Dejó todo preparado. La casa limpia, los cristales relucientes, las cortinas lavadas, las flores frescas y los almohadones ahuecados. La vajilla estaba dispuesta sobre el mantel de los días de fiesta. En el horno se cocinaban a la vez tres bandejas de empanada. Al abrir la nevera podían verse, envueltos en papel transparente y etiquetados, varios pasteles de carne, un panaché de verduras, un budín de merluza y bebidas y refrescos de todo tipo, incluido un ponche de fruta fresca. En la despensa, además, había licores y dos bizcochos: uno de chocolate y otro de limón; un paquete de pastas de té y varias cajas de bombones.
Pasó por la ducha y se puso el vestido nuevo y las medias de encaje; se maquilló con cuidado y alisó bien su melena castaña. Dio una última vuelta por la casa y se puso unos zapatos de tacón que, si caminaba, le hacían daño; pero no iba a haber ocasión. Las pastillas empezaban a hacer su efecto. Se tumbó sobre la cama, cerró los ojos y sonrió mientras entrelazaba los dedos de las manos sobre su vientre.
Los niños estaban de campamentos. John Edmond volvía de un viaje de negocios, cansado, pero dispuesto a relajarse y disfrutar de un fin de semana a solas con su esposa. Hacía más de seis meses que no habían tenido una sola noche para ellos. La madre de Susan había muerto a principio del invierno anterior, Helen se había distanciado y ahora no tenían con quién dejar a los niños si querían salir. El presupuesto no estaba para cine, cena, aparcamiento y canguro. Pero, evitada esta última, podían darse un homenaje. Además, era su aniversario de boda. Le había comprado unos pendientes de plata y piedras de color rojo que contrastarían con su cabello negro. Seguro que iban a gustarle.
Mientras dejaba las llaves y el maletín en la entrada, John Edmond aspiró el delicioso perfume que emanaba del horno. «Sussy», llamó. «¡Sussy!», gritó, al ver que no le respondía, abriendo la puerta del enorme salón-comedor, desde el que se accedía a la cocina. Vio la mesa y el mantel, la vajilla –las copas brillando al sol del atardecer en bandejas, las torres de platos de porcelana, hondos, llanos y de postre– y la cubertería de plata reluciente sobre su soporte de terciopelo granate. Se fijó en las dos fuentes grandes llenas de fruta fresca y arrugó el entrecejo: él esperaba una cena para dos, íntima; sobre la alfombra persa, frente a la chimenea encendida. John deseaba a Susan con el vestido nuevo de tirantes, rojo como la sangre, que combinaba con la piel tan blanca y el cabello tan negro de su mujer. Había soñado con ponerle las fresas entre los dientes mientras deslizaba los tirantes finísimos sobre su hombro pecoso y besaba el inicio de sus pechos. Confiaba en que la botella de Möet Chandon que tenían guardada para esta ocasión reflejaría en cada una de sus burbujas el brillo del fuego y la pasión de sus ojos. Una pasión recuperada, pero no por ello menor que la de sus primeros encuentros.
No sabía lo que Susan había preparado, pero en casa, al menos de momento, no había nadie más. La cocina estaba vacía; el horno, aún caliente, apagado. Con la cajita de los pendientes en una mano, subió los peldaños de la escalera de madera de dos en dos. «¡Sussy, amor mío!», dijo, por última vez, antes de empujar la puerta del dormitorio.
Tic. Tac. Tic. Tac. Pasad, horas, minutos, segundos. Corre la cuenta atrás en la oscuridad del sótano, donde una caja de latón con distintas especias poco usuales dormirá, también, el sueño de los justos. Tic. Tac. Tic. Tac. Es el ritmo pausado de mi muerte.
