Lo primero que deberíamos determinar es el origen de la tapa española, aunque es de difícil asignación. Las diversas teorías existentes lo sitúan en momentos históricos bien distintos. A falta de fuentes escritas fidedignas, la primera leyenda cuenta que fue el rey Alfonso X el Sabio el que, a causa de una enfermedad que padeció, empezó a consumir algunas copas de vino a diario por prescripción de sus médicos. Para evitar los efectos embriagadores del alcohol, tomaba pequeños bocados de alimento entre horas acompañando a la bebida. Tras restablecerse de su dolencia, dispuso que en los mesones de Castilla no se sirviese el vino sin que fuera acompañado por alguna ración de comida con el propósito de que, tal y como él mismo había podido comprobar, los comensales no se vieran demasiado perjudicados por los efectos del consumo de alcohol.

Alfonso X el Sabio.

Otra historia cuenta que, durante el reinado de los Reyes Católicos, y debido al aumento de incidentes causados por los carreteros a la salida de las tabernas víctimas de la gran cantidad de cerveza y vino ingeridos, se obligó a los taberneros a servir la copa de vino o la jarra de cerveza con una tapa, algo de comida fría tipo queso, jamón o embutido. Los clientes debían acabar primero con la comida para poder quitar la tapa y así beberse el vino o la cerveza, con lo que no bebían con el estómago vacío y esto mitigaba los efectos del alcohol.

La anécdota más popular respecto al origen de la tapa transcurre en San Fernando (Cádiz) y se adjudica como protagonista a tres reyes distintos: Fernando II de Aragón el Católico, Felipe II y Alfonso XIII. En los tres casos se cuenta que el séquito del monarca se detuvo en una taberna para refrescarse y recobrar fuerzas. En el local había muchas moscas por lo que el rey pidió al tabernero que tapase su copa de vino con una loncha de jamón o embutido para proteger el líquido de los insectos voladores. Así lo hizo el paisano diciéndo: «Aquí tiene su tapa, majestad». Este gesto se convirtió en poco tiempo en una costumbre en las tabernas españolas, sobre todo en verano, ya que el clima cálido propiciaba la aparición de moscas en una época en la que la higiene era deficiente.

En el Quijote

Incluso se dice que la palabra tapa precede de la castellanización directa del francés étape, etapa, para hacer referencia al aprovisionamiento de soldados en una marcha o traslado que durase más de un día. La tapa era por tanto el lugar en el que los soldados se aprovisionaban y tapear era la acción de realizar tal aprovisionamiento (es decir, recoger las vituallas y quizá descansar un poco).

Don Quijote en la Venta de Juan Palomeque.

Sea como fuere, Miguel de Cervantes, en El Quijote, ya hacía referencia a las tapas a las que denomina llamativos. Y Francisco de Quevedo, en varias de sus obras, las menciona como aviso o avisillo. Resulta evidente pues que desde los siglos XVI y XVII ya era costumbre en la mayor parte del territorio nacional acompañar la bebida en tabernas y ventas de pequeños bocados de comida que quitaban el hambre, paliaban los efectos del alcohol y respondían a la perfección al espíritu y el formato de lo que hoy llamamos tapa, pincho o aperitivo.

Siendo común a casi todo el país, el tapeo o hábito de comer tapas se configura de forma bien distinta según la comunidad autónoma o provincia a la que hagamos referencia. Si queremos hacer un recorrido somero por nuestra manera de tapear, podríamos arrancar en una de las que bien podemos considerar capitales de la tapa en España: Granada.

Especialidades

En la capital nazarí cada consumición va acompañada de una tapa, habitualmente generosa y frecuentemente de cocina. La comida va incluida en el precio de la bebida, que suele ser más cara que en otras ciudades, y no se puede elegir la oferta. Cada local tiene su especialidad, que va desde los pinchos morunos o hamburguesitas hasta los huevos rotos, arroces o guisos caseros pasando por el pescado frito (boquerones, calamares, etcétera) o las berenjenas rebozadas. Si se repite consumición en un mismo bar o taberna, la tapa cambia aunque siempre en el mismo orden: primera, segunda, tercera, etcétera.

Más al oriente de Andalucía, en Jaén y Almería, la fórmula es parecida aunque con dos notables diferencias: la bebida (vino, cerveza o refresco) es algo más cara que en Granada pero aquí sí se puede elegir la tapa de entre la amplia oferta con la que suele contar cada local.

Tapa de papas aliñás.

Mirando hacia occidente, y siempre en Andalucía, la mecánica si varía sensiblemente. De Córdoba y Málaga hasta Huelva, pasando por Cádiz y Sevilla, los bares sirven sus tapas aparte de la bebida y con su precio individualizado. De su amplia carta de tapeo (carnes, pescados, frituras, encurtidos, embutidos, ensaladillas, salazones, guisos, etcétera), el cliente puede elegir bebida y comida por separado, y puede beber sin comer, o al revés. Es peor que en Granada porque hay que pagar la comida aparte de la bebida, con lo que el tapeo se encarece, pero en cambio se puede elegir qué y cuánto comer, y siempre a precios más que asequibles.

Cornisa cantábrica

A mí no me pidáis que escoja en mi tierra. Allá donde fueres haz lo que vienes. Y muero por un buen tapeo, sea cual sea la fórmula ofrecida, desde Ayamonte hasta Pulpí y vuelta.

