“Ella sonríe y todos caemos en sus redes”, decía una famosa crítica cinematográfica de los años 50, y todos los galanes asentían, desde Gregory Peck a David Niven, pasando por William Holden, eternamente enamorado de ella, y Cary Grant, quien afirmaba con rotundidad: “Todo lo que deseo por Navidad es otra película con ella». Su encanto fue ser “simplemente adorable”, recordaba William Wyler, quien quedó impresionado con ella desde la primera prueba de cámara que le hizo: “Tiene todas las cosas que busco: encanto, inocencia y talento. Además, es muy divertida. Es absolutamente encantadora… Sin duda, es nuestra chica”.

Según Diana Vreeland, la carismática editora de Vogue, tenía la elegancia de una gacela, y el escritor Arturo Pérez-Reverte considera que es la personificación misma del glamour, como si se tratara del sinónimo de lo que la Real Academia Española define como “encanto sensual que fascina”. Y es que su mirada serena, su sonrisa dulce y su expresión original provocaban el efecto de embelesar, de causar hechizo.

Sin embargo, detrás de la cara de ángel y del resto de atributos personales de Edda Kathleen Ruston Hepburn, se escondía una actriz que pronto demostró una gran valía interpretativa tanto en el teatro como en el cine por sus diferentes registros dramáticos, su delicada picardía y la sutileza de su vis cómica. Audrey Hepburn supo ir de la tragedia a la comedia y de la comedia a la tragedia con una naturalidad poco común, sin ningún aspaviento, y, con el tiempo, se convertiría en una de las estrellas más icónicas del cine de la segunda mitad del siglo XX.

Después de actuar en varios papeles secundarios, fue elegida para protagonizar un musical de Broadway: Gigi (1951), que se mantuvo durante meses en la cartelera teatral neoyorquina y con el que la joven actriz consiguió algunos premios y, sobre todo, excelentes críticas. Su primer papel cinematográfico de importancia fue en la película Secret People (1952), en la que interpretaba a una bailarina prodigio, un papel que le iba como anillo al dedo, ya que sus años de aprendizaje en el mundo de la danza le permitieron hacer todas las escenas de baile.

Pero la actuación que la catapultó a la fama fue Vacaciones en Roma, de William Wyler (1954), un singular cuento de hadas en el que Hepburn encarnaba a Anne, una princesa rebelde que se enamora de un periodista (Gregory Peck) con el que recorre en Vespa los lugares más bonitos de la Ciudad Eterna. La pareja conectó a la perfección durante el rodaje y Peck predijo que ella ganaría el Óscar, negándose a que su nombre apareciera en los títulos de forma más destacada que el de ella. Wyler, su gran descubridor, quedó tan complacido con su trabajo que volvió a contar con ella en otras dos películas: el drama social La calumnia (1962) y la comedia Cómo robar un millón y… (1966).

El mismo año de su primer gran éxito cinematográfico, Audrey representaría en Broadway la obra teatral Ondina, escrita por Jean Giraudoux, junto al que sería su primer marido, Mel Ferrer. Al año siguiente llevaría a cabo un espectacular trabajo en Sabrina (1955), la deliciosa comedia romántica dirigida por Billy Wilder, obligando a Humphrey Bogart y William Holden, sus compañeros de reparto, a realizar un duelo interpretativo de gran altura en los papeles de los dos hermanos enamorados de la misma chica: la hija del chófer de su rica familia. En 1957, protagonizaría junto a Fred Astaire la comedia musical Una cara con ángel, bajo la dirección de Stanley Donen.

