“Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, afirma Italo Calvino en su conocido ensayo Por qué leer los clásicos; es decir, es un libro que plantea preguntas y no respuestas cerradas, que cada generación o contexto hace suyo a su manera. A esta apertura significativa nos acogemos para reflexionar sobre los clásicos partiendo de la reciente puesta en escena por parte de la Compañía Nacional de Teatro Clásico de La vida es sueño, dirigida por Declan Donnellan, con cuyo Segismundo, Alfredo Noval (finalista este año como mejor actor en los Premios Max de las Artes Escénicas), tuvimos la oportunidad de hablar, así como con profesionales docentes y estudiantes que asistieron a la obra, con los que reflexionamos sobre el papel de los clásicos en la educación.

La vida es sueño, dirigida por Declan Donnellan, o cómo ser infiel para serle fiel a un clásico.

La versión del clásico de Calderón del director inglés Declan Donnellan no ha dejado indiferente a la crítica: muchas alabanzas y unas pocas manos haciéndose cruces, las de aquellos puristas que sólo conciben la fidelidad a los clásicos en su formulación más literal.

De ello hablamos con Alfredo Noval, el actor que interpreta (magníficamente) a un Segismundo que impacta por su humanidad, su tosquedad inicial (la propia de un personaje que ha pasado toda su vida aislado en una torre), sus movimientos salvajes, su cuerpo encarnando una desesperación que llega por momentos a lo grotesco.

“Declan me dio una clave para la interpretación, al menos en ese momento inicial de la obra”, nos cuenta Alfredo: “Imagina a Segismundo como un bebé al que se le ha quedado pequeña la cuna”. Y como un bebé, balbuceando sonidos incomprensibles, arranca la acción Segismundo, el príncipe que en la obra de Calderón pone a prueba “el determinismo” de los hados y busca la grieta para el libre albedrío.

En realidad, Segismundo no es más que un títere, un muñeco movido de un lado a otro por los designios de su padre Basilio, el rey sabio que vio en las estrellas los heraldos negros, el presagio de tiranía; él es el personaje que juega con el azar y el destino, que anda haciendo y deshaciendo, y así lo entiende Donnellan en su propuesta: Basilio, siempre en escena, observa, sueña, y tiene, según nos cuenta Noval, “las llaves de la cerradura de la función”, proyectando sus miedos en unas puertas que se abren y cierran como fronteras difusas entre la realidad y lo otro. El pulso emotivo entre padre e hijo impregna la obra a través de una actuación absolutamente corpórea, que juega con la flexibilidad del texto. Y es que en la propuesta de Donnellan los actores declaman el verso calderoniano de una forma libre, interrumpiéndolo y recuperándolo, casi prosificándolo.

Para Alfredo Noval, licenciado en Arte Dramático por la ESADCyL y habiendo trabajado durante años en la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, esta forma de trabajar el verso es liberadora: “Declan no quería asesores de voz ni de verso, porque pueden delimitar la creatividad del actor”, nos cuenta. “A los espectadores más puristas les gusta escuchar música, sienten como esa añoranza del pasado. Sin embargo, tenemos que pensar en cómo hacer que la estructura no encorsete la actuación, propiciar el contenido y acercarlo al público. Se puede mantener el ritmo jugando con el verso actuado, pero no hace falta declamar con el metrónomo dentro”. 

Para Noval, el proceso creativo con el director inglés, que desde el principio se anunció como algo abierto y cambiante, ha resultado una maravillosa puesta a prueba: “No quieren verte seguro de lo que estás haciendo, y ese es el mayor reto para un actor”. La de Donnellan ha sido una dirección exigente, atrevida, y el resultado es de una frescura reveladora: un Segismundo que fuera de su torre de salvaje necesita oler y lamer el mundo al que accede, que sale del escenario e interactúa con el público; una escenografía de puertas abriéndose y mostrando cuerpos que convulsionan en los límites de la realidad; personajes que bailan y hablan en medio de risas enlatadas…Una puesta en escena que consigue acercar el clásico barroco a un presente igualmente barroco: nuestra vida digital y sus difusas fronteras, la manipulación de los medios, la política como espectáculo populista…Esto: el frenesí, la ilusión, la sombra y la ficción que nos cercan ahora como antes: “Los clásicos perduran porque siempre tratan el ahora”, escribe Donnellan, “trabajamos sobre ellos porque siguen compartiendo vida a través del tiempo. Indagan en nuestros autoengaños y en nuestras victorias, en nuestras relaciones y en nuestros sistemas, y nos ayudan a descubrir qué es ser nosotros mismos”.

