– ¿Recuerda un momento concreto en el que empezó a aficionarse a la música o fue más bien un proceso?

Yo, como todas las personas de mi quinta —para las que todavía no existía la tele—, lo que oía era la radio, que se tenía puesta en casa casi de continuo. Yo vivía en la calle Ibiza, en un edificio con un patio central, y no solo escuchaba la radio de casa, sino que por la ventana podías oír lo que estaban escuchando otros vecinos, lo que cantaba el ama de casa de al lado o la chica de servicio, que tarareaba canciones de Juanita Reina, coplas y todo aquello. Con los años, ese conocimiento involuntario de la copla fue lo que me permitió crear Radio Olé.

Pero mi afición de verdad empezó cuando, con dieciocho años, montamos un grupo, Los Telekos, en la época en la que se pusieron de moda los grupos —o conjuntos, como se decía entonces—. Ya estaban los Beatles, claro, pero no eran conocidos porque todavía no habían publicado discos. Lo único que teníamos en España era el Dúo Dinámico y, de repente, empezamos nosotros y mil grupos más, casi al mismo tiempo: Los Pekenikes, Los Estudiantes, Los Relámpagos, Micky y Los Tonys… Ahí sí surgió mi verdadera pasión por la música. Y cuando empecé a aprender, claro.

– ¿Su experiencia como músico le fue útil para su carrera como periodista musical?

Creo que siempre me valió, fuera poco o mucho, para apreciar si una canción es distinta, si tiene algo especial o si usa siempre los mismos acordes, las mismas armonías…

– ¿Tuvo claro desde el principio que se dedicaría a escribir y hablar sobre música?

No. Yo estudié Periodismo sin pensar que me dedicaría a la música. Cuando acabé segundo me contrataron como redactor jefe en el grupo ABC, sin haber terminado la carrera. Estaba en una revista que tenía una sección de discos muy mala. Como a mí me gustaba el tema, me ofrecí a hacerla y estuve tres años redactándola sin cobrar. Era una revista, Miss, que no leía nadie, la verdad. Como era tan mala, era fácil destacar un poco, y así me llamaron de ABC, del diario, para hacer la sección de música, y empezaron a llamarme de muchos sitios. Me llamaron de Radio España para hacer un programa de folk; luego Pedro Erquicia me fichó para Informe Semanal

En ABC escribía de música de vez en cuando, pero también hacía todo tipo de información. Eso sí, escribir sobre música era estupendo: te invitaban a los conciertos, te enviaban discos, eras el primero en enterarte de los lanzamientos… y —aunque me di cuenta más tarde— ser crítico musical te daba una aureola de autoridad.

– ¿Coincide, entonces, con Diego Manrique en que este es “el mejor oficio del mundo” —título de su libro recién publicado—?

Casi coincido más con Víctor Manuel, que dice que el mejor oficio es el de cantante porque es el único en el que te aplauden cada tres minutos; cada vez que terminas una canción, recibes una ovación. Pero sí, claro, reconozco que el nuestro es un buen oficio.

Mi ambición siempre ha sido, y sigue siendo, aprender cosas y contarlas. He estudiado más que nadie. Durante diez años escribí reseñas de libros de divulgación científica partiendo casi de cero… Como tengo memoria y facilidad, todo lo que puedo aprender, lo aprendo. Quizá mi profesión ideal sería maestro, profesor. Pero en mi casa mi padre era ingeniero naval, y varios de mis hermanos también eran ingenieros. Con la memoria que tenía me recomendaban estudiar para abogado del Estado, para registrador de la propiedad o algo así. Les hice caso y empecé, pero aquello no me gustaba; había muchísimas cosas que me llamaban más la atención.

– ¿No tenía, entonces, una vocación profesional clara?

Lo único que siempre he querido —mi gran ambición profesional— ha sido no tener nunca jefe, y eso se consigue siendo pluriempleado, trabajando en varios sitios, haciendo de todo un poco, pero a tu aire. Porque cuando un jefe sabe que puedes vivir sin él, te valora y te trata mucho mejor.

– Hubo un momento muy significativo cuando su primo, Juan Pardo, le invitó a formar parte de lo que luego serían Los Brincos. ¿Por qué dijo que no?

No tenía nivel. Con Juan escribí una canción a medias que luego grabaron Los Brincos. Yo diría que el 90% la hizo él, pero la firmamos los dos. Después él ha compuesto ochocientas canciones más y yo ninguna. Le ponía interés y me gustaba, pero no tenía nivel para un grupo así. Además, nos pusieron una condición: dejar de estudiar. Yo dije que no. También pensaba que un grupo podía durar tres o cuatro años… y luego, ¿qué? No me arrepiento.

Siempre he tenido mucho interés por las cosas más diversas y, si era posible, al mismo tiempo.

– Cuenta la anécdota de “la crisis de la semifusa”, sobre leer —o no— una partitura. ¿No le parece una metáfora de la heterodoxia, de hacer las cosas a la manera propia y no como se supone que hay que hacerlas?

Sí, sí, es eso. Hay gente que te mira por encima del hombro porque tienes tu propia forma de hacer las cosas, una forma que no se ajusta a la norma. Yo siempre he actuado según mis propios criterios, y creo que me ha ido bien.

– El libro comienza cuando cubre los últimos fusilamientos del franquismo, mostrando una faceta suya poco conocida…

Precisamente por eso quería empezar el libro con ese asunto: son cosas poco conocidas y, sin embargo, muy importantes al inicio de mi carrera. Otra anécdota es cuando le regalé a un chico del Frente Polisario una chaqueta que me habían dado cuando Springsteen publicó Born to Run, y en la que ponía el título del disco. Venía de la presentación, donde nos trataron de maravilla, y me encontré, en el desierto, a unos tipos que realmente sí habían nacido para correr, como se puede decir ahora de los de Gaza y de tantos otros sitios.