Aunque el rostro blanco de Susan, su cuerpo helado y la falta de pulso lo hacían innecesario, John Edmond avisó primero a una ambulancia y luego a Helen, la hermana de Susan, y a su propio hermano, Robert. Éste avisó al resto de la familia. A la de ellos, porque Helen y Susan sólo se tenían la una a la otra después de morir la madre. Una hora después, el cuerpo lívido de Susan yacía en la morgue a la espera del brillo plateado del bisturí de autopsias y Helen se había ido a buscar a los niños pese a la débil oposición de John, que tragaba una pastilla y se bebía un brebaje de sabor amargo. «Esto te calmará, dormirás un poco», decía, muy lejos, la voz de Helen, o quizá la de su prima Rita. Se acostó en la habitación de los niños, incapaz de acercarse siquiera al dormitorio. Seguía apretando en un bolsillo del pantalón la nota manuscrita que Susan le había dejado en la mesilla de noche: «Hace mucho tiempo que lo sé todo. Aquellos meses engañándome, con la complicidad de tu familia, porque yo dormía, una noche sí y otra también, en la cabecera de la cama de mi madre, en su casa, y no es bueno que el hombre esté solo, ¿verdad, John? Yo, todas las noches, porque no trabajaba fuera de casa. Mientras, a ti te consolaba mi propia hermana. En nuestra cama. En mi cama. Todo el mundo lo sabía, ¿verdad? Aunque llegase tarde, justo cuando yo me iba, para ayudarte con la cena y el baño de los niños. Aunque se fuera temprano a su trabajo. Todos menos yo. Y tú decías que no teníamos dinero para pagar a una cuidadora. Lo he pensado mucho, John. A pesar de vuestro arrepentimiento, no he podido perdonaros, pero tampoco podría vivir sin vosotros. Ésta es mi única salida y vuestro castigo. No traigas a los niños hasta que todo haya pasado. Es lo último que te pido. No lo comprenderás, pero estarás muy cerca de saber lo que yo siento ahora. Nos vemos en el infierno, mi amor».
Abajo, en el salón, se van juntando todos los familiares, los vecinos, los amigos más íntimos. Nadie entiende cómo pudo pasar esto, si todo iba tan bien y Susan se recuperaba a ojos vistas. Con qué entereza y sangre fría había preparado hasta el último detalle de su muerte. Qué raro que no hubiese dejado una nota, comentan. ¿Se habría enterado de lo de John y Helen? Todos aseveran que, en todo caso, no habría sido por nadie de los que allí estaban, todos conjurados para evitarle el terrible disgusto. Helen había hecho bien desapareciendo. Cuando volviera con los niños sería ya de madrugada y quedaría sólo la familia más cercana. «A ver qué hacen ahora, claro», es el comentario más repetido.
Sonarán muchas ambulancias unas horas más tarde que la sirena de la mía. Una ambulancia para John, otra para Helen; otra para Robert; para Nancy, Rita y Louise; para Peter y Eve. Y más, algunas más, seguro. Una sirena por cada mirada cómplice. Y después, paz y silencio, silencio de verdad. Todos enterrados en el mismo cementerio, unos junto a otros, otros unos pasos más lejos. Es pequeño el cementerio de este pueblo. Mis niños traerán flores a la tumba de su madre.
Helen vio las ambulancias y las luces azules de la policía al llegar con los niños. Vio a John con una manta térmica sobre los hombros y la mirada perdida. El somnífero de Rita le había salvado.
Hubo nueve muertos: las tres primas de John, su hermano y la esposa, otro matrimonio –eran sus amigos más cercanos– y dos vecinos. Todos los primeros en llegar. Además, estuvieron ingresadas otras quince personas, amigos y vecinos de la pareja. Se encontró veneno en toda la comida y en el ponche. Helen y John vendieron la casa y se fueron a vivir juntos, con los niños, a un barrio de las afueras de la capital, no muy lejos de su trabajo. Nadie lleva flores a la tumba de Susan.
Más sobre el II Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la segunda edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 4.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluye el 7 de julio de 2021.
Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021
Cierre: el plazo concluyó el 7 de julio de 2021
Fallo: 6 de agosto de 2021. Modificado el 14 de julio. Nueva fecha para el fallo: 17 de agosto
Acto de entrega: 21 de agosto de 2021. Modificado el 14 de julio. Nueva fecha para el acto de entrega: 4 de septiembre
Nota de los organizadores publicada el 14 de julio: Dado el gran número de relatos recibidos durante las últimas semanas, que ha rebasado todas las estimaciones, se hace imprescindible modificar la fecha del fallo del premio y del acto de entrega para asegurar que el trabajo de valoración del Comité de Lectura pueda ser realizado en las mejores condiciones posibles y de esa forma garantizar la igualdad de oportunidades de todos los participantes. Muchas gracias por su comprensión.