Audrey Hepburn siempre mostró una querencia especial por el personaje de la hermana Lucas en Historia de una monja (1960), pues sacó a relucir su lado más humano y le revivió algunas de sus propias experiencias personales vividas durante la guerra. No obstante, la mayoría de sus seguidores seguramente la recuerdan como la Holly Golightly descalza y con los zapatos en la mano, delante del escaparate de Tiffany’s, en Desayuno con diamantes (1961), la película con aires de jazz realizada por Blake Edwards. Cuando la actriz fue interrogada sobre su interpretación en el papel de esa chica tierna y algo alocada, picarona e ingenua al mismo tiempo, confesaría que “es la cosa más difícil que he hecho en mi vida”.

Protagonizó con Cary Grant una de las escenas más cómicas de la historia del cine en Charada (1963): ese baile de la naranja en el que no pueden usar las manos. Audrey daba vida a una viuda en apuros que no deja de tirarle los tejos a un divorciado recalcitrante (Cary Grant). Fue una nueva colaboración fructífera de la actriz con Stanley Donen, y habría una tercera igualmente provechosa: la tragicomedia Dos en la carretera (1967), en la que realizó otra de sus grandes interpretaciones. Entre ambas, acudió a la llamada de George Cukor para protagonizar My Fair Lady (1965), la estupenda adaptación en clave de comedia musical de la obra Pigmalión (George Bernard Shaw), que obtuvo un enorme éxito de crítica y público y fue reconocida con ocho premios Óscar, aunque, en esta ocasión, ninguno fue para Audrey Hepburn, que había interpretado el papel de Eliza, la particular violetera reconvertida en dama de la alta sociedad.

A partir de la intrigante Sola en la oscuridad (1967) sus apariciones en la gran pantalla fueron contadas, dedicándose primero a la crianza de sus dos hijos: Sean, habido de su matrimonio con Mel Ferrer, y Luca, fruto de su relación con el psiquiatra italiano Andrea Dotti. Audrey no tuvo demasiada suerte en el amor y solo en el último tramo de su vida encontró a su “fiel” Bob Wolders, que la hizo “vivir de nuevo”. Después, volcó su instinto maternal en la ayuda a los niños más desfavorecidos del mundo. Seguramente no hay fotogramas más entrañables que las imágenes que nos la muestran arrancando una sonrisa a niños de Somalia, Etiopía o Bangladesh, o tomando en brazos a chiquillos de El Salvador, Honduras o Guatemala, durante su etapa de embajadora de Unicef. Nunca había olvidado aquella imagen de su infancia que quedó grabada en su retina con la fuerza de las raíces de la saxifraga entre las piedras: “Recuerdo estar en la estación de tren viendo cómo se llevaban a los judíos, y recuerdo en particular a un niño con sus padres, muy pálido, muy rubio, usando un abrigo que le quedaba muy grande, entrando en el tren. Yo era una niña observando a un niño”.

Y es que, junto a la actriz de éxito, la mujer que “siempre fue con ella” era aquella niña de buena familia, que creció entre los horrores del nazismo, el hambre y el instinto de supervivencia: “Vimos fusilamientos. Vimos a hombres jóvenes ponerse contra la pared y ser tiroteados. Cerraban la calle y después la volvían a abrir y podías pasar por ese mismo lugar”. Especialmente duros fueron los últimos años de la guerra vividos en la casa de sus abuelos maternos en la ciudad holandesa de Arnhem. Los alemanes lo habían confiscado todo y había días que se mantenían con una rebanada de pan hecho con harina de cualquier cereal o de tulipanes y otros, con un plato de sopa aguada elaborada con una sola patata. Tan solo los ratos dedicados al piano y a la danza le proporcionaban algunos momentos de felicidad.

Hepburn se sintió identificada con Ana Frank. Ambas tenían diez años cuando estalló la guerra y ambas la vivieron en Holanda. Cuando años después Audrey leyó el estremecedor Diario, quedó impactada, pudiendo reconocerse en muchas experiencias y vivencias de Ana: “Un amigo me dio el libro de Ana en neerlandés en 1947. Lo leí y me conmocionó (…). Aquélla era mi vida (…). Me afectó tan profundamente que jamás he vuelto a ser la misma”.

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