– ¿Cómo explica lo que llama “el síndrome del impostor”?

Viene de un cierto complejo de inferioridad, de pensar que uno es menos de lo que es. He hecho muchas cosas. Nunca he tenido que buscar trabajo. Hasta este último, nunca había escrito un libro que no fuera por encargo… Luego me pregunto: “¿Por qué me llaman para esos libros? ¿Por qué Pedro Erquicia me ficha para Informe Semanal? ¿Por qué me llaman para Aplauso? ¿Por qué la hija de Uribarri me pide Música sí?”. A veces pensaba: “¿Pero qué coño hago yo aquí?”. Pero, al final, me había ganado el respeto y el derecho a recibir todas esas llamadas.

– ¿Qué supuso para usted el programa Todos los gatos son pardos?

Fue mi consagración. Manolo Martín Ferrand me animó. Yo creía que no tenía buena voz para la radio —y algo de razón tenía—. Había trabajado tiempo en Radio Nacional, pero sin hablar al micro. Manolo me convenció porque, según él, yo tenía las tres cosas indispensables: saber de lo que hablas, saber contarlo y no querer engañar.

Fue una época muy larga y muy buena. Mis dos etapas profesionales más felices son Todos los gatos son pardos y el tiempo que llevo con Pepa Fernández en No es un día cualquiera —no precisamente por el dinero, porque lo que cobro es simbólico—, pero es un programa que me ha permitido conocer a mucha gente y recorrer España entera, porque viajamos constantemente y estamos en contacto con el público.

– Entrevistó a Mick Jagger, pero no fue precisamente una experiencia gratificante.

No, porque yo no había entendido por qué estaba cabreado; lo supe después. Venía a Barcelona; pedimos la entrevista y nos dijeron que no: había muchísimas peticiones. Insistí y expliqué que no era para un programa musical, sino para el buque insignia de los informativos, Informe Semanal. Al final dijeron que sí, quizá presionados por la discográfica. Ellos enviaron un télex, pero en la compañía no respondieron porque era Sábado Santo y no había nadie; eso ya les sentó fatal.

Nos avisaron para estar donde fuera, a la hora que fuera, en cualquier lugar del mundo. Finalmente fue en Cannes. La entrevista se hizo, pero Jagger estaba totalmente encabronado y respondió con monosílabos. Sin embargo, cuando los cámaras dejaron de grabar, estuvo asombrosamente amable: se quedó a tomar unas cervezas con nosotros. De hecho, en mi despacho tengo una foto con él, cada uno con su cerveza. Aun así, fue frustrante: no puedes desplazar a un equipo de televisión y que te respondan con chorradas. Una gran decepción.

– Aunque narra muchas anécdotas de su carrera, el libro evita la nostalgia. ¿Era su intención?

Sí, porque mi época es esta. Me parece una tontería decir “en mi época…”. Mi época es esta: sigo aquí, sigo haciendo cosas y me interesan muchísimas cosas.

– Costó que se reconociera el pop y el rock and roll como disciplinas dignas de la prensa generalista. ¿Se considera en parte responsable de ese cambio?

Sí, junto con mucha otra gente. Al pop se le ha tratado fatal durante mucho tiempo, como un arte menor, lo cual es absurdo. Al final, el tiempo nos ha dado la razón.

– La labor de su sello, Rama Lama, recuperando un enorme catálogo de los sesenta y setenta, ha sido fundamental.

Si hablas bien de Rama Lama estás hablando mal de las compañías que tenían esos discos y no cuidaron sus catálogos. Me he encontrado de todo: a veces no tenían los másteres originales ni las portadas… un desastre. Recuerdo dos cajas recopilatorias de Serrat —una en catalán y otra en castellano—. Por suerte, antes de publicarlas alguien las envió para que las revisara. En la caja catalana faltaba un LP entero: aparecían varias canciones, pero en las versiones de EP o single, muy interesantes pero con otras orquestaciones. Y, como siempre, faltaban Edurne y Penélope porque no habían salido en discos oficiales. Cuando prepararon la caja en castellano, ya me consultaron desde el principio.

– En Rama Lama editan discos de finales de los 50 a los 70. ¿Por qué se detienen ahí?

Hemos sacado algo de los 80, pero de artistas que venían de antes. Tendríamos que seguir: los clientes de mi edad se están muriendo, y luego morirán los que tienen diez años menos. Parece lógico, pero a partir de los 80 hay menos lagunas: las cosas se hicieron mejor. Cuando hicimos recopilatorios año a año, paré en el 79 porque desde 1980 Dro lanzó la colección ¿Qué hacías tú en el…?, que cubría toda la década. Competir era absurdo: ya había otros recopilatorios y reediciones; no hacía falta.

– De todo lo que ha hecho, ¿qué faceta le ha satisfecho más?

Siempre me ha atraído el trabajo de periodista “tradicional”: escribir una crónica, hacer un gran reportaje, viajar con los Reyes —toda una experiencia— o estar en momentos relevantes, como la Marcha Verde… Todo eso me parecía apasionante.

Me habría gustado seguir, pero chocaba con mi afición musical. En diciembre del 75 me dijeron que no podía cubrir un concierto de Springsteen porque Franco se estaba muriendo… Al final fui al de Springsteen.


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