Muñoz Avia (Madrid, 1967) es escritor –¿y tú no pintas? fue la pregunta que más le hicieron durante una época de su vida– y autor de varias novelas valiosas, pero es probable que gane nuevos lectores que descubran su nombre y su talento gracias precisamente al libro que ha dedicado a sus padres.

La casa de los pintores es una obra conmovedora por el cariño, la admiración y por esa mezcla de pudor y honestidad con que está escrita. Una autobiografía que al tiempo que relata la crónica íntima de una familia normal propone un paseo por el Madrid de las últimas cuatro décadas, por la historia reciente de España y por la creación y evolución artística, tan distinta de entrada y tan conectada a la vez vista con más calma, de esta pareja de artistas.

Tiene la virtud el libro de entretener y emocionar a cualquier con una mínima sensibilidad sin que sea preciso, en realidad, conocer mucho, bastante, poco o nada el trabajo de Lucio Muñoz y Amalia Avia. Y sin embargo, el autor no hace más que llevarnos al estudio de uno y otro, y nos explica con sencillez y profundo conocimiento cómo fueron concibiendo y dando forma a algunas de sus mejores obras. Y resulta entonces inevitable frecuentar con gusto la treintena larga de láminas incluidas en las páginas centrales.

Por ejemplo, cuando explica el modo en que ambos buscaban las texturas deseadas, la manera en que actuaban sobre los materiales. El uso que hacían del fuego para dar a los cuadros un pasado, para fijar en ellos el paso del tiempo. “El fuego, y el agua, otro gran agente de la naturaleza que también desempeñaba su papel habían llenado de verdad el cuadro. Este había dejado de ser un tablero pintado para convertirse en una presencia, no un ente representado, sino algo que está ahí”. El autor puede demorarse en el proceso pictórico de una pintura de su madre y acto seguido llevarnos de excursión con ella al Corte Inglés sin perder ni un ápice de interés todo lo que nos cuenta.

Valga este delicioso extracto para hacerse una idea de la gracia y el tono con que el hijo va desvelando todas las aristas de la personalidad de sus padres. “Llegábamos al mercado, y el humor de mi madre cambiaba. No le gustaba aquello. No le gustaba la competencia absurda que se creaba con las demás compradoras. No le gustaba que le preguntaran si ella era la última, porque nunca sabía si era la última. No le gustaba esperar. No le gustaba que le tocaran un brazo y le dijeran ‘señora, lleva usted el bolso abierto’. No le gustaba que se le colaran. No le gustaba ser incapaz de defenderse frente a quienes se le colaban. No le gustaba (no lo soportaba) que las mujeres le dijeran al carnicero que los filetes eran para su marido, o para su Jaime, o para su suegra. No le gustaba que el charcutero se deshiciera en lisonjas y luego tratara de engañarla. No le gustaba que los tenderos llamaran ‘género’ a la fruta, a la carne o al pescado. No le gustaba que hablaran del albaricoque en lugar de los albaricoques, o del boquerón en lugar de los boquerones. No le gustaba que le dijeran: ‘Señora, que se deja usted las vueltas’, ni tampoco que le dijeran: ‘Señora, que se deja la compra’”.

El protagonismo en La casa de los pintores parece estar cuidadosamente equilibrado: ni destaca ninguno de los tres hermanos de Rodrigo, ni tampoco ninguna de las amistades artísticas del matrimonio (la galerista Juana Mordó, el pintor Antonio López, el dramaturgo Francisco Nieva, el músico Cristóbal Halffter…), ni por supuesto un cónyuge sobre otro aunque Amalia se sintió muchas veces, sin que le importara, “pintora consorte”.

El equilibrio se rompe en las casas que habitaron: ni la madrileña en la Avenida de Filipinas, ni el apartamento en París, ni la casa frente a la playa de Mojácar tienen la entidad del último hogar en Ronda de la Abutarda, en la elitista zona residencial que les permitió tener a cada uno su propio escondite dentro del domicilio y en el que fueron más felices y más tristes hasta la muerte de Lucio Muñoz en 1998 y de Amalia Avia trece años después.

La tristeza que sobrevuela el tercio final del libro no empaña lo que sus páginas tienen de alegre homenaje a los dos sin que eso suponga obviar los aspectos menos fotogénicos de su personalidad. Una maravillosa carta al padre. Y a la madre.

La casa de los pintores
Rodrigo Muñoz Avia
Editorial Alfaguara
300 p
18,90 euros