Y sí, un clásico es un clásico porque perdura, por el latido universal que hace que pueda compartir sus preguntas en cualquier época y conectar con la sensibilidad de cualquier persona. Pero las épocas y las personas necesitan en ocasiones de puentes, nuevas formas, códigos propios que les acerquen al pasado, y en eso, la propuesta de Donnellan acierta: gracias a su coraje, a su apertura, nos acerca La vida es sueño con el grado de infidelidad que se necesita para ser absolutamente fiel: haciendo que la obra tenga un latido tan presente que mantiene su permanencia, su esencia de clásico.

Los clásicos en las aulas, los clásicos en nosotros.

Hace unos años, Carlos García Gual hablaba de cómo el prestigio escolar de los clásicos estaba decreciendo enormemente, habiéndolos marginado poco a poco en unos planes de estudio centrados en lo tecnológico y lo mercantil: la educación, aseguraba, siente un desprecio injusto hacia el pasado y trata cada vez más de reflejar el afuera y, sin embargo, “la escuela debe servir también de contrapeso a la presión de ese mundo exterior, ser una alternativa que busque el enriquecimiento interior, el espíritu crítico”. Para Gual era cada vez más difícil, en “un mundo lleno de ruido”, construir en las aulas el contexto que los clásicos requieren: el diálogo con los profesores, la atención crítica, el silencio y el tiempo (sin las presiones de los checks programáticos) para reflexionar, para dejar que las ideas verdeen.

Hablamos con Ana Lahera, doctora en Filología y profesora de Lengua Castellana y Literatura en el IES Cervantes de Madrid, cocreadora, además, de numerosos materiales didácticos para acercar los clásicos de nuestra literatura a los jóvenes. Ella se muestra menos nostálgica del pasado, puesto que, dice, nunca hubo un momento absolutamente idílico en el tratamiento de los clásicos en las aulas, pero sí confía en la importancia de la labor del docente en la transmisión del amor hacia ellos: “Creo que si el profesor o profesora disfruta verdaderamente leyendo a los clásicos de alguna manera conseguirá contagiar ese disfrute y ese entusiasmo, que nace del conocimiento. La forma que yo he encontrado de acercar los clásicos es resumir un poco las tramas de forma oral, resucitando en clase el placer de contar y escuchar historias, que nos define como especie, y después leer algunos fragmentos seleccionados, con explicaciones o aclaraciones, pero sin ser textos adaptados, pues los recursos de estilo, el lenguaje literario, les ayuda, creo, a conocer más y mejor su lengua”.

A la salida del teatro también tenemos la oportunidad de conversar con estudiantes del IES Cervantes que han asistido a la representación. Algunas han leído la obra de Calderón, encontrando cierta dificultad en el lenguaje, pero todas valoran positivamente haber tenido la oportunidad de ver la obra en el teatro. Kenzi, Eithaka, Alejandro y Elías, alumnos de 1º de Bachillerato, hablan sobre su experiencia con los clásicos. Para Kenzi, ver la obra representada ha sido la forma más emocionante de acercarse a un clásico, y cree que, tras ésta, la lectura del texto, reconociendo personajes y pasajes, se hace más familiar y sencilla. Alejandro destaca el valor que tiene la motivación de los propios profesores a la hora de transmitir el amor por los clásicos: “Que se note en la mirada o en la voz esa emoción es lo que hace que me motive a acercarme a ellos”. Elías reconoce ese gusto contagioso que debería estar en la base de la educación literaria: “A veces el problema es el miedo que tienen los alumnos de concebir los clásicos como temario examinable, y no como historias de ficción que están para ser disfrutadas”.

Al preguntarles sobre las “adaptaciones para jóvenes” que se hacen de muchas obras clásicas en un intento de acercarlas y reducir su dificultad, este joven es rotundo: “Readaptar una obra es quitarle su esencia, quedarte sólo con el argumento. Yo leí La metamorfosis de Kafka a los 12 años y, aunque me resultó difícil, el reto hizo que después me acercara a otros textos y los encontrara sencillos. Por eso creo que es bueno que los más jóvenes se acerquen a un lenguaje que les cueste”. Eithaka, amante de la literatura romántica y sus “paisajes oscuros y desoladores” nos regala una maravillosa observación final cuando le preguntamos qué es lo que define a los clásicos: “Un clásico es algo que perdura en el tiempo, que tiene una importancia implícita que hace que siga entre nosotros. Entonces, lo que hace una obra clásica somos nosotros también”.

Los clásicos nos ayudan a vivir más profundamente, a leer la realidad desde un número asombroso de focos de luz. Nosotros les ayudamos a permanecer con vida, a revivir como un fénix amoroso en cada época y a ser iluminados -ellos también- desde nuestras propias realidades. El acercamiento es mutuo: un baile de a dos en el que los lectores nos damos el relevo de generación en generación, de historia en historia.