retrato como género autónomo nació en el entorno de la corte. Artistas como Alonso Sánchez Coello, Juan Pantoja de la Cruz o Juan Carreño de Miranda fueron los encargados de fijar la imagen del monarca y su familia, asumiendo tácitamente un cúmulo de tradiciones y múltiples referencias heredadas que, sin embargo, fueron transformándose a lo largo del tiempo. El papel central que tuvo la monarquía en la sociedad española y en Europa durante buena parte de la Edad Moderna, hizo que fuera desde ese ámbito donde se generara el armazón del género.

Ya en el siglo XIX la importancia de la burguesía como cliente multiplicó el número de retratos. En la colección del Prado están representados con sus obras maestras los principales artistas españoles del siglo, para la mayoría de los cuales el retrato fue un campo de creación privilegiado. Ello hasta el punto de que algunos pintores destacados, como Vicente López, Federico de Madrazo y su hijo Raimundo, se dedicaron en su madurez casi exclusivamente a aquel género, también cultivado con asiduidad por Francisco de Goya y Joaquín Sorolla. Entre estos dos artistas el hilo conductor más claro es la reflexión sobre la gran tradición del Siglo de Oro, principalmente Velázquez.

En esta exposición, comisariada por Leticia Ruiz Gómez, jefa del Departamento de Pintura Española (hasta 1700), y Javier Barón, Jefe de Departamento de Pintura del siglo XIX del Museo del Prado, están representados los mejores artistas españoles y europeos de los siglos XVI al XIX.

 

Siete secciones, cuatro siglos

El inicio del retrato en la corte. La creación del retrato de
corte tuvo su punto de inflexión a mediados de la centuria, ligándose
estrechamente a los usos e intereses de la monarquía española y la
dinastía de los Austrias. Durante los reinados de Carlos V y Felipe II
quedaron establecidos los prototipos fundamentales, basados en la
austeridad formal de unas imágenes que debían trasmitir, además de los
rasgos de cada individuo, referencias a la posición y estatus que éste
ocupaba. Tiziano fue el artífice de los principales modelos, aunque
Antonio Moro tuvo también un papel fundamental en ese proceso. El
flamenco se caracterizó por una ejecución minuciosa y sobria y una
iluminación efectista que reforzaba la impresión de presencia real del
retratado, al tiempo que mantenía los más importantes logros
iconográficos de Tiziano.

Durante el reinado de Felipe II, Alonso Sánchez Coello o su discípulo
Juan Pantoja de la Cruz, asentaron definitivamente esta concepción de
retrato que perduraría en el tiempo hasta finales del siglo XVIII.

El retrato en Toledo. El devenir del retrato se vinculó en
toda Europa con la expansión de las ciudades. El desarrollo urbano y
social convirtió a Toledo en una de las urbes más notables de la
península. De Juan Sánchez Cotán, uno de los mejores bodegonistas
españoles, no nos ha llegado más retrato que la Barbuda de Peñaranda, un
buen ejemplo de un tipo de imágenes que testimoniaba las “rarezas” de
la naturaleza.

La figura fundamental del retrato en Toledo fue el Greco, el
pintor que nos ha dejado una galería de caballeros castellanos repletos
de veracidad expresiva y fuerza interior, una producción que enlaza con
la escuela veneciana y que, durante muchos años, se ha visto como la
mejor representación de la sociedad toledana. Dos retratos que enlazan
con esa intensa visión del cretense puede seguirse en los ejemplos de
Luis Tristán y Juan Bautista Maíno, aunque ambos decantándose por las
novedades naturalistas del primer cuarto del siglo XVII.

El siglo XVII. Como responsable de los retratos del rey,
Velázquez asumió como propias las tradiciones heredadas, convertidas ya
en símbolos vivos de continuidad dinástica. Pero además, el deslumbrante
desarrollo pictórico del sevillano revitalizó la solvencia de esos
modelos, pasando a ser el propio artista y su producción la referencia
más persistente de las siguientes generaciones. Así se evidencia en los
retratos de Juan Bautista del Mazo, Juan Carreño de Miranda o el
italiano Lucas Jordán, quien recuperó para los retratos ecuestres de
Carlos II y Mariana de Neoburgo, los de Felipe IV y Mariana de Austria
pintados por Velázquez.

De Sevilla, la urbe más próspera y activa de la península, el
espectador puede contemplar el retrato de Nicolás Omazur, un rico
comerciante y coleccionista de arte que se asentó en la ciudad
hispalense. La obra sirve bien para ilustrar la difusión del género a
otros sectores de la sociedad, a pesar de ser considerado en la época un
medio restringido, útil para perpetuar la memoria de los individuos de
más alta condición o de probada ejemplaridad moral.

En esta sección se han incluido retratos de otros excelentes pintores
del siglo XVII, como José Antolínez o Juan Carreño de Miranda,
representantes del pleno Barroco y, por ello, autores de una pintura
donde prima la viveza del color y el dinamismo de las composiciones.

El siglo XVIII. Al iniciarse el siglo XVIII, los Borbones
contaron con sus propias formas de representación. Las tradiciones
francesas pueden seguirse tanto por la presencia de un retrato de
Louis-Michel van Loo como en la pareja de efigies reales del español
Miguel Jacinto Meléndez. En ellos prima un sentido de la elegancia y la
vivacidad cortesanas que rompen con la contención expresiva de la
tradición peninsular.