De Despeñaperros hacia Madrid, tanto en Castilla-La Mancha como en Extremadura, la tradición del tapeo está menos asentada (aunque poco a poco se impone en todo el territorio nacional) y allá donde la encuentras es más habitual bajo el formato granadino que con la fórmula de la Andalucía occidental, que sí es más habitual en Murcia.

En lugar de seguir avanzando hacia el centro de la península, es preciso dar un salto hasta la cornisa cantábrica para explicar su modelo de picoteo con base en Euskadi. Allí, la tapa muta, o no existe, y se sustituye por el pintxo, originalmente rebanadas de pan con comida encima que hoy en cambio constituye todo un mundo en sí mismo de variedad y creatividad.

El pintxo vasco

Barra de pintxos en Donosti.

Desde los más clásicos de txistorra, foie, txangurro, antxoas, merluza, bacalao, etcétera hasta auténticas cumbres gastronómicas de la comida en miniatura que han convertido a las capitales vascas en auténticos lugares de peregrinaje en busca del bocado perfecto. Con la cuadrilla de amigos, y acompañados con pequeñas consumiciones alcohólicas como el txiikito de vino o el zurito de cerveza, las rutas de pintxos en el País Vasco, de bar en bar, suelen ser interminables y realmente gozosas. San Sebastián, Bilbao o incluso Vitoria cuidan y cultivan una oferta gastronómica de pequeño formato que a mí, de un lado al otro de la península, me enamora tanto como la tapa andaluza.

Este modelo de pintxo vasco se ha extendido por todo el norte de España desde Asturias y Cantabria al oeste hasta Navarra y La Rioja o Aragón al este, incluso a buena parte de las capitales castellanas al sur como Burgos o Valladolid. Caso aparte es el de Salamanca que tiene una cultura de picoteo magnífica pero que es difícil de igualar al modelo del pintxo y que tampoco se corresponde con el de la tapa andaluza. Una fórmula mixta que, adivinad, también me encanta.

Probablemente son Cataluña, Comunidad Valenciana y las islas (Baleares y Canarias) los territorios con menos tradición de tapeo en nuestro país aunque, por mi experiencia, la fórmula del pintxo vasco empieza a hacerse muy popular en las grandes ciudades de estas regiones en los últimos años gracias a la implantación de bares que promueven la fórmula gastronómica de Euskadi.

Capital del aperitivo

Con toda la intención me he dejado para el final a Madrid, la capital del reino, aquel cruce de caminos de la canción de Sabina. Madrid es una ciudad de aluvión, a la que las oleadas de inmigrantes llegadas de otros puntos del país durante siglos han traído sus propias costumbres y tradiciones pero que aún conserva algunos rasgos de identidad muy marcados, y en este asunto del tapeo tiene mucho que decir.

Como en Sevilla, Granada u otras ciudades históricas, en Madrid hay tradición de tabernas que daban de comer y beber desde hace más de cinco siglos. Y en base a esa historia, la costumbre asentada en la villa y corte es la del aperitivo. Pocas cosas le gustan más a un madrileño que salir el sábado o el domingo a mediodía a tomar el aperitivo. Y yo, en estos últimos 20 años, bien que me he aficionado a tan sano hábito.

El problema del aperitivo es que es muy variable. Desde el rácano bar que apenas te sirve con la caña unas patatas o frutos secos (a coste cero para el tabernero pues son productos que les regala el proveedor de bebidas) hasta el local rumboso que te acompaña la consumición con un señor plato de comida. Como en Granada, no puedes elegir, pero sí suele variar de una ocasión a otra.

Gran oferta

Las posibilidades son inacabables: desde las patatas fritas con mejillones en escabeche o anchoas hasta los huevos rotos pasando por arroz, ensaladilla, tortilla de patatas, torreznos, patatas bravas, embutidos, queso y hasta gambas o pescado frito. Sin tener que llegar a los monstruosos aperitivos del clásico Boñar de León de la calle San Bernardo, ya cerrado, si uno sabe moverse por Madrid puede comer o cenar perfectamente sin pedir ni pagar por la comida, sólo con lo que te sirven acompañando a la consumición.

Aperitivo madrileño.

Además del aperitivo, y fruto de ese carácter de ciudad de aluvión, en los últimos años ya se hacen habituales bares que apuestan por costumbres de picoteo tanto norteñas como sureñas. Y así, sin llegar al nivel vasco, ya hay buenos bares de pintxos en la ciudad al igual que hay locales de tapas andaluzas que se asemejan razonablemente a los de mi tierra de origen.

A pesar de ello, a mí me parece que lo verdaderamente auténtico en Madrid es el aperitivo, ese platito con algo de comer que el tabernero te sirve acompañando a la bebida sin que tú pidas nada. Y yo, que en Sevilla no espero nada de comer cuando pido una cruzcampo, salvo que yo pida una tapa, en Madrid me pongo de los nervios si me sirven una mahou sin su aperitivo al lado. Cosas de un emigrante bien integrado, supongo.

La conclusión de este artículo largo de más confío en que os parezca tan clara como a mí. A los españoles nos encantan los bares, reírnos y disfrutar, salir con familia y amigos, encontrar a cada paso una excusa para brindar y celebrar. Esa puede ser quizás nuestra principal característica compartida, lo que de verdad nos defina como pueblo y país. Y nada representa mejor ese espíritu que la tapa y el tapeo, que los pintxos y aperitivos, que el gusto por comer y beber en ruta de bar en bar. A mí, al menos, es una costumbre que me encanta. Estoy seguro de que a vosotros también.