Un paso más en esta incorporación al panorama europeo que vivió la
corona española, fue la presencia en Madrid del más refinado retratista
europeo de mediados del siglo, el alemán Antón Rafael Mengs. Este pintor
supo atenuar los efectos grandilocuentes de los retratistas franceses,
sin perder por ello vivacidad y refinamiento. Su influencia fue notable
en muchos de los artistas españoles, incluido Francisco de Goya, quien
supo recuperar los componentes esenciales del retrato de corte español.
En una gran parte de los retratos de carácter oficial está latente ese
espíritu de reivindicación de Velázquez y de la tradición de la “pintura
nacional”.

A lo largo del XVIII el retrato se hizo extensivo a mayores capas de
la sociedad, y una de las innovaciones más notables del género fue el
interés por representar no sólo los rasgos físicos o el estatus social,
sino también el carácter y la personalidad del retratado.

El primer tercio del siglo XIX. En la evolución de Goya hasta
su muerte en 1828, la introspección de sus retratos y la libertad y
expresividad de su técnica suponen una modernidad que anticipa no sólo
el romanticismo sino también el realismo. Algunos ecos de su pintura se
advierten en los retratos de Agustín Esteve y de José Ribelles. Formado
en la tradición dieciochesca, Zacarías González Velázquez realizó obras
de valía en una orientación clasicista interpretada de manera personal. 
Pero es Vicente López el gran retratista, Goya aparte, de la primera
mitad del siglo. Dotado de una manera muy personal, de gran virtuosismo
en la representación de los detalles, no dejó de evolucionar en un
estilo brillante que llega, desde los ecos del barroco tardío de sus
primeros retratos, hasta un tímido romanticismo en los últimos.

El estilo neoclásico internacional, caracterizado por el rigor del
dibujo y la claridad de la composición, está representado por dos de los
alumnos de Jacques-Louis David, José Aparicio y José de Madrazo, éste a
través de un ejemplo tardío donde la frialdad del colorido se sustituye
por tonos más cálidos, características que, unidas a un intenso sentido
de lo real, pueden verse también en los retratos de Rafael Tegeo, que
preludian el Romanticismo.

El Romanticismo. El Romanticismo tuvo especial importancia en
Sevilla, donde la influencia de Murillo fue determinante en José
Gutiérrez de la Vega, José María Romero y Antonio María Esquivel, que
logró un lugar relevante en la Corte. En estos artistas aparecen
iconografías muy significativas, como el retrato de grupo, familiar e
infantil, también cultivado por Valeriano Domínguez Bécquer.

En Madrid, la herencia de Goya y la del Siglo de Oro se percibe en
los retratos de Leonardo Alenza.  En seguida destacó  la actividad
retratística de Federico de Madrazo y Carlos Luis de Ribera. Formados en
el purismo de influencia nazarena y en la pintura francesa de los años
treinta, cuya influencia se ve aún en los equilibrados retratos en óvalo
del segundo, supieron evolucionar en su larga carrera. Madrazo, muy
atento al retrato francés y también al estudio de Velázquez, proyectó su
influencia, como había hecho su padre, merced a su posición preeminente
en la Escuela de Pintura, Escultura y Grabado. Autor de numerosas
obras, sus dotes le convirtieron en el artista más reputado de la Corte y
en el gran retratista de la aristocracia y la alta burguesía.

Realismo y Naturalismo. La pintura francesa de la época
influyó a los artistas españoles que vivieron en París durante largas
estancias, como José Casado y Raimundo de Madrazo, hijo de Federico,
reputado retratista del gran mundo. También se distinguió el sevillano
José Villegas, autor de numerosos autorretratos que denotan la huella de
Velázquez, a quien estudió en el Prado.

En este periodo sobresalieron los pintores levantinos que, partiendo
de un realismo basado, como en el caso de Francisco Domingo, en el
estudio de Ribera y Velázquez, realizaron retratos con intuitiva
vivacidad y hábil colorismo. Así, Emilio Sala, que pintó, como el
anterior, en París y en Madrid. Ignacio Pinazo, autor de muy expresivos
autorretratos, revela, en sus retratos de niños, una intimidad veraz y
delicada a un tiempo.

Joaquín Sorolla es el gran retratista del naturalismo en España. En
sus obras interpretó con moderna intuición la herencia velazqueña a
través de una pincelada larga y vigorosa y consiguió prodigiosos efectos
de color y luz, al servicio de una captación inmediata y certera de los
retratados.

 

Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias). El retrato español en el Prado. Del Greco a Sorolla. Espacio Cultural CajaCanarias.

Del 1 de octubre al 8 de enero de 2010

Comisarios: Leticia Ruiz Gómez, jefa del Departamento de Pintura Española (hasta 1700), y Javier Barón, jefe de Departamento de Pintura del siglo XIX del Museo del Prado.

Ilustraciones:

-Ignacio Pinazo, Niña. ca. 1890-1895. Óleo sobre lienzo. 31 x 54 cm.

-Autorretrato. Francisco de Goya (1746-1828). 1815. Óleo sobre lienzo. 45,8 x 35,6 cm.

-Mercedes Mendeville, condesa de San Félix. Joaquín
Sorolla (1863-1923). 1906. Óleo sobre lienzo. 198 x 99 cm.

-Retrato de caballero desconocido. El Greco (1541-1614). ca. 1603-1607. Óleo sobre lienzo. 64 x 51